SEÑOR, ¡QUÉ TROPA!
El dia de la General solo podía existir en la misma medida que lo fuese el espectáculo que lograse levantar la complicidad entre los convocantes y los medios de comunicación. Lo que pudiera dar de si la normalidad de la jornada frente a esa apisonadora poco iba a contar. Tampoco el baile de cifras de unos y otros. Vivimos en la sociedad del espectáculo y las huelgas no se libran de quedar atrapadas bajo el peso implacable de su influencia.
El plato gordo del guión está determinado basicamente por la imagenes que puedan escupir Internet y las televisones, donde predominen como protagonistas coches ardiendo, manifestantes ensangrentados, policias cogidos en su momento verdaderamente gorila, etc. Por lo que se refiere a lo verbal basta con añadir las veces que se puedan oir o transcribir eruptos como hijo de la gran puta o fascista, y algúna que otra perla lingüistica. Todo ello bien adobado con una apabullante profusión del banderío colorista que da mucho juego frentre a las cámaras. Repítase las veces que haga falta a lo largo de día y la General habrá sido un éxito. Que no es así porque los medios tienen sus mas y sus menos frente al cotarro huelguístico y sindicalista, ya sea porque cotiza a la baja, ya sea porque los actores de la tramoya no son lo suficientemente telegénicos, empate técnico o siniestro total. Como en cada espectáculo, usted, que es el espectador y paga, tiene la última palabra.
Fuera del foco espectacular y mediatico la vida siguió como solo ella sabe seguir. El de Renfe me dijo que de servicios mínimos na mas na. Na. Pues muy bien y gracias. La del pan que el dia anterior habian atracado el supermercado de enfrente, a cara descubierta y a plena luz del día. Estaba acojonada y no sabía a donde vamos a llegar. Claro. La de las verduras que el huerto no entiende de huelgas y que las acelgas frescas hay que venderlas en el día. La farmacia estaba de guardia. El policía municipal que ellos no tienen ese derecho reconocido. Los estudiantes del instituto, más zangolotinos que un día corriente, vagaban por los alrededores del centro educativo con normal despreocupación. La personas mayores no dejaron el bastón en casa y las madres siguieron andando con sus bebés encima y estos con su biberon en los morros. En la sucursal bancaria comprobé que había una cola inusual para sacar la pasta a esas horas de la mañana. Estuve tentado de preguntarles si lo hacían por una necesidad ordinaria, porque era una manera de matar el tiempo libre del día o porque sospechaban que las cosas, el día después del de la General, podían acabar en corralito de gallos enfrentados. Pasé de largo, tampoco vi que fueran a recibir de buena gana mis nobles intenciones de sociólogo casero. Y así hasta la hora de comer en el restaurante, cuyo dueño me hizo esperar media hora porque había ido a pasear al perro, que tampoco podía esperar al dia siguiente.
Al final de la jornada se me ocurrió quedarme delante de la tele para seguir una tertulia que, como no podía ser de otra manera, iba sobre el dia de la General. Un grupo de filósofos, un sindicalista retirado y una periodista independiente intentaban dar cuenta acertada de lo que habia dado de sí el evento. Me quedé, sobre todo, por lo de los filósofos, ya que por una vez eran mayoria ante una pantalla de TV. Ya sabe, por lo de Platón y su gobierno y tal. Ingenuo de mí, qué tropa. Definitivamente me quedo con la forma de analizar y resolver los conflictos que tienen la familia de los Soprano. No solo por el guion, sino porque se que estoy frente a auténticos profesionales del espectáculo.
jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
INES Y LA ALEGRÍA, de Almudena Grandes
LLEGA UN NUEVO OTOÑO Y SEGUIMOS LEYENDO DE LA MISMA MANERA
Compartiendo tan parecidos caminos y con tan parecidas conclusiones, compartiendo tantas cosas, no sé de donde salen tantas formas distintas que vemos, y en donde se encuentra la esencia o verdad que da lugar a todo ello.
Leer y mirar es enfrentarse a esta paradoja y al misterio que lleva asociado. Sin esperanza, pero con un compromiso sin fisuras con las preguntas que de esa atención puedan surgir, que nos hagan experimentar con más fuerza su presencia.
No son pocos los escritores y los lectores que no aguantan semejante tensión. Tiran la toalla y rápidamente intentan que quede claro que es lo verdadero, y que no, en el libro que tienen entre manos (en las otras formas artísticas la cuestión no es muy diferente). Son gente que si saben dónde se encuentra la esencia o verdad antes aludida. Por decirlo de forma abreviada, es verdadero todo aquello que puede ser avalado Científica o Históricamente, no lo es todo lo que cae dentro del campo de la ficción. Las preguntas por parte de alguien que como yo no tiene nada claro el asunto surgen de inmediato, así como su compromiso con ellas: ¿qué le lleva a un escritor y a un lector a necesitar la ficción si lo verdadero ya lo encuentra en la Historia, en la Ciencia, en la Sociología, etc? ¿O es que las mentiras de la ficción también son verdaderas? ¿O ese coctel, un poco de verdad y otro de mentira, es lo que hace a la novela auténtica? Entonces, visto así, Historia y ficción no se contraponen, pero ¿la verdad y la mentira que anuncian se complementan? ¿No será que la mentira es una de las formas ocultas de la verdad? ¿No será que la única posibilidad de verdad está dentro del campo de la ficción? ¿No será que la Historia son únicamente datos estadísticos cuyo aliento expresivo no puede ir nunca más allá de lo que significan como tales datos? En fin, lo que creo es que no sabemos conjugar todo eso en medio del galimatías de nuestro presente.
Todavía nos gusta mirar dentro del paradigma cartesiano con su ojo de geómetra situado fuera y por encima de la escena escrutada. Pero en realidad estamos en medio de un espacio ya computado, donde ocupamos el punto cero de cada especialidad (Merleau-Ponty). Creemos a pies juntillas en el alcance y profundidad de la verdad literal de los datos históricos (tiempo pasado), pero su vocación concluyente y con tufo a naftalina nos deja insatisfechos, y además nos aburre en nuestras expectativas de futuro. Entonces hay que poner en el libro la guarnición ornamental de la ficción. Así, con ese tono de evocaciones bíblicas, seguimos leyendo. Un poco de Historia y luego un poco de ficción, en línea recta y de manera acumulativa, bien salpimentado con una dramaturgia sólida y con unos diálogos solventes, con unas imágenes que preconicen ya su película hermana. Pero esto no es algo que tenga que ver con la rentrée editorial ni con la verdad de la Historia ni la mentira de la ficción en las que se apoyan algunos escritores, eso tiene que ver con la ubicación de los lectores, que son los que acaban por determinarlo todo. Desde donde quieren seguir mirando el mundo, casi cuatrocientos años después de la muerte de Descartes, y una vez que Stephen Hawking ha vuelto a recordar que la existencia de Dios no es necesaria para entender el mundo en el que vivimos.
Almudena Grandes, escritora de estirpe cartesiana, levantó acta de manera impecable de todo lo que le digo en la presentación de su libro, “Inés y la alegría”. Y sus fieles seguidores, que se contaban por centenares, le acompañaron como mandan los cánones de semejante modelo geométrico. La autora en un lado los lectores enfrente. Ella hablando, los lectores escuchando. Ella diferenciando, una y otra vez, lo que tiene de Verdad Histórica su libro y lo que tiene de ficción, los lectores satisfechos, identificándose a la primera con esa manera de presentarles el coctel, y sacando ya su tarjeta de crédito para mostrarle su agradecimiento. Después, algunas preguntas de aliño y la autora se reafirmó en lo dicho con sus respuestas. Para acabar, dio las gracias a los asistentes y se dispuso a dedicar su libro a quien así lo quiso.
En el punto cero de la geometría de al lado, otros autores y lectores languidecen. Basta con no escucharles para que parezca que nunca han hablado.
viernes, 24 de septiembre de 2010
A CIEGAS, de Fernando Meirelles
ESPERANZAS DESESPERADAS
¿Qué ocurre cuando las fuerzas que tiran del mundo se ponen a dar tarascadas sin ton ni son, a diestro y siniestro? Te das cuenta de lo insignificantes que somos, de lo que poco que contamos, de que no elegimos casi nunca y casi nada. Entonces, ¿cual es el problema? Saber como reaccionamos delante de lo que es imprevisible y superior a nosotros. Es decir, llegados a este extremo, ¿seremos capaces de enfrentarnos a nuestro propio mundo?, ¿sabremos de dónde nos han desalojado: de nuestra ciudad, de nuestra casa o nuestro propio pensamiento? O sencillamente, ante el apabullamiento y el dolor que se ha apoderado del ambiente y de nuestra conciencia, ¿nos limitaremos a sustituir la realidad por la esperanza de que todo aquello acabe cuanto antes?
Es propio de la tradición literaria y cinematográfica mostrarnos, de vez en cuando, lo que nos puede ocurrir si el mundo deja de estar bajo el control de quien esté, que Dios sabrá quien és. Todo a cargo de nuestras dolientes, desgastadas y culpables conciencias. Todo porque saben que no hay más paraisos que los perdidos, y porque esa ausencia es la primera generadora de este jugoso festín. Nada que objetar, por tanto. Solo queda ponerse delante del libro o de la pantalla y seguir como se resuelve el futuro y hacia donde apunta el giro de nuestro destino.
La película de Fernando Meirelles esta construida, al decir de un experto que participó en el coloquio, dentro del ámbito de lo apocalíptico: de repente, por causas inopinadas, los ciudadanos de una población cualquiera empiezan a perder la vista. A continuación son recluidos en un hospital, donde viven en una condiciones infrahumanas. Solo una mujer logra no ser afectada por la epidemia, y será quien se encargue se conducir, enfrentándose a todo tipo de dificultades, fuera del hospital a los recluidos. Igualmente, una voz en off que pertenece a uno de los que están dentro del hospital asume la responsabilidad espiritual y moral, digamos, de la hazaña liberadora, dirigiéndose en todo momento a la conciencia del espectador.
Como habrá comprobado en el párrafo del principio, yo iba mudado y afeitado para ver la película. Tampoco había leido el libro de Saramago. Es el prejuicio, confio que que disculpable, de alguien que nunca ha vivido una situación semejante. Pero, sobre todo, porque la representación del horror y los desastres inmediatos, desde que Goya decidió hacerlos protagonistas en sus cuadros, es una moneda de cambio que no siempre está a servicio de las mejores causas narrativas.
Sin negarle las mejores intenciones al director brasileño, la película queda atrapada entre dos itinerarios, que requieren desarrollos narrativos diferentes. Un poco de cada uno no le sienta nada bien al resultado final. Ser una fábula con moraleja final, bajo la batuta de la voz en off, poderosa y seductora en su fonética pero indecisa y escasamente resolutiva en su conducción narrativa. Cuanto mejor habría sido que se hubiera puesto al frente del relato con vocación incuestionablemente profética, para hacer una versión laica de la tradición apocalíptica joanica, cuanto le habría gustado al señor Saramago. Pero no. Quiere ser, también, un drama que denuncie la inquina y desidia del estado moderno ante las necesidades extremas de sus ciudadanos, llevada a cabo por la acción arquetípica de la superheroina, abnegada e inasequible al desaliento, que siendo la única que conserva la vista y la entereza conduce a los ciegos, luchando contra los mordiscos y las violaciones de las hienas que en estos casos siempre aparecen, fuera del hospital hacia la seguridad de su propia casa. La última frontera y el único refugio intacto de un mundo en ruinas. Ay, hogar dulce hogar.
Con una Administración que no sabe no contesta, se me ocurre que lo mismo da estar ciego que no estarlo. Me vino a la cabeza lo que ha dado de sí el huracán Katrina. Por ahí, más o menos.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
CRÓNICAS BERLINESAS 7
LA CHICA DE PUEBLO SE COME BERLÍN
Permítame que entre en el centro de Berlín a través de un tiempo que ya no existe, pero de la mano de una de sus vecinas universales y eternas.
Parece inevitable convenir que aquel 27 de diciembre de 1901 fue un día especial porque nació una niña especial. Al igual que en cada centuria, un par de veces al menos, se necesita ponerlo todo patas arriba, aparecen tipos que forman parte de una especie que parece desconocida. No vienen de ningún planeta extraño, viven entre nosotros desde siempre.
La Gran Guerra había puesto por primera vez todo al revés en el siglo XX. Si en Chicago mandaban los gansters y el incumplimiento de la ley seca, Berlín era sencillamente Sodoma y Gomorra, después de la guerra lo permitía todo. Lo cual no era contradictorio (la vida es así) con que en 1922 se empezaba a incubar el segundo gran cataclismo del siglo que protagonizarían los nazis años más tarde. Marlene Dietrich cabalgaba desbocada sobre Berlín como una fuerza más salida de semejante torbellino, que procedía del mismo crisol incandescente donde anidan toda las fuerzas capaces de ponerlo todo patas arriba. Recorría la ciudad a lo largo y ancho, de arriba a abajo, de noche y de día, representando cualquier tipo de mujer aquí o allá (poseía el mayor almacén de atrezzo de la ciudad), coqueteando con la vulgaridad pero sin caer nunca en ella. Le encantaba recorrer las calles de prostitución berlinesas, donde las lumis exhibían su angelical palmito vestidas de blanco. Se metía de coz y hoz en los cabarets que proliferaban como setas en la ciudad. Allí se relacionaba con los travestís, a los que tanto adoró durante toda su vida, siendo correspondida igualmente por ellos que se embelesaban con su imagen andrógina, correlato de sus incipientes apetencias bisexuales.
Una nueva forma de representación, que hacía poco más de veinticinco años había hecho su tímida presentación en París, por aquel entonces capital cultural indiscutible del mundo mundial, había decidido dar un paso adelante y convertirse, aprovechando la enorme resaca de la Gran Guerra, en una industria con vocación de entretener a lo grande a todo el mundo que se dejase, que prácticamente, después de tanto sufrimiento, venía a coincidir con todo el mundo. Me estoy refiriendo a la industria del cine, que igualmente energética pululaba por la capital alemana a la busca de quien quisiera llegar a lo más alto, ocupando el olimpo de los dioses tradicionales, muertos para siempre según diagnóstico del gran Nietzsche. Como puede usted suponer el encuentro con Marlene era cuestión de tiempo.
Su hija lo refiere así: a la primera contratación de extras Marlene se presentó con sombrero de pirata con una pluma de cola de faisán ensartada en la copa, chaqueta de pana, un zorro rojo con sus cuatro patas, muerto hacía mucho tiempo, colgado del hombro y, calado en un ojo, el monóculo de su padre. Le dieron el papel.
A otro de los papeles a los que se presentó, amiga o demi-mondaine como se decía entonces a la prostitución de lujo, lo hizo con unos guantes verdes. El productor de la película, Rudolf Sieber, la eligió por ese detalle y más tarde le propuso matrimonio. Se casaron el día 17 de mayo de 1923 en el memorial emperador Guillermo. Marlene pasó a llamarse Frau Rudolf Sieber. Tenía 21 años. Rudi quería que su mujer asombrase al mundo pero sin abandonar el tono aristocrático. Tuvo a su única hija en 1924, y a continuación se separó de su marido. Volvíó al trabajo en 1925, el mismo año que Hitler publicó Mein Kampf. Berlín iba a toda máquina hacia su fatal destino, envuelto en telas de lentejuelas y lamé, humo, música, alcohol, juergas, risas y una inopinada despreocupación.
Y la industria del cine a su vera. La gran productora UFA era el mejor ejemplo de ello. En pocos años se había hecho con el cotarro cinematográfico de la ciudad, lo que favoreció el contrato de Josef von Sternberg para llevar a la pantalla la novela “Profesor Unrat” de Heinrich Mann, el hermano mayor del premio Nobel Thomas, nacidos los dos en Lucbek, punto de partida de este itinerario emocional sobre una bicicleta que estaba culminando, quinientos kilómetros rio arriba del Elba y de su afluente el Havel, en la capital de la entonces República de Weimar.
Si Berlín iba a toda máquina, y la Ufa era uno de sus motores, Marlene Dietrich era el otro, el más bello y carismático. El que más le gustaba experimentar, no por cambiar fácilmente de oficio, de adhesión política o de residencia. Le gustaba experimentar trajinado con sus nervios, con sus sentidos, con sus instintos, con sus pasiones, con sus valores, en fin, con sus dioses. Como puede suponer, no podía faltar a la cita. Lola, la puta portuaria, que tenía como misión engatusar al rígido pero soñador profesor Unrat, era un personaje que le venía como aquel guante verde a su mano. El rodaje de la película “El Ángel Azul” se puso en marcha y, con ella, el cambio del cine mudo al sonoro, el final de los guiños y las muecas expresionistas. La belleza enigmática del rostro y el cuerpo de Marlene se iban a encargar de suplirlo todo, de inaugurar una nueva y definitiva manera de mirar y mirarnos.
El 31 de marzo se estrenó “El Ángel Azul”, en el Gloria Palast. Inmediatamente después Marlene cogería un transatlántico, el Bremen, con destino a Nueva York. Su hija, años más tarde, reconocería que ella no tenía una madre pertenecía a una reina, que le gustaba sentarse a horcajadas sobre el trono.
Como cuando entonces, al llegar en bicicleta al Unter den Linden, el cielo de Berlín tenía color de acero.
lunes, 20 de septiembre de 2010
CALLEJON SIN SALIDA
Domina un ambiente saturnal en las aulas que, junto a las tramas burocráticas en los despachos, han metido a la enseñanza en un callejón sin salida para unas cuantas generaciones. Ya se pueden poner como se pongan las distintas facciones del gremio, que en lo único que no dejaremos de ser los primeros será en mantener el correlato de semejante fracaso, y que no es otro que el honorable record de jóvenes alcohólicos que produce.
Tanto se quisieron alejar del modelo autoritario, cambiando las leyes en cada legislatura y creando procedimientos de diseño, que lo único que han conseguido es disimular, a base de mascarillas y retórica de quita y pon, la barbarie antigua en la que siguen chapoteando. Y tan contentos de haberse conocido. Tan ciegos de alegría estaban por la misión que el destino les había reservado, que los que tuvieron la obligación generacional de sacar a la enseñanza del marasmo autoritario, reformándola, nunca entendieron que debajo de todo brote de alegría existe un inmenso mar de tristeza porque el flujo de la vida tiende al olvido no a la justicia. Que no se puede intentar mejorar ningún aspecto de nuestra existencia sin tener en cuenta ese precepto esencial de la condición humana, porque también es bípeda e implume.
La permanencia de lo saturnal en las aulas entrena a los alumnos en el hábito de la arbitrariedad. La arquitectura de la cochambrosa burocracia en los despachos los hace perfectamente aptos para transmitir órdenes y proporcionalmente discapacitados para tomar decisiones. Para salir del ámbito de la enseñanza autoritaria y llegar a algún futuro habitable con sentido crítico y creativo, hacen falta muchas dosis de la constancia, el esfuerzo, la disciplina y la humildad que los del gremio nunca han conseguido implantar, sumergidos como se han pasado los últimos treinta años en vistosas y falsas polémicas, incluso conmovedoras, pero fatalmente reaccionarias.
Tanto se quisieron alejar del modelo autoritario, cambiando las leyes en cada legislatura y creando procedimientos de diseño, que lo único que han conseguido es disimular, a base de mascarillas y retórica de quita y pon, la barbarie antigua en la que siguen chapoteando. Y tan contentos de haberse conocido. Tan ciegos de alegría estaban por la misión que el destino les había reservado, que los que tuvieron la obligación generacional de sacar a la enseñanza del marasmo autoritario, reformándola, nunca entendieron que debajo de todo brote de alegría existe un inmenso mar de tristeza porque el flujo de la vida tiende al olvido no a la justicia. Que no se puede intentar mejorar ningún aspecto de nuestra existencia sin tener en cuenta ese precepto esencial de la condición humana, porque también es bípeda e implume.
La permanencia de lo saturnal en las aulas entrena a los alumnos en el hábito de la arbitrariedad. La arquitectura de la cochambrosa burocracia en los despachos los hace perfectamente aptos para transmitir órdenes y proporcionalmente discapacitados para tomar decisiones. Para salir del ámbito de la enseñanza autoritaria y llegar a algún futuro habitable con sentido crítico y creativo, hacen falta muchas dosis de la constancia, el esfuerzo, la disciplina y la humildad que los del gremio nunca han conseguido implantar, sumergidos como se han pasado los últimos treinta años en vistosas y falsas polémicas, incluso conmovedoras, pero fatalmente reaccionarias.
jueves, 16 de septiembre de 2010
LEER CON NIÑOS, de Santiago Alba Rico
LA RENTRÉE
De nuevo comienza el curso escolar y de nuevo las estadísticas nos recuerdan que estamos en el culo educativo del continente europeo. Aunque hay ordenadores en las aulas, en la caverna de los despachos siguen pariendo los rancios programas oficiales, la gangrenada pedagogía y unos propósitos de vuelos gallináceos, que una caterva de políticos y académicos siguen empeñados en imponer los de las aulas a beneficio de sus intereses de casta o gremio.
Lo que le sugiero, para sobrevivir a semejante distopía, es comenzar de nuevo, desde el principio. Para ello, todo lo que hablemos o callemos en este otoño que se avecina debería estar a servicio de la Gran Comida de Navidad. Ese día brindaremos, copa en alto, dejando después sobre la mesa dos preguntas: ¿para qué nos sirven los hijos?, ¿para qué nos sirven los libros? Acabados los brindis, regalaremos a cada comensal un ejemplar del libro, Leer con niños, de Santiago Alba.
Vaya por delante, según nos avisa el autor en la contraportada, que no es un ataque al matrimonio ni a la crianza de la prole y tal. Tranquilo por ese lado. Más bien tira a dar contra los que llama Solteros sin imaginación, una especie de “nuevos asesinos” en eso de la educación, que están casados, tienen prestigio y dominan amplias zonas del cotarro imaginario paternofilial. Esos tipos que se sienten indignados porque pillan a sus hijos leyendo en lugar de estudiando.
Para ello recupera el mito de Edipo, con el objetivo de desmontar, dándola por agotada, la teoría del señor Freud. Deja ver, así, que no son los hijos lo que siempre han querido matar simbólicamente a sus padres, para crecer y todo eso. Muy al contrario, son muchos padres los que “asesinan realmente” a sus hijos, devorándolos si llegase el caso. Freud es un hombre de un tiempo ya pasado, Edipo es un mito intemporal. El tiempo de Freud es histórico, y se fundamentaba en la alegre confianza del progreso de la ciencia y la defensa de la educación, como garantías ineludibles de la construcción de una sociedad perfecta. Algo que ha acabado siendo un lugar donde ganar no es lo más importante del mundo, es lo único; o donde perder enseña que es mejor ganar. Edipo es un mito que no deja de estar ahí desde que lo teatralizó Sófocles. Basta comprobar cómo la gente se deshace de perros y otros animales una vez pasado el efecto mascota, que es como un amor de verano. Basta con señalar el lugar que ocupan y el trato que se les da a las personas a partir de una cierta edad. ¿Por qué iba a ser una excepción "el trato a los niños", una vez que a los padres se les haya pasado el efecto psicotrópico de su relación cuando son bebés?
El autor propone una especie de compromiso materno que una, como en la experiencia de Sherezade, los Cuentos con los Niños y las Niñas. Dice que de ello dependerá “la educación de los asesinos”. Feliz otoño. Hablamos en Navidad.
martes, 7 de septiembre de 2010
CRÓNICAS BERLINESAS 6
EN SCHÖNEBERG CON MARIA MAGDALENA
Antes de la caída del muro, y durante buena parte del siglo XX, este barrio de Berlín era, al parecer de los cronistas, donde pasaba todo. Pero antes de que pasara todo, pasó algo más que lo que en cualquier pueblo cercano a una gran ciudad. Empezó a pasar el principio de lo que años más tarde sería todo y lo total. Y es que en esta época Berlín era, además de una gran ciudad, la capital del emergente y apabullante Segundo Imperio Germánico, cuyo emperador era Guillermo II y su artífice se llamaba Otto von Bismarck, el canciller de hierro. Ligeramente escorado hacia la parte suroccidental del centro berlinés, y a unos cinco o seis kilómetros de éste, en Schöneberg había mercados dos veces semanales, donde los campesinos y ganaderos de los alrededores se acercaban a vender sus productos. También había álamos altos, jardines floridos, plazas tranquilas y una arquitectura cuidada con esmero. Las farolas habían sido electrificadas, lo mismo que los troles habían hecho con los tranvías verdes oscuros y sus plataformas exteriores. Saludaban así a la nueva centuria sin que las unas alumbraran las boñigas entre las vías de los caballos que tiraban de los otros.
Como en todos los pueblos había chicos y había chicas. Había chicos que vestidos con el uniforme militar del imperio montaban con igual entusiasmo a sus briosos caballos que a sus bellas conquistas. Había chicas que obedecían a sus madres, respetaban a sus padres y que, aunque solo querían cumplir con el deber que la vida les había asignado, no podían evitar quedar rendidas ante los encantos de semejantes figurines prusianos. Y es que a finales del XIX y principios del XX el sueño y el espíritu de Postdam había llegado a su cima militar con el Segundo Imperio. Alemania era una de las potencias europeas importantes, sino la que más. Y Schöneberg era la puerta de entrada al centro político que estaba al frente de semejante grandeza.
Pero en Schöneberg también había chicos y chicos. Chicos que empezaban a quedar con chicos y chicos que frecuentaban con disimulo la cama de otros chicos. Rebuscando entre las fotografías antiguas o en las pinturas, que se pueden encontrar en las librerías antiguas o a pie de calle, pude ver algunas de las calles y plazas de Schöneberg de principios del siglo XX llenas de gentes bulliciosas paseando o sentadas en cafeterías o teatros. Entre la severidad prusiana se iba abriendo hueco una aire liberal y libertino que años más tarde tanto sedujo al escritor británico Christopher Isherwood, autor de la novela “Adiós a Berlín”, llevada al cine por Bob Fose con el título de “Cabaret”, que habitó alguna de sus casas y paseó por sus calles a la búsqueda de las nuevas sensaciones que proporcionaba al visitante la capital alemana de entreguerras.
Entre todo ese mundo cambiante de principios de siglo, crecía una chica precoz que no estaba dispuesta a esperar a que le llegara la edad en que su padre la transfiriera a manos de un buen marido. Mucho antes de ese fatídico turno para que la casaran, y es de suponer que abducida por ese ambiente liberal que ya respiraba, ella decidió salir por su cuenta y riesgo con chicos, y confesaba a quien quisiera oírle que le gustaba hacerlo. No era una prostituta, ni lo necesitaba para subsistir. No era una cortesana ni una resentida por amores frustrados. Acababa de dejar de ser una niña. Era mucho más sencillo que todo eso: estaba dando los primeros pasos de un itinerario vital, que con un par estrenaba una nueva libertad metida en unos pantalones. Noventa años más tarde pondría el epílogo en París, con una frase sacada del diccionario del misterioso caso alemán que ella representó como nadie, y que confesó en voz baja a un amigo que le acompañaba en el tálamo de la muerte. Bien podía haber sido el epitafio de su tumba, que se encuentra en el cementerio municipal del barrio, cerca de las calles donde empezó a gozar de su libertad recien estrenada y al lado del agujero donde reposa para siempre otra eminencia del glamour creativo contemporáneo, el fotógrafo Helmut Newton. La frase de marras dice así: “lo quisimos todo y lo conseguimos, ¿no es verdad?”.
En aquellos primeros años de su existencia en los que el mundo se le puso delante para comérselo, vivía con holgura y sin ningún temor de que eso pudiera cambiar durante el resto de su existencia. Su padre era un oficial prusiano, nacido en el seno de una familia aristocrática. Su madre era hija de un próspero relojero, que hacía verdaderas obras maestra de artesanía. La relación entre aristocracia y burguesía forma parte también del estilo propio alemán. Al contrario que en otros países europeos, cuajó muy tardíamente y a trompicones debido a la feroz resistencia de la primera, que no estaba dispuesta a compartir ni un ápice de sus privilegios milenarios. La burguesía se resignó, entonces, a aceptar su propia impotencia política, compensándolo con la creación de universos culturales abstractos e idealizados en los que se refugió, y desde los que se aupó y disparó a todo el continente la superioridad de la que hizo gala hasta 1945.
Después de casarse, sus progenitores se instalaron en una elegante casa de Schöneberg, porque su padre estaba destinado allí. Era la segunda hija del matrimonio y todo estaba programado para que, como buena alemana, ante cualquier disyuntiva siempre eligiera el deber. Sabía por tanto la vida que le esperaba: vigilar a los criados, supervisar personalmente el cuidado de la ropa de la casa, limpiar la vajilla de plata y el sacudido de las alfombras, vigilar la despensa, confeccionar el menú diario con la cocinera, bordar las iniciales del marido que a su padre le interesara, en fin, traer hijos al mundo. A todo dijo que no menos a lo último. Se llamaba María Magdalena. Pero usted y yo la conocemos con el nombre de Marlene. Marlene Dietrich.
viernes, 3 de septiembre de 2010
VISA POUR L'IMAGE 2
SER FELIZ Y NO SERLO ES CASI LO MISMO
De manera aletoria e imprevista suele irrumpir en el itinerario del festival una linea narrativa que se aleja de las tremendas cicatrices y horrores que van dejando de forma implacable los primeros compases de este nuevo siglo, y sobre los que se afanan un buen puñado de fotográfos buscando el lado más desgarrador y espectacular de la denuncia. Un siglo que se presumía iba a ser más tranquilo, ya que su predecesor había dejado al planeta exhausto y hecho unos zorros a cuenta de las carnicerías y los asesinatos que como nunca antes se habían hecho y, lo más importante y principal, que como nunca antes se habían narrado, tanto visualmente como de palabra. No me cabe duda de que el siglo XX ha sido el más sangriento, no solo en términos estadísticos, que también, sino porque el ojo de las diferentes cámaras han estado ahí para dar fe de los ríos de sangre vertida.
No si la lapidación de un hombre iraní, en una serie de tres fotos consecutivas, servirá para salvar de las piedras a la mujer, nacida también en la antigua Mesopotamia, Sakineh Mohamadi-Ashtiani, pero lo que si he visto es como se lleva cabo tal salvajada. La cámara nos trae el hecho, más o menos como sucedió, pero de las conciencias de los muchos espectadores que lo vieron me vine sin saber nada. No digo que tenga que ser de otra manera ni que pueda, lo que si tengo claro es que si la fotografía es una forma ineludible de certificar la experiencia, igualmente lo es de rechazarla de inmediato. No en el sentido de que pueda haber alguien, entre los destinatarios que busca la foto en cuestión, que admita en público tal barbaridad, sino que la rechace, vista como aparece con toda su crudeza, en el sentido de que se abre un proceso contrario y simultáneo de imposibilidad de adquirir cualquier tipo de empatía hacia el crimen y sus consecuencias. Me fijé con atención durante quince minutos en todos los rostros que por allí pasaron, ni un comentario al de al lado, ni una alteración significativa de la geografía del rostro. Pareciera que era lo ya visto. Nadie ni siquiera hizo un gesto de disimulo colándose en los lavabos. Mas de uno directamente se fueron a la cafetería y se pidieron una caña. Es una parte de lo que queda, ciento setenta años después de la ilusión y perplejidad del primer daguerrotipo.
De manera aletoria e imprevista, decía, la cámara se fija en las grandes urbes como Nueva York, Moscú y Tokyo, y se hace un hueco en el laberinto fotográfico del festival rossellones con algunas instantaneas fechadas en los años cincuenta. De repente, quedo subyugado por la disposición de interiores domésticos y al aire libre donde personas y cosas concurren, como si fuesen de barrios contiguos, en las diferentes escenas sobre aquellas enormes ciudades imperiales. Y lo más interesante, a diferencia del tríptico de la lapidación anterior, no veo al fotográfo por ningún lado. Pudiera parecer nostalgia por un pasado que ya no existe y que yo tampoco viví, ante la falta de esperanza de un presente que no deja de producir sufrimiento a mansalva. Que quiere que le diga, darse un paseo por el festival de fotoperiodismo de Perpiñan es una buena manera de vacunarse para siempre contra la desesperación, volcándose cada vez más en el hábito de la desesperanza. Después de ver, un año más, el mismo y diferente, y siempre de calidad excelente, balance fotográfico del mundo mundial, de nuevo vuelvo a levantar acta de que lo nuestro como especie es seguir estrellándonos, hasta que nos congelemos. Aunque la figura de un tipo leyendo un libro sobre la via de un tren en medio de la nada o el montaje fotográfico de ese gigante californiano de 120 metros de altura y que puede vivir mas de 200 años, la secuoya, me hace pensar que, al fin y al cabo, entre no ser feliz y serlo no hay grandes diferencias. El mundo está tan bien trenzado para seguir produciendo arbitrariedad e injusticia, que no vale la pena darle más vueltas. Él ya se las apaña solito.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
VISA POUR L'IMAGE 1
CONTEMPLAR Y PACIENCIA
La gente no cree en las palabras, ¡¡si serán chisgarabís y majagranzas que ahora creen en las imágenes!! Entiéndame, no es inquina. Cada año, cuando empieza a acabarse el verano y me acerco a Perpiñán a dar una vuelta por su excelente festival de fotoperiodismo, coloco esta jaculatoria en el limpiaparabrisas del cerebro como medida preventiva, ante la avalancha de instantáneas que me esperan.
La prevención es también ante la osadía de unos organizadores que en la edición de este año se presentan así ante los espectadores: “Ya no resulta nada original hablar de la proliferación de las imágenes, porque están por todas partes. Vivimos en un mundo lleno de fotos y de videos: en las calles, en los medios de transporte…Incluso, cada vez más, las imágenes llenan nuestros bolsillos, refugiándose en las pantallas de nuestros teléfonos móviles. Sufrimos un bombardeo de imágenes que nos llegan a un ritmo cada vez más acelerado. Ya no dedicamos tiempo a analizarlas ni a ordenarlas. La mayoría de las veces recibimos esta masa de elementos visuales con pasividad. El festival Visa pour l’Image pretende luchar contra esta situación, con sus múltiples iniciativas. Por una parte, propone elecciones reflexivas. Además, dota a los temas de más o menos importancia, ya sea durante las exposiciones o durante las veladas de proyección”.
De acuerdo con el diagnóstico, guardo parte de mi desconfianza para esa lucha que pretenden entablar contra la enfermedad de la situación, y que quieren que sea el santo y seña del festival. Yo abandonaría esas veleidades curativas y salvíficas, y lo dejaría en el cumplimiento de la promesa de la fotografía desde su mismo origen: democratizar todas las experiencias traduciéndolas en imágenes. El bombardeo de imágenes a que alude la organización no significa otra cosa que nadie ha traicionado aquella ambición original. Y no lo ha hecho por la misma razón que nadie ha vuelto a desplazarse en burro desde que usa el coche, el metro o el autobús ni a roturar la tierra con el arado romano desde que tiene un tractor a mano. Supongo que habrá otras explicaciones pero la fotografía es sobre todo un rito social, una protección contra la ansiedad de fijar el tiempo que se nos escurre entre las manos dejándonos el alma seca y un instrumento de poder. Más que suficiente para ser fiel al clic de la cámara en tiempos de falta de compromisos. Así en una boda, en un cumpleaños, en un viaje a la costa del Pacífico, en una campaña electoral, o en este mismísimo festival. Otra cosa es la forma de narrar con imágenes esas experiencias aludidas.
Yo creo que a este festival le sobran maneras explícitas de contar las experiencias y le falta oblicuidad. Hay mucho horror en las imágenes, pero no se hace evidente, como decía Conrad, como una neblina atravesada por un resplandor, sino como un vómito sobre la cara del espectador que se acerca a la foto porque no lo acaba de ver claro. Y una vez ahí tiende a rechazarla, o a que le sea indiferente, antes que encontrar sus múltiples sentidos. Me refiero a todas las fotografías que dan cuenta de las experiencias que tienen que ver con las diferentes catástrofes naturales y las provocadas, como es el caso de las múltiples guerras que asolan al planeta, y que tienen un protagonismo dominante sobre las otras propuestas. Diría más, el festival se organiza a beneficio y gloria de esos fotógrafos, que se arriesgan con su cámara para traernos las experiencias de las zonas calientes del planeta. Llegado a este extremo es inevitable la pregunta, ¿lo importante es el valor del fotógrafo, convertido en un héroe moderno, o el de la fotografía?
En el arte del siglo pasado, en el que de momento seguimos, sigue prevaleciendo la percepción inmediata, el seco impacto visual; también la enfática declaración de principios. Se me ocurre que una manera de entrar en el nuevo siglo sea no enunciar nada (porque todo se ha visto y porque todo se ha dicho). Queda, por tanto, contemplar y tener mucha paciencia para que las imágenes y las palabras de siempre empiecen a revelarse de otra manera. De esto también hay en este festival, lo que le otorga ese perfil de frontera secular que más me interesa, y que es el mismo que alienta su futuro.
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