viernes, 24 de septiembre de 2010
A CIEGAS, de Fernando Meirelles
ESPERANZAS DESESPERADAS
¿Qué ocurre cuando las fuerzas que tiran del mundo se ponen a dar tarascadas sin ton ni son, a diestro y siniestro? Te das cuenta de lo insignificantes que somos, de lo que poco que contamos, de que no elegimos casi nunca y casi nada. Entonces, ¿cual es el problema? Saber como reaccionamos delante de lo que es imprevisible y superior a nosotros. Es decir, llegados a este extremo, ¿seremos capaces de enfrentarnos a nuestro propio mundo?, ¿sabremos de dónde nos han desalojado: de nuestra ciudad, de nuestra casa o nuestro propio pensamiento? O sencillamente, ante el apabullamiento y el dolor que se ha apoderado del ambiente y de nuestra conciencia, ¿nos limitaremos a sustituir la realidad por la esperanza de que todo aquello acabe cuanto antes?
Es propio de la tradición literaria y cinematográfica mostrarnos, de vez en cuando, lo que nos puede ocurrir si el mundo deja de estar bajo el control de quien esté, que Dios sabrá quien és. Todo a cargo de nuestras dolientes, desgastadas y culpables conciencias. Todo porque saben que no hay más paraisos que los perdidos, y porque esa ausencia es la primera generadora de este jugoso festín. Nada que objetar, por tanto. Solo queda ponerse delante del libro o de la pantalla y seguir como se resuelve el futuro y hacia donde apunta el giro de nuestro destino.
La película de Fernando Meirelles esta construida, al decir de un experto que participó en el coloquio, dentro del ámbito de lo apocalíptico: de repente, por causas inopinadas, los ciudadanos de una población cualquiera empiezan a perder la vista. A continuación son recluidos en un hospital, donde viven en una condiciones infrahumanas. Solo una mujer logra no ser afectada por la epidemia, y será quien se encargue se conducir, enfrentándose a todo tipo de dificultades, fuera del hospital a los recluidos. Igualmente, una voz en off que pertenece a uno de los que están dentro del hospital asume la responsabilidad espiritual y moral, digamos, de la hazaña liberadora, dirigiéndose en todo momento a la conciencia del espectador.
Como habrá comprobado en el párrafo del principio, yo iba mudado y afeitado para ver la película. Tampoco había leido el libro de Saramago. Es el prejuicio, confio que que disculpable, de alguien que nunca ha vivido una situación semejante. Pero, sobre todo, porque la representación del horror y los desastres inmediatos, desde que Goya decidió hacerlos protagonistas en sus cuadros, es una moneda de cambio que no siempre está a servicio de las mejores causas narrativas.
Sin negarle las mejores intenciones al director brasileño, la película queda atrapada entre dos itinerarios, que requieren desarrollos narrativos diferentes. Un poco de cada uno no le sienta nada bien al resultado final. Ser una fábula con moraleja final, bajo la batuta de la voz en off, poderosa y seductora en su fonética pero indecisa y escasamente resolutiva en su conducción narrativa. Cuanto mejor habría sido que se hubiera puesto al frente del relato con vocación incuestionablemente profética, para hacer una versión laica de la tradición apocalíptica joanica, cuanto le habría gustado al señor Saramago. Pero no. Quiere ser, también, un drama que denuncie la inquina y desidia del estado moderno ante las necesidades extremas de sus ciudadanos, llevada a cabo por la acción arquetípica de la superheroina, abnegada e inasequible al desaliento, que siendo la única que conserva la vista y la entereza conduce a los ciegos, luchando contra los mordiscos y las violaciones de las hienas que en estos casos siempre aparecen, fuera del hospital hacia la seguridad de su propia casa. La última frontera y el único refugio intacto de un mundo en ruinas. Ay, hogar dulce hogar.
Con una Administración que no sabe no contesta, se me ocurre que lo mismo da estar ciego que no estarlo. Me vino a la cabeza lo que ha dado de sí el huracán Katrina. Por ahí, más o menos.