miércoles, 22 de septiembre de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 7




LA CHICA DE PUEBLO SE COME BERLÍN

Permítame que entre en el centro de Berlín a través de un tiempo que ya no existe, pero de la mano de una de sus vecinas universales y eternas.

Parece inevitable convenir que aquel 27 de diciembre de 1901 fue un día especial porque nació una niña especial. Al igual que en cada centuria, un par de veces al menos, se necesita ponerlo todo patas arriba, aparecen tipos que forman parte de una especie que parece desconocida. No vienen de ningún planeta extraño, viven entre nosotros desde siempre.

La Gran Guerra había puesto por primera vez todo al revés en el siglo XX. Si en Chicago mandaban los gansters y el incumplimiento de la ley seca, Berlín era sencillamente Sodoma y Gomorra, después de la guerra lo permitía todo. Lo cual no era contradictorio (la vida es así) con que en 1922 se empezaba a incubar el segundo gran cataclismo del siglo que protagonizarían los nazis años más tarde. Marlene Dietrich cabalgaba desbocada sobre Berlín como una fuerza más salida de semejante torbellino, que procedía del mismo crisol incandescente donde anidan toda las fuerzas capaces de ponerlo todo patas arriba. Recorría la ciudad a lo largo y ancho, de arriba a abajo, de noche y de día, representando cualquier tipo de mujer aquí o allá (poseía el mayor almacén de atrezzo de la ciudad), coqueteando con la vulgaridad pero sin caer nunca en ella. Le encantaba recorrer las calles de prostitución berlinesas, donde las lumis exhibían su angelical palmito vestidas de blanco. Se metía de coz y hoz en los cabarets que proliferaban como setas en la ciudad. Allí se relacionaba con los travestís, a los que tanto adoró durante toda su vida, siendo correspondida igualmente por ellos que se embelesaban con su imagen andrógina, correlato de sus incipientes apetencias bisexuales.

Una nueva forma de representación, que hacía poco más de veinticinco años había hecho su tímida presentación en París, por aquel entonces capital cultural indiscutible del mundo mundial, había decidido dar un paso adelante y convertirse, aprovechando la enorme resaca de la Gran Guerra, en una industria con vocación de entretener a lo grande a todo el mundo que se dejase, que prácticamente, después de tanto sufrimiento, venía a coincidir con todo el mundo. Me estoy refiriendo a la industria del cine, que igualmente energética pululaba por la capital alemana a la busca de quien quisiera llegar a lo más alto, ocupando el olimpo de los dioses tradicionales, muertos para siempre según diagnóstico del gran Nietzsche. Como puede usted suponer el encuentro con Marlene era cuestión de tiempo.

Su hija lo refiere así: a la primera contratación de extras Marlene se presentó con sombrero de pirata con una pluma de cola de faisán ensartada en la copa, chaqueta de pana, un zorro rojo con sus cuatro patas, muerto hacía mucho tiempo, colgado del hombro y, calado en un ojo, el monóculo de su padre. Le dieron el papel.

A otro de los papeles a los que se presentó, amiga o demi-mondaine como se decía entonces a la prostitución de lujo, lo hizo con unos guantes verdes. El productor de la película, Rudolf Sieber, la eligió por ese detalle y más tarde le propuso matrimonio. Se casaron el día 17 de mayo de 1923 en el memorial emperador Guillermo. Marlene pasó a llamarse Frau Rudolf Sieber. Tenía 21 años. Rudi quería que su mujer asombrase al mundo pero sin abandonar el tono aristocrático. Tuvo a su única hija en 1924, y a continuación se separó de su marido. Volvíó al trabajo en 1925, el mismo año que Hitler publicó Mein Kampf. Berlín iba a toda máquina hacia su fatal destino, envuelto en telas de lentejuelas y lamé, humo, música, alcohol, juergas, risas y una inopinada despreocupación.

Y la industria del cine a su vera. La gran productora UFA era el mejor ejemplo de ello. En pocos años se había hecho con el cotarro cinematográfico de la ciudad, lo que favoreció el contrato de Josef von Sternberg para llevar a la pantalla la novela “Profesor Unrat” de Heinrich Mann, el hermano mayor del premio Nobel Thomas, nacidos los dos en Lucbek, punto de partida de este itinerario emocional sobre una bicicleta que estaba culminando, quinientos kilómetros rio arriba del Elba y de su afluente el Havel, en la capital de la entonces República de Weimar.

Si Berlín iba a toda máquina, y la Ufa era uno de sus motores, Marlene Dietrich era el otro, el más bello y carismático. El que más le gustaba experimentar, no por cambiar fácilmente de oficio, de adhesión política o de residencia. Le gustaba experimentar trajinado con sus nervios, con sus sentidos, con sus instintos, con sus pasiones, con sus valores, en fin, con sus dioses. Como puede suponer, no podía faltar a la cita. Lola, la puta portuaria, que tenía como misión engatusar al rígido pero soñador profesor Unrat, era un personaje que le venía como aquel guante verde a su mano. El rodaje de la película “El Ángel Azul” se puso en marcha y, con ella, el cambio del cine mudo al sonoro, el final de los guiños y las muecas expresionistas. La belleza enigmática del rostro y el cuerpo de Marlene se iban a encargar de suplirlo todo, de inaugurar una nueva y definitiva manera de mirar y mirarnos.

El 31 de marzo se estrenó “El Ángel Azul”, en el Gloria Palast. Inmediatamente después Marlene cogería un transatlántico, el Bremen, con destino a Nueva York. Su hija, años más tarde, reconocería que ella no tenía una madre pertenecía a una reina, que le gustaba sentarse a horcajadas sobre el trono.

Como cuando entonces, al llegar en bicicleta al Unter den Linden, el cielo de Berlín tenía color de acero.