martes, 2 de septiembre de 2025

SISSI Y GEORGE

 Apelar a la normalidad como equivalente de la experiencia de la semejanza en la polis. Yo comparto con el otro cosas semejantes al formar parte de la misma comunidad política y al mismo tiempo somos distintos. Hubo un tiempo en que el pasado no acababa de pasar del todo porque el futuro no acababa de llegar todavía. Y eso era normal. De esta manera el tiempo no perdía su continuidad en su atributo fundamental de fluir permanente, haciendo así más habitable el espacio, tanto de los que estaban como de los que se habían ido y de los que estaban por venir. A nadie se le ocurría, por decirlo así, enmendarle la plana a la vida del abuelo a cuenta del nacimiento del nieto. Todo el mundo intuía, más o menos, que siempre había algo en el tiempo pasado que no había sido pensado y que por tanto no había sido vivido del todo. O sencillamente no había sido vivido como experiencia. De ahí la insistencia sin sonrojo en los ámbitos académicos europeos en hacer valer con orgullo nuestra triple procedencia de la civilización occidental a la que pertenecemos: griega, hebrea y romana. Cuanto de aquellas formas de vida tiene vigencia entre nuestras formas de vida actual, cuanto ya no existe y cuanto lo hace bajo otros ropajes o apariencias. Pero, de repente, dejamos de vivir con estas preguntas sobre la continuidad de la vida a nuestro lado y ésta empezó a aparecer manga por hombre ante los que seguíamos vivos. Empezaron a ordenar el mundo no el todo sino las fracciones del todo, no el fluir del tiempo, sino su presentismo estático y, como correlato de lo anterior, los expertos en las fracciones y el carpe diem de cada una de ellas. Hasta hoy.

Todo lo anterior ha tenido y tiene una gran influencia en la manera de concebir la forma de narrar el pasado. “Sissi y yo”, la película dirigida por Frauke Finsterwalder y la serie de TV “La joven George Sand”, de Rodolphe Tissot, son dos ejemplos que he visto recientemente de esto que digo.


Juan Arnau explica de forma inmejorable lo que nos está pasando desde que entramos en esta etapa que se ha dado en llamar postmoderna, en la que el cuento del YO CON MAYUSCULAS ha sustituido a todos los grandes relatos tradicionales, que según los teóricos de aquella ya no daban más de sí. El relato de Dios incluido. Arnau dice así:  “El ego tiene que seguir, si ha de seguir la vida. ¿Como uno podría desembarazarse de sus gustos e inclinaciones, de sus miedos y aversiones? Lo que puede no seguir, y esta es la solución India, es la identificación con el ego, creer que uno es eso, ese conjunto de inclinaciones y deseos, ese cuerpo al que éstas han dado forma, esa red de manías y obsesiones, éticas o villanas, solidarias o narcisistas. Y entonces uno empieza a espiar al ego (sin juzgarlo) y a esbozar una sonrisa ante el espectáculo de sus afanes. Deseo irónico. Ese testigo que observa es la puerta de entrada a lo real. No es lo real mismo, pero desde allí puede ocurrir que lo real se manifieste.”


No es que me incomode inventar las vidas del pasado a cuenta de las ideologías dominantes del presente (tiremos de tópico, cada cual puede hacer lo que le pete, faltaría mas), sino que me pregunto para qué sirve ese esfuerzo sino es para renovar los colores de las estampas que los apologetas utilizan en la prédica de tales ideologías. Los datos históricos nos dicen, hasta donde la historia alcanza en su decir, que la emperatriz Isabel de Austria (Sissi) y la aristócrata Aurora Dupin (George Sand) tuvieron unas biografías que no eran habituales en la época que les tocó vivir. Y además a las dos les encantaba montar a caballo. Lo que los datos históricos no resaltan es que lograron vivir su vidas inhabituales porque era emperatriz la una y aristócrata francesa la otra, fardo del que no quisieron desprenderse por aquello de que el hábito hace al monje. Mediante este apunte irónico, como dice Juan Arnau, quizá las biografías que representan las películas mencionadas más arriba hubieran quedado en mejores condiciones de ser vistas en el presente, que es heredero común  del pasado particular de cada una de las heroínas. Si a Sissi su directora le hubiera rebajado los humos imperiales de Isabel y si a George Sand su director la hubiera liberado de los líos matrimoniales de Aurora Dupin, todos, ellas entonces y los espectadores de hoy, hubiéramos podido conversar con mejor provecho en un presente reconocido que no debería quedar afectado por el paso y el peso de los años que median entre ellas y nosotros.