martes, 7 de septiembre de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 6











EN SCHÖNEBERG CON MARIA MAGDALENA

Antes de la caída del muro, y durante buena parte del siglo XX, este barrio de Berlín era, al parecer de los cronistas, donde pasaba todo. Pero antes de que pasara todo, pasó algo más que lo que en cualquier pueblo cercano a una gran ciudad. Empezó a pasar el principio de lo que años más tarde sería todo y lo total. Y es que en esta época Berlín era, además de una gran ciudad, la capital del emergente y apabullante Segundo Imperio Germánico, cuyo emperador era Guillermo II y su artífice se llamaba Otto von Bismarck, el canciller de hierro. Ligeramente escorado hacia la parte suroccidental del centro berlinés, y a unos cinco o seis kilómetros de éste, en Schöneberg había mercados dos veces semanales, donde los campesinos y ganaderos de los alrededores se acercaban a vender sus productos. También había álamos altos, jardines floridos, plazas tranquilas y una arquitectura cuidada con esmero. Las farolas habían sido electrificadas, lo mismo que los troles habían hecho con los tranvías verdes oscuros y sus plataformas exteriores. Saludaban así a la nueva centuria sin que las unas alumbraran las boñigas entre las vías de los caballos que tiraban de los otros.

Como en todos los pueblos había chicos y había chicas. Había chicos que vestidos con el uniforme militar del imperio montaban con igual entusiasmo a sus briosos caballos que a sus bellas conquistas. Había chicas que obedecían a sus madres, respetaban a sus padres y que, aunque solo querían cumplir con el deber que la vida les había asignado, no podían evitar quedar rendidas ante los encantos de semejantes figurines prusianos. Y es que a finales del XIX y principios del XX el sueño y el espíritu de Postdam había llegado a su cima militar con el Segundo Imperio. Alemania era una de las potencias europeas importantes, sino la que más. Y Schöneberg era la puerta de entrada al centro político que estaba al frente de semejante grandeza.

Pero en Schöneberg también había chicos y chicos. Chicos que empezaban a quedar con chicos y chicos que frecuentaban con disimulo la cama de otros chicos. Rebuscando entre las fotografías antiguas o en las pinturas, que se pueden encontrar en las librerías antiguas o a pie de calle, pude ver algunas de las calles y plazas de Schöneberg de principios del siglo XX llenas de gentes bulliciosas paseando o sentadas en cafeterías o teatros. Entre la severidad prusiana se iba abriendo hueco una aire liberal y libertino que años más tarde tanto sedujo al escritor británico Christopher Isherwood, autor de la novela “Adiós a Berlín”, llevada al cine por Bob Fose con el título de “Cabaret”, que habitó alguna de sus casas y paseó por sus calles a la búsqueda de las nuevas sensaciones que proporcionaba al visitante la capital alemana de entreguerras.

Entre todo ese mundo cambiante de principios de siglo, crecía una chica precoz que no estaba dispuesta a esperar a que le llegara la edad en que su padre la transfiriera a manos de un buen marido. Mucho antes de ese fatídico turno para que la casaran, y es de suponer que abducida por ese ambiente liberal que ya respiraba, ella decidió salir por su cuenta y riesgo con chicos, y confesaba a quien quisiera oírle que le gustaba hacerlo. No era una prostituta, ni lo necesitaba para subsistir. No era una cortesana ni una resentida por amores frustrados. Acababa de dejar de ser una niña. Era mucho más sencillo que todo eso: estaba dando los primeros pasos de un itinerario vital, que con un par estrenaba una nueva libertad metida en unos pantalones. Noventa años más tarde pondría el epílogo en París, con una frase sacada del diccionario del misterioso caso alemán que ella representó como nadie, y que confesó en voz baja a un amigo que le acompañaba en el tálamo de la muerte. Bien podía haber sido el epitafio de su tumba, que se encuentra en el cementerio municipal del barrio, cerca de las calles donde empezó a gozar de su libertad recien estrenada y al lado del agujero donde reposa para siempre otra eminencia del glamour creativo contemporáneo, el fotógrafo Helmut Newton. La frase de marras dice así: “lo quisimos todo y lo conseguimos, ¿no es verdad?”.

En aquellos primeros años de su existencia en los que el mundo se le puso delante para comérselo, vivía con holgura y sin ningún temor de que eso pudiera cambiar durante el resto de su existencia. Su padre era un oficial prusiano, nacido en el seno de una familia aristocrática. Su madre era hija de un próspero relojero, que hacía verdaderas obras maestra de artesanía. La relación entre aristocracia y burguesía forma parte también del estilo propio alemán. Al contrario que en otros países europeos, cuajó muy tardíamente y a trompicones debido a la feroz resistencia de la primera, que no estaba dispuesta a compartir ni un ápice de sus privilegios milenarios. La burguesía se resignó, entonces, a aceptar su propia impotencia política, compensándolo con la creación de universos culturales abstractos e idealizados en los que se refugió, y desde los que se aupó y disparó a todo el continente la superioridad de la que hizo gala hasta 1945.

Después de casarse, sus progenitores se instalaron en una elegante casa de Schöneberg, porque su padre estaba destinado allí. Era la segunda hija del matrimonio y todo estaba programado para que, como buena alemana, ante cualquier disyuntiva siempre eligiera el deber. Sabía por tanto la vida que le esperaba: vigilar a los criados, supervisar personalmente el cuidado de la ropa de la casa, limpiar la vajilla de plata y el sacudido de las alfombras, vigilar la despensa, confeccionar el menú diario con la cocinera, bordar las iniciales del marido que a su padre le interesara, en fin, traer hijos al mundo. A todo dijo que no menos a lo último. Se llamaba María Magdalena. Pero usted y yo la conocemos con el nombre de Marlene. Marlene Dietrich.