viernes, 28 de octubre de 2011
WELLESIANA
Hay autores que se relacionan con su trabajo creativo mediante lo que se llama, todavia de forma pomposa y campanuda, el Arte. No pueden evitar mostrar una exposición de los artilugios y de los artificios que emplean, haciéndolo a traves del uso de una suprema maestría técnica y de un exhuberante resplandor de su estilo. Al final, todo eso los acaban alejando de lo que hacen y de la compasión necesaria que debe destilar toda experiencia creativa. Prefiriendo dejarse caer, muy complacidos por cierto, en la corriente general de la creación humana y de su constante exposición, si es laudatoria mejor, a la mirada histórica de los tiempos. Ya ve.
Orson Welles es una rara avis dentro de esta fauna que cementa y arracima esta forma de la extrema vanidad humana. Gran amante del teatro clásico isabelino, con una fe a prueba de hoguera en la potencia expresiva universal de la obra de Shakespeare, dedicó toda su vida a poner ese mundo, ya desaparecido, a la hora en punto del siglo XX, mediante su adaptación con las nuevas tecnologías de la comunicación de su tiempo, la radio y el cine. Herramientas por las que sentía, igualmente, una pasión desbordada.
Esa convicción suya de que a lo peor del alma humana, su adicción al poder sobre los otros, magistralmente retratado por Shakespeare, se le podía sacar todo su mejor jugo mediante la calculada distorsión de su apariencia cándida y civilizada, le llevó a imaginar puestas en escenas memorables. Pero lo que ocurre con las arraigadas convicciones es que, por no repensarlas constantemente, se acaban enquistando en sistemas cerrados, que derivan inevitablemente en prejuicios insalvables, ante el permanente estado de cambio del mundo y sus cosas.
Yo creo que Welles no fue ajeno a esta deriva y su adaptación cinematográfica de la novela de Isak Dinesen, la historia inmortal, es una buena prueba de ello. No hay ninguna posibilidad de adaptar, digamos al estilo supremo wellesiano, la novela de la escritora danesa. Son dos mundos diferentes. Cabía, eso sí, una interpretación libérrima por parte del cineasta del personaje literario de la escritora, el señor Clay. Como todo adicto al poder total sobre la hacienda y las vidas ajenas, el señor Clay es un personaje típico de la forma del ver el mundo que tenía Welles. Hasta aquí los parecidos y sus probables aprovechamientos para llevarlos a la gran pantalla. La novela es un estudio interesante sobre la lucha por las palabras y, también, el lugar que ocupan los seres humanos en esa lucha y el uso que hacen de aquellas. Escrita con el tono y el estilo de la fábula, es una buena estampa de lo que somos y hacemos los seres hablantes con lo mejor nos constituye: las palabras.
Lo que rechina con ecos de quiebra desde el primer fotograma, es la adaptación literal de la novela, al colocar encima del texto, sin miramiento alguno, toda el apabullamiento estético y técnico wellesiano. La levedad del texto no lo aguanta y el resultado es que se hunden los dos al mismo tiempo.
En este caso Welles no denota despreocupación, sino una obsesiva convicción de que, por si mismo, su personal estilo cinematográfico es capaz de torcerle el brazo a cualquier texto literario que se le eche al coleto. Porque toda obra es su estilo, aunque pierda el alma en el camino hacia su estilización máxima.
miércoles, 26 de octubre de 2011
LA HISTORIA INMORTAL, de Isak Dinesen
EXISTENCIA, REALIDAD Y VERDAD
Un árbol existe. La realidad árbol es algo que el ser humano construye. La realidad es la forma humana de relacionarse con lo existente. Cuando pensamos o decimos una palabra construimos una realidad. Cuando pensamos o decimos una frase construimos el sentido de una realidad, ordenamos la existencia, la hacemos humana, la hacemos accesible, creamos un orden de relación con ella.
Las palabras son de todos, ese precisamente es el valor que tienen, que son de todos, que todos las constituimos y todos estamos constituidos por ellos. No es extraño que los poderosos se quieran apoderar de ellas. No es extraño que estos y sus escribientes nos las quieran robar. No es extraño, por tanto, que lo haga el señor Clay. Existe esa tentación y existe una estructura social que favorece esa apropiación y manipulación de las palabras de todos. Esa es precisamente la historia de la humanidad, la de un combate por la propiedad y el uso interesado de la palabras comunes. Donde la fe irreductible en las palabras se ha impuesto, casi siempre, al pensamiento sobre las mismas. ¿Qué diferencia hay entre tener fe en las palabras y pensar sobre las palabras? La misma que hay entre la fascinación y la crítica.
¿Que pinta la literatura en esta interminable lucha? Impedir que los poderosos y sus escribientes nos roben las palabras. Dar cabida y proteger a las palabras, a todas las palabras, que es nuestro patrimonio. Y donde se esconde, como seres hablantes que somos, una parte muy importante de nuestra verdad. La que buscamos durante toda la vida, desde la cuna hasta la tumba. La literatura es un tiempo y un campo de acción muy relevante para esa búsqueda.
Existencia, realidad y verdad. La actividad lectora se complica.
La única verdad indiscutible de la existencia del árbol es que es perecedera, mortal. Es la verdad de la naturaleza orgánica. La verdad de la realidad árbol es que es inmortal, mientras haya alguien que lo lea o lo mire. Es la verdad de la naturaleza narradora del ser humano. La que puede transcender con sus relatos a su naturaleza orgánica. Esa es la gran paradoja de la literatura, que siendo inútil desde el punto de vista contable, nos permite ser inmortales con nuestras historias y las de los otros.
El señor Clay, como todos los poderosos, con la ayuda inestimable de su escribiente a sueldo, quiere apoderarse de las palabras de todos. Para ello piensa que su poder le permite juntar existencia y realidad, en una única y definitiva verdad. La gran locura de los poderosos, y sus escribientes.
El marinero y la damisela son protagonistas efímeros de la historia y beneficiarios materiales de la locura del señor Clay. Representan el cruce de caminos donde existencia y realidad se encuentran. Y donde la verdad se juega su inmortalidad. No pueden escribir sobre lo que han vivido (lo que tiene de físico su encuentro sexual), pero si sobre lo que han hecho con lo que han vivido (lo que tiene que ver con el sentir y con el sentido de ese encuentro). Pero, ay, el marinero quiere comprarse un barco con las cinco guineas que le ha dado el señor Clay. Y la damisela no quiere contar historias, quiere al marinero.
El escribiente es el que mejor entiende lo que esta pasando. Sabe que el propósito de su señor acabará en el mismo momento de su muerte, como su poder. Es perecedero, mortal, como su trabajo de escribiente, que perderá. Pero ha aprendido algo muy interesante, que podrá iniciar una nueva vida como escritor. Muerto de hambre, tal vez, pero con la posibilidad de llegar a ser inmortal. Como las historias que escriba.
lunes, 24 de octubre de 2011
LA VIDA DE LOS PECES, de Matías Bize
EXTRAÑO A BORDO
Pocas experiencias son tan calladamente devastadoras como la del protagonista de esta peli. Volver a donde se marchó hace tiempo y encontrarse, en medio de una fiesta de cumpleaños, con la mujer de la que sigue perdidamente enamorado. Es como si hubiera dos fiestas. Los unos, desde la orilla, no pararan de reírse en la suya, mientras que el recién llegado se muere de dolor en el barco de enfrente donde le han colocado la suya, zarandeado sin parar por el oleaje de un brutal temporal que nada mas a él le afecta. Convendrá conmigo que eso es mucho peor que la vida de los peces.
Como todo lo que tiene que ver con el amor se produce una inevitable situación de extrañamiento. El enamorado deja de poner los pies en la tierra, quedando a merced de la fuerza imparable que lo arrebata y subyuga. No sabe detenerse a tiempo, no ha sabido evitar que la presencia de aquella mujer no lograra arrasarlo. Va de una habitación a otra, sube y baja escaleras, avanza y retrocede, y el espectador no sabe si es la cámara quien va detrás de él o quien le empuja. Mas que el rostro y los aspavientos previsibles en estos casos, es ese zig zag del cuerpo del protagonista el que mejor representa la curva del dolor que lo atenaza. Quiere morirse y no puede, quiere irse y el jolgorio de los amigotes se lo impide. Todo lo hace muy despacio, sin ruido, como cuando alguien sigue vivo sin saberlo.
Un poco antes de la recta final de la peli los dos amantes se encuentran cara a cara. Las miradas delatan lo alto que se encuentra todavía el amor que se profesan, pero no hay fusión de los cuerpos. Se aíslan de la fiesta metiéndose en una de las habitaciones de la casa, prefiriendo seguir mirándose con cara de ungidos y hablar de lo que les ha pasado. El espectador agradece esta decisión del director, ya que me deja intacta la libertad de seguir mirando y oyendo, impidiendo que me distraiga con las servidumbres del desahogo sexual de los amantes, mas que previsible en la mayoría de similares ocasiones.
En los años que han estado separados la vida se ha colado entre medias de su amor. Los hijos de ella y la nostalgia de aquellos días irrepetibles de él, son los nuevos competidores incómodos que les han salido al paso. Ella lleva a los suyos en su teléfono móvil, él lo que ya nunca volverá en su mirada. A ella los críos parece que le han devuelto a la vida. Sonríe orgullosa cuando los mira en el mobil y cuando los enseña a sus amigas. Para él, la nostalgia es una de las avanzadillas con que percibe el fracaso que se le va a echar encima.
La fiesta, como lo único verdaderamente sólido, continua a pleno rendimiento dentro de la casa. Pero ese momento de la intuición, que precede a la constatación de que todo se va a ir definitivamente a la mierda, les llega al mismo tiempo tanto a los protagonistas como al espectador. Lo cual es debido al pulso diestro del señor Bize en el manejo de la cámara, que pone hábilmente al servicio de la obtención de sus intrincados propósitos.
miércoles, 19 de octubre de 2011
CÍRCULO
Fue durante el paseo rutinario, al atardecer, acompañado de mi perro, cuando me di cuenta de que mi vida era lo más parecido a un círculo. Hasta ese momento había estado convencido de que llegar algún día a la meta, era cuestión de tirar siempre hacia delante. No importaba los obstáculos que tuviera que salvar, ni los acosos y ostigamientos de toda índole a los que tuviera que hacer frente. Aquella tarde, sin embargo, me di cuenta con extraña lucidez que el principio se me amontonaba con el final. Que las causas y efectos de lo que hacía se encontraban, sin aspavientos, a la vuelta de la esquina. En fin, que mi pecho y mi espalda eran intercambiables.
Desde el principio noté que era imprudente atribuir tal descubrimiento a algún acontecimiento de extrema repercusión que me hubiera sucedido en el pasado. Aquel desengaño amoroso de hacía ocho años o la traición imperdonable de mi mejor amigo. Nada de eso. Actividades tan elementales como observarme en el espejo cada mañana con algo mas de detenimiento, o estar atento a la ingobernabilidad de los movimientos del perro, habían sido mas que suficientes para darme cuenta de lo que me estaba pasando.
Ante la evidencia de que el sentido de mi vida ya no apuntaría jamás hacia un más allá, ni que mis actos volverían a ser consecuentes los unos con los otros, empecé a preocuparme por cual sería el centro alrededor del cual giraba mi nueva existencia circular. Me cogí unos días de vacaciones, con la intención de no moverme de casa y pensar sobre el asunto. A ver si la quietud y la falta de contacto con el trajín diario me permitían averiguar algo sobre lo que me había propuesto. Mi mujer, comprensiva, se ofreció a sacar al perro a dar sus habituales paseos. Al cabo de los tres día comprobé que no había sido una decisión acertada. Aun así insistí hasta el último, no fuera que todo se debiese a mi falta de hábito, acostumbrado como estaba a verlo y sentirlo todo bajo la influencia del horizonte inapelable de un mas allá.
El primer día que me incorporé al trabajo en la oficina noté, mientras bajaba las escalares del metro, un fuerte y desconocido desasosiego. Primero lo sentí en el centro del estómago y poco después se desplazó hasta la periferia del corazón, volviendo de nuevo al estómago. Lo primero que pensé fue en una crisis cardíaca. Me detuve y me senté en el premer banco del andén. Los que estaban por allí se interesaron por lo que me pasaba. Les respondí que nada, que no pasaba nada, que estaba bien, solo era un ligero desvanecimiento. Y no les mentí. Pasados los primeros minutos de sorpresa, aquel revoloteo entre el estómago y el corazón comenzó a deleitarme.
Pasada una media hora, me levanté y me introduje en el primer tren que entró en la estación. La euforia inicial fue creciendo hasta el punto de que no me dí cuenta de apearme en la parada que me tocaba. Cuando llegué a la última estación de la línea, sin pensármelo dos veces, me canvié de anden y volví por donde había venido, olvidándome de nuevo de bajarme donde me correspondía. Así continué hasta el último tren, ya en el día siguiente. La sensación de estar siempre de vuelta y, al mismo tiempo, de no haber llegado todavía, se apoderó de mi con tal fuerza que pensé que, tal vez, hubiera alcanzado el punto equidistante. Esa nueva meta que andaba buscando.
Luego me puse a descansar tendido entre dos cartones, que me prestaron los inquilinos nocturnos habituales del metro. Muy fatigado, a punto de cerrar los ojos, todavía tuve tiempo de acordarme del perro, que siempre que no duermo en casa ocupa mi lugar en la cama junto a mi mujer.
Desde el principio noté que era imprudente atribuir tal descubrimiento a algún acontecimiento de extrema repercusión que me hubiera sucedido en el pasado. Aquel desengaño amoroso de hacía ocho años o la traición imperdonable de mi mejor amigo. Nada de eso. Actividades tan elementales como observarme en el espejo cada mañana con algo mas de detenimiento, o estar atento a la ingobernabilidad de los movimientos del perro, habían sido mas que suficientes para darme cuenta de lo que me estaba pasando.
Ante la evidencia de que el sentido de mi vida ya no apuntaría jamás hacia un más allá, ni que mis actos volverían a ser consecuentes los unos con los otros, empecé a preocuparme por cual sería el centro alrededor del cual giraba mi nueva existencia circular. Me cogí unos días de vacaciones, con la intención de no moverme de casa y pensar sobre el asunto. A ver si la quietud y la falta de contacto con el trajín diario me permitían averiguar algo sobre lo que me había propuesto. Mi mujer, comprensiva, se ofreció a sacar al perro a dar sus habituales paseos. Al cabo de los tres día comprobé que no había sido una decisión acertada. Aun así insistí hasta el último, no fuera que todo se debiese a mi falta de hábito, acostumbrado como estaba a verlo y sentirlo todo bajo la influencia del horizonte inapelable de un mas allá.
El primer día que me incorporé al trabajo en la oficina noté, mientras bajaba las escalares del metro, un fuerte y desconocido desasosiego. Primero lo sentí en el centro del estómago y poco después se desplazó hasta la periferia del corazón, volviendo de nuevo al estómago. Lo primero que pensé fue en una crisis cardíaca. Me detuve y me senté en el premer banco del andén. Los que estaban por allí se interesaron por lo que me pasaba. Les respondí que nada, que no pasaba nada, que estaba bien, solo era un ligero desvanecimiento. Y no les mentí. Pasados los primeros minutos de sorpresa, aquel revoloteo entre el estómago y el corazón comenzó a deleitarme.
Pasada una media hora, me levanté y me introduje en el primer tren que entró en la estación. La euforia inicial fue creciendo hasta el punto de que no me dí cuenta de apearme en la parada que me tocaba. Cuando llegué a la última estación de la línea, sin pensármelo dos veces, me canvié de anden y volví por donde había venido, olvidándome de nuevo de bajarme donde me correspondía. Así continué hasta el último tren, ya en el día siguiente. La sensación de estar siempre de vuelta y, al mismo tiempo, de no haber llegado todavía, se apoderó de mi con tal fuerza que pensé que, tal vez, hubiera alcanzado el punto equidistante. Esa nueva meta que andaba buscando.
Luego me puse a descansar tendido entre dos cartones, que me prestaron los inquilinos nocturnos habituales del metro. Muy fatigado, a punto de cerrar los ojos, todavía tuve tiempo de acordarme del perro, que siempre que no duermo en casa ocupa mi lugar en la cama junto a mi mujer.
lunes, 17 de octubre de 2011
TAXI DRIVER. 35 AÑOS DESPUÉS
35 años después es un subtítulo que interpela directamente al espectador. Al paso del tiempo, es decir, de su tiempo. La película es la misma hace 35 años que hoy, y que lo será 35 años mas tarde. El que ha cambiado es el único que puede cambiar, el espectador y su mirada respecto lo que le rodea.
La cara oculta de la Nueva York de los años setenta (tambien podía haber pasado en Barcelona, dejando solo las puertas de los taxis de amarillo); la inadaptación y la marginación en las grandes ciudades; la violencia urbana consecuencia de las drogas y el paro; la sexualidad furtiva y mercenaria que propicia el anonimato de la gran ciudad; una de taxistas y el costumbrismo urbano consecuente; y en este plan. Son formas de ver Taxi Driver que ya hemos visto o que nos han dicho que han visto. Pero llegados a hoy, como antaño, Travis Bickle, su principal protagonista, continua siendo un desconocido.
Se trata de dejar de lado el peso de esa herencia hermeneútica, y sus logros correspondientes, y mirar la peli por si misma, quitándonos de encima la preocupación de que eso tenga que desembocar, otra vez como cuando entonces, en una tesis demostrativa o en alguna reflexión de índole finalista, redentora o apocalíptica.
Verla por si misma significa acompañar, en el momento mismo de la proyección, el itinerario vital de Travis Bickle tal y como nos lo muestra Scorsese, mediante la planificación y el montaje que ha elegido, y el ritmo, el tono y el punto de vista de la historia. Es decir, mediante lo propio del lenguaje cinematográfico. Sin otros mediadores. Como si la mirada del espectador fuese una esencia, por hablar en terminos platónicos, que no tiene a ninguna otra situda por encima de ella a la que tuviera que rendirle cuentas, que le obligara a decir, por ejemplo, que es una obra maestra. Verla estando mas preocupados por comprobar como nos afecta hoy su aspecto sensible, que por la urgencia de hacer inteligible lo que vemos o por mantenerla en un ranking de celebraciones.
A canas y arrugas descubiertas comprobaremos, así, como nos ha afectado realmente el paso del tiempo al volver a verla.
La cara oculta de la Nueva York de los años setenta (tambien podía haber pasado en Barcelona, dejando solo las puertas de los taxis de amarillo); la inadaptación y la marginación en las grandes ciudades; la violencia urbana consecuencia de las drogas y el paro; la sexualidad furtiva y mercenaria que propicia el anonimato de la gran ciudad; una de taxistas y el costumbrismo urbano consecuente; y en este plan. Son formas de ver Taxi Driver que ya hemos visto o que nos han dicho que han visto. Pero llegados a hoy, como antaño, Travis Bickle, su principal protagonista, continua siendo un desconocido.
Se trata de dejar de lado el peso de esa herencia hermeneútica, y sus logros correspondientes, y mirar la peli por si misma, quitándonos de encima la preocupación de que eso tenga que desembocar, otra vez como cuando entonces, en una tesis demostrativa o en alguna reflexión de índole finalista, redentora o apocalíptica.
Verla por si misma significa acompañar, en el momento mismo de la proyección, el itinerario vital de Travis Bickle tal y como nos lo muestra Scorsese, mediante la planificación y el montaje que ha elegido, y el ritmo, el tono y el punto de vista de la historia. Es decir, mediante lo propio del lenguaje cinematográfico. Sin otros mediadores. Como si la mirada del espectador fuese una esencia, por hablar en terminos platónicos, que no tiene a ninguna otra situda por encima de ella a la que tuviera que rendirle cuentas, que le obligara a decir, por ejemplo, que es una obra maestra. Verla estando mas preocupados por comprobar como nos afecta hoy su aspecto sensible, que por la urgencia de hacer inteligible lo que vemos o por mantenerla en un ranking de celebraciones.
A canas y arrugas descubiertas comprobaremos, así, como nos ha afectado realmente el paso del tiempo al volver a verla.
jueves, 13 de octubre de 2011
ANDE O NO ANDE, NIÑO GRANDE
Si como dicen algunos expertos, ay los expertos, que la sociedad occidental se ha infantilizado debido a la superabundancia que, a su vez, es la que ha provocado esta crisis, lo tenemos bastante complicado para salir de ella, ya que quien con niños se acuesta meao se levanta.
Si como, también, dicen hay tanto y de todo, y vivimos en un estancamiento cuya única evaporación es una queja permanente, debe ser porque debe haber poco de lo necesario para salir del atasco. A no ser que, contradiciendo lo propio de la naturaleza humana, consideremos lo que hay como la estación término de nuestra evolución, algo a todas luces improbable. Pero lo cierto es que nada de lo que hay apunta en otra direccción. Queda por dilucidar si la infantilización de la sociedad occidental es el careto con que se oculta nuestro espanto, ante la responsibilidad y madurez que requiere una crisis tan compleja como la que hemos producido, a base de acumular infantilmente tanto y de todo.
La máscara de lo directo y sencillo con que pretendemos que nos entiendan y nos aplaudan ganando elecciones o galardones, haciendo colegas y organizando saraos y eventos con que mantenernos constantemente entretenidos, sería así la fórmula que se nos ha ocurrido para diferir lo mas posible el coger el toro de la crisis por sus cuernos, mientras los stocks de tanto y todo aguanten.
Porque en términos literalmente infantiles sería sencillo de solucionar este endiablado cotarro en que nos hemos metido. Ya sabe con aquello de: niño deja ya de joder con la pelota, eso no se pide, eso nos se quiere, eso no se toca, y tal y tal. Lo que ocurre es que la máscara infantil, por mucho tiempo que se lleve puesta, nunca acaba por engullir a la persona adulta. Lo que si hace es ahondar más en su pérdida del sentido de lo real, al dificultar su respiración y contacto con el entorno. En esas estamos.
Y es que al niño grande le siguen gustando que le cuenten historias de buenos y malos, donde aparezcan por un lado la codicia de unos y por otro la lastimosa impotencia de los demás. Monstruos, magias, precipicios, explosiones y catástrofes han sido y son la serie de explicaciones ofrecidas por las autoridades al niño grande de hoy. El grande hundido en las simas de su cuerpo y de su alma no se lo cree, pero el niño, que llevaba dentro y lo ha sacado afuera, lo utliza como escudo antimisiles, consiguiendo un efecto maravilloso, que todo se convierta en las fantasías que cuentan a los pequeños para que se duerman.
Libros de autoayuda, de filosofía, de sexualidad o de educación, series de televisió o peliculas en serie, etc,...no llaman la atención. Esto sería entendido por los moralistas como meterse en conciencia ajena y penado, por tanto, por los juristas como un delito de allanamiento de morada. Lo único que invocan es la distracción. Pasar por el rato que el grande les presta y dejar el territorio más o menos igual de llano que cuando el niño aun no lo había recorrido.
Mientras la lógica implacable de la existencia le va corroiendo por dentro, dejando su huella en un rostro cada vez mas tumefacto. Ciertamente, como si le estuviesen dando una paliza.
Si como, también, dicen hay tanto y de todo, y vivimos en un estancamiento cuya única evaporación es una queja permanente, debe ser porque debe haber poco de lo necesario para salir del atasco. A no ser que, contradiciendo lo propio de la naturaleza humana, consideremos lo que hay como la estación término de nuestra evolución, algo a todas luces improbable. Pero lo cierto es que nada de lo que hay apunta en otra direccción. Queda por dilucidar si la infantilización de la sociedad occidental es el careto con que se oculta nuestro espanto, ante la responsibilidad y madurez que requiere una crisis tan compleja como la que hemos producido, a base de acumular infantilmente tanto y de todo.
La máscara de lo directo y sencillo con que pretendemos que nos entiendan y nos aplaudan ganando elecciones o galardones, haciendo colegas y organizando saraos y eventos con que mantenernos constantemente entretenidos, sería así la fórmula que se nos ha ocurrido para diferir lo mas posible el coger el toro de la crisis por sus cuernos, mientras los stocks de tanto y todo aguanten.
Porque en términos literalmente infantiles sería sencillo de solucionar este endiablado cotarro en que nos hemos metido. Ya sabe con aquello de: niño deja ya de joder con la pelota, eso no se pide, eso nos se quiere, eso no se toca, y tal y tal. Lo que ocurre es que la máscara infantil, por mucho tiempo que se lleve puesta, nunca acaba por engullir a la persona adulta. Lo que si hace es ahondar más en su pérdida del sentido de lo real, al dificultar su respiración y contacto con el entorno. En esas estamos.
Y es que al niño grande le siguen gustando que le cuenten historias de buenos y malos, donde aparezcan por un lado la codicia de unos y por otro la lastimosa impotencia de los demás. Monstruos, magias, precipicios, explosiones y catástrofes han sido y son la serie de explicaciones ofrecidas por las autoridades al niño grande de hoy. El grande hundido en las simas de su cuerpo y de su alma no se lo cree, pero el niño, que llevaba dentro y lo ha sacado afuera, lo utliza como escudo antimisiles, consiguiendo un efecto maravilloso, que todo se convierta en las fantasías que cuentan a los pequeños para que se duerman.
Libros de autoayuda, de filosofía, de sexualidad o de educación, series de televisió o peliculas en serie, etc,...no llaman la atención. Esto sería entendido por los moralistas como meterse en conciencia ajena y penado, por tanto, por los juristas como un delito de allanamiento de morada. Lo único que invocan es la distracción. Pasar por el rato que el grande les presta y dejar el territorio más o menos igual de llano que cuando el niño aun no lo había recorrido.
Mientras la lógica implacable de la existencia le va corroiendo por dentro, dejando su huella en un rostro cada vez mas tumefacto. Ciertamente, como si le estuviesen dando una paliza.
miércoles, 12 de octubre de 2011
ESA FORMA DE HABLAR
Me imagino que debe ser cosa mía, pero entrar en París por vía férrea hace que me aumente la sensación de decadencia que envuelve a la ciudad de la luz. Ni la visita a La Défense logra quitarme de encima ese manto que me envuelve y acompaña. En esta ocasión, además, llevaba encima el recuerdo reciente de la muerte de Jobs, lo que acentuó los pliegues del sentimiento. Y para que no me pudiera escapar de él, nos instalamos en un apartamento de Montmartre. Así que decidí colocarme el traje de flâneur desde el primer momento, y que fuera donde mis pasos y mi mirada me llevaran.
“Flanear” en París es seguir la estela del fracaso. Las mas importantes revoluciones de nuestra modernidad burguesa se iniciaron allí, y en sus calles mismas sucumbieron. La atmósfera que resultó de todo aquello es la que perdura y la que recibe al visitante nada mas bajarse del tren. Está en todo. En los edificios, en los cafés, en los palacios, en las tiendas, en las grandes avenidas, en las calles pequeñas, en los rincones secretos, en los lugares insólitos. No es, sin embargo, una sensación de derrota irreversible, pero lo que si me doy cuenta es que allí ya no queda fuerza como antaño, para enfrentarse contra todo lo viejo y crear algo nuevo y definitivo, como tantos y tantos soñaron, y sueñan todavía. Lo que es viejo reluce aun como si hubiera sido inaugurado el mes pasado. La opera de Garnier, por ejemplo, y todo el barrio que preside. Cómo llamar vieja a semejante maravilla. Lo que es viejo sigue siendo nuevo, pero los parisinos necesitan estar a la última, siendo siempre los primeros.
Es esa forma de hablar y de nombrar que tienen lo que mas desconcierta, y lo que yo creo que mas les dificulta a la hora de aceptar la realidad que tienen encima. Es esa imposibilidad que padecen, con esa fe irreductible que en todo lo que dicen y de decirlo sin parar, de no poder ser otra cosa que modernos. Como una maldición arrastran ese estigma. Todavía sin entender, que no hay peor enemigo de la modernidad que los modernos y sus moderneces.
Lo nuevo aparece en formas discretas, que en muchos casos son de exportación. Pero me he vuelto a poner otra vez delante de la Torre Eiffel, y otra vez he vuelto a tener la sensación de que hay algo insuperable en su magnificencia. Y es en esta seducción donde yo creo que se encuentra la decadencia de la que hablaba antes. Que no es un sentimiento indeseable para el viajero que viene de provincias, pero que yo creo que se vuelve contraproducente para el parisino, ya que para él deja de ser una sensación y se convierte en un certidumbre incuestionable. Y así con todo lo demás.
Total que, “flaneando flaneando”, llegué hasta el museo de Mormattan y sin dilación me puse delante de las Impresiones del sol naciente de Monet. Y de nuevo, en una mañana gris, el sol volvió a salir en Paris, y lució delante de mi como si fuera el primer día de la creación. Luego, mediante otro golpe de flaneur, y siguiendo la estela de la luz, la Santa Chapelle me sumergió en el París mas antiguo, un relicario que no ha perdido ni un ápice de su contemporaneidad.
Hubo entre medias tiempo también para el cuché, que a todo hace el flaneur, tomando un café en la Perle, allí donde John Galiano, diseñador principal de la casa de moda Dior, perdió los galones, debido a un ataque incontrolado de nazismo contra una pareja de judíos que se encontraban casualmente sentados a su lado. Y tiempo para la monarquía decapitada, visitando la Capilla Expiatoria, donde enterraron los cuerpos de Luis XVI y Maria Antonieta, poniendo convenientemente sus cabezas entre las piernas, según las normas de Monsieur Guillotin.
Y es que flanear, ese gran invento de la modernidad parisina, me permite precipitar en la imaginación el gran sueño que los físicos cuánticos buscan desesperadamente: detener el tiempo haciendo uso de la velocidad de la luz. No le quepa la menor duda, para estos experimentos París es el mejor laboratorio del mundo.
viernes, 7 de octubre de 2011
JOBS. IN MEMORIAM
A uno se le estropeó el sistema neurotransmisor del cerebro y al otro una de las piezas claves del sistema endocrino. Pero ninguna de esas dos averias les afectó a su talento y a su genio. Digamos, con lenguaje de Palo Alto, que les falló el hardware pero mantuvieron el software fuera del mandato de esa rala obviedad que se acaba imponiendo a la vida. Ha muerto Steve Jobs, 122 años después de que lo hicera Van Gogh.
Creo que Jobs ha sido el que mejor ha interpretado y puesto en práctica la máxima aristotélica, en la que venía a decir que el auténtico bienestar del individuo no puede prescindir del desarrollo de su imperioso aliento creativo. La única esclavitud es aquella que impide que se pueda llevar a cabo. No es el dinero, ni un puesto de trabajo fijo, ni un lugar destacado en la piramide social, es no poder poner en práctica nuestras capacidades creativas, lo que en verdad nos sumerge en los pozos de la alienación. Hasta ahora el desarrollo del maquinismo nos ha ido liberado de las penurias del esfuerzo físico, pero no de la alienación.
Sin embargo la pregunta parece inevitable, ¿cómo es posible que habiendo llegado a las mas altas cotas de ineficiencia y ineficacia en la organización social y política no pase nada destacable? ¿cómo es posible con un sistema educativo como el que padecemos, que difiere poco del que era vigente en la época del general Prim? ¿cómo con un sistema productivo deudor, en muchos sectores, del neolítico? ¿cómo con cinco millones de parados? Nada destacable, me refiero, si lo comparamos con lo que ocurría en el mundo cuando no existían tipos como Jobs, Zuckerberg, Gates, etc.
Poetas que hayan cantado a la liberación de los pueblos, de las clases oprimidas,... han existido siempre. Hemos tenido en la mano escritos sus poemas, y los hemos recitado de memoria solos o en compañía. Incluso hemos intentado escribir los nuestros y dárselos a conocer a los otros. Pero nadie como estos nuevos poetas norteamericanos han creado lo necesario para liberar al individuo a la velocidad de la luz y en todas las direcciones posibles. Un mundo sin fronteras así, es lo propio y lo que siempre necesita la creatividad de cada persona.
Cuando mucha gente lo único que tiene por delante es un futuro mas que jodido, solo le queda la intuición, la imaginación y el aire libre. Preguntémonos porque toda esa fuerza no se traduce, como antaño, en hacer visible un mundo mejor. Algaradas, cargas policiales, declaraciones, acampadas, cargas policiales, manifestaciones, gritos, pintadas, carteles, cargas policiales, y tal y tal. Pasa el tiempo y todo sigue igual, al cabo. Nada de lo que pasa hoy, emulando a lo de otras épocas gloriosas, es comparable a la fuerza arrebatadora y determinante de los fundadores y visionarios de estos menesteres emancipadores. Aquellos jóvenes revolucionarios de Paris de hace dos siglos y pico. En cinco años cambiaron verdaderamente el mundo para siempre.
Y es que en un mundo sin fronteras, como han hecho posible Jobs y sus compas de generación, luchar por un mundo mejor ha perdido todo aquel primordial sentido afrancesado. Uno se puede estar muriendo de hambre, pero sobrevivirá si está conectado de inmediato a lo que se dice, y, sobre todo, a lo que uno puede decir sobre lo se dice en ese mundo. La bohemia tampoco volverá a ser lo que fue, como cuando entonces, en París.
Qué banqueros, traficantes y demagogos llenen el continente africano de iPads y iPhons, y veremos la autentica luz que habita en el corazón de sus tinieblas. El mejor homenaje que se puede hacer a Steve Jobs.
miércoles, 5 de octubre de 2011
LA INUTILIDAD DE LA CERTIDUMBRE
Fue la irrupción de aquel patán, intentando ligar en medio de la noche provenzal de Arles, una anécdota de esas que ayuda a llenar de certidumbre inevitable todo lo que nos rodea, una anécdota que empuja a la categoría de dogma esa frase que todo el mundo tiene a punto para soltarla en cualquier momento, una vez que la conversación se encalla: es lo que hay. Si todo el mundo usa esta frase como corolario de cualquier digresión o razonamiento, por simple que sea su aliento, quiere decir que no hay mas y que, por tanto, es inútil la búsqueda.
Oída allí en Arlés, bajo la influencia del espectro de Van Gogh, la conclusión es bien distinta: lo que hay es lo que sobra. Lo que hay nos instala en un espejismo de aparente claridad. Lo que hay no hace otra cosa que sustituir un lo que hay por otro. Lo que hay elimina todo lo que le sobra, para que nunca podamos imaginar lo que puede llegar a ser. A eso se le llama cordura.
Van Gogh vivió siempre acosado por la incertidumbre y sabía que el misterio que le rodeaba no lo podría esclarecer nunca. Sabía que fuera del estrecho círculo que él creaba con su luz todo eran tinieblas y misterio. Sabía que los caminos de Arles no lo llevaban a ninguna parte, pero si cada día no cogía su caballete y sus pinceles, y caminaba por alguno hasta llegar a un sitio donde colocarse, era el quien era incapaz de levantarse de la cama. A eso le llamaron locura.
¿Para que sirven lo muertos?, le preguntó un día mi hermana a mi abuela cuando éramos pequeños: los muertos sirven para que los vivos vivan. De repente en el recreo escolar, el otro día, un niño de 8 años pregunto que era una puta, otra niña de su misma edad le respondió: una señora que esta al pie de la carretera para contar los coches que pasan. Los caminos no suelen ir a ninguna parte, pero sino volvemos sobre los que recorrieron los muertos e ignoramos los que inician los niños, seremos nosotros los que nunca llegaremos a parte alguna ni a nada. Son de los que no hay. Imagine.
Oída allí en Arlés, bajo la influencia del espectro de Van Gogh, la conclusión es bien distinta: lo que hay es lo que sobra. Lo que hay nos instala en un espejismo de aparente claridad. Lo que hay no hace otra cosa que sustituir un lo que hay por otro. Lo que hay elimina todo lo que le sobra, para que nunca podamos imaginar lo que puede llegar a ser. A eso se le llama cordura.
Van Gogh vivió siempre acosado por la incertidumbre y sabía que el misterio que le rodeaba no lo podría esclarecer nunca. Sabía que fuera del estrecho círculo que él creaba con su luz todo eran tinieblas y misterio. Sabía que los caminos de Arles no lo llevaban a ninguna parte, pero si cada día no cogía su caballete y sus pinceles, y caminaba por alguno hasta llegar a un sitio donde colocarse, era el quien era incapaz de levantarse de la cama. A eso le llamaron locura.
¿Para que sirven lo muertos?, le preguntó un día mi hermana a mi abuela cuando éramos pequeños: los muertos sirven para que los vivos vivan. De repente en el recreo escolar, el otro día, un niño de 8 años pregunto que era una puta, otra niña de su misma edad le respondió: una señora que esta al pie de la carretera para contar los coches que pasan. Los caminos no suelen ir a ninguna parte, pero sino volvemos sobre los que recorrieron los muertos e ignoramos los que inician los niños, seremos nosotros los que nunca llegaremos a parte alguna ni a nada. Son de los que no hay. Imagine.
martes, 4 de octubre de 2011
LA CASA AMARILLA Y EL LOCO DEL PELO ROJO
Los seres humanos tendemos tanto a idealizar sobre lo que vemos y pensamos porque estamos perdidamente enamorados de esos lugares donde se pueda no calmar el dolor, sino amar sin su estremecedora y angustiosa presencia.
El otro día me acerqué a la ciudad de Arles, ya que estoy convencido que desde donde vivo la Provenza es una de las formas que ha adquirido el Paraíso sobre la faz de la Tierra. Pero también para volver sobre la trenza vital y artística de un hombre, que con su existencia puso en solfa la primera aseveración de este escrito pero que, al mismo tiempo, supo hacer de su pintura un refugio donde calmar el tormento que le acompañó siempre, y, al mismo tiempo, ofrecer al mundo una nueva manera de mirar y de excitar la imaginación, dando cuerpo quizás, solo al final de ese proceso, a una idea. La cual seria fruto de su fiebre poética no de un juicio o de una mezcla de juicios previos entre lo que puede ser un loco y su locura. Como habrá podido deducir me estoy refiriendo a Vincent Van Gogh.
Van Gogh llegó a Arles en febrero de 1888 y se fue en mayo de 1889. En esos meses su enfermedad mental le hizo naufragar de forma irreversible, hasta que se suicidó, dos meses después de dejar Arles, en Auvers cerca de Paris. En paralelo a ese deterioro de su salud, su talento artístico adquirió las cotas mas elevadas, pudiendo decir que Arles dio el empujón definitivo al extremismo de sus sentidos lo que le posibilitó la creación de sus piezas mas significativas, y ,también, la entrada y pertenencia para siempre al panteón de los pintores ilustres.
La luz era y es de la Provenza, pero los colores y retorcimientos que Van Gogh impuso a su naturaleza, a las cosas y las personas que allí habitaban y que dejo impresos en sus cuadros, tuvieron que ver con la fidelidad a sus sentidos que esa luz recientemente descubierta le provocaba, y nada con su enfermedad mental, como el punto de vista psicológico quiere hacernos creer. Es como si las deformaciones y alteraciones respecto a lo natural, en que se fundamenta casi todo el arte contemporáneo, fueran debidas necesariamente a mentes perturbadas. Si tuvo que ver con la determinación de no sacrificar nunca sus sentidos en beneficio del entendimiento de lo que miraba. La gama de estados de ánimos en que vivió, desde la esquizofrenia hasta los momentos de lucidez, pudieron coincidir, o no, con esa determinación, pero nunca llegar a ser su razón de ser. Eso era algo a lo que únicamente sus sentidos lo obligaban: expresarse mediante la invención de un mundo sensible y coherente. Esa era la única fuerza que lo hacia levantarse y mantenerse en pie cada día, al lado de su caballete y sus pinceles.
El Arles que pintó Van Gogh hace ciento veinte años seguro que no se parecía al que lo recibió enfermo, solo y casi sin dinero. De igual manera que el Arles que yo me voy imaginado durante el viaje dista bastante del que visité y del que luego he imaginado para escribir esta crónica. Lo primero que hice, al llegar a la bella ciudad provenzal, fue ir a la Plaza Lamartine y colocarme delante de la Casa Amarilla. No existe, un bombardeo en la segunda guerra mundial la destruyó para siempre, pero el cuadro de Van Gogh me la reproduce como un holograma. Y de nuevo me conmoví al pensar, que el pobre hombre alquiló aquella casa porque quería juntar en ella a los pintores que estaban desperdigados y sin protección por toda la ciudad. Mi mujer dice que le interesa mas verla de noche, así se disimulan mejor los exabruptos y roces con la realidad en el barrio de la caballería donde esta ubicada, fuera del recinto amurallado. Seguro que tiene razón. Pero a mi me gusta mas verla de día, aunque no sea luminoso como pasó esta última vez. La luz, era la luz lo que descubrió este hombre nada más apearse del tren en Arlés. Por eso yo quiero estar delante de donde sigue la luz, aunque ya no ilumine a la casa. Luego me fui a cenar al Cafe de Nuit, en la plaza del Foment, dentro del recinto amurallado y donde se celebraban los contratos diarios de trabajo. A mi mujer, en este caso, le gusta mas disfrutar la estancia antes del mediodía, ya que es la mejor manera de conjurar los quejidos ásperos de lo laboral. Aceptando ese riesgo, tal y como está el panorama, preferí ir de noche, tal y como lo pintó Van Goth. Todo iba según el guión que describe la narración del cuadro, hasta que un patoso se puso a ligar con las camareras, tal y como solo lo saben hacer los patosos. Otra vez mi mujer volvía a tener razón. Como siempre, la vida irrumpió sin previo aviso y, como Adan y Eva, fuimos expulsados del Paraíso.
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