jueves, 26 de octubre de 2023

CRÓNICAS DEL PONIENTE CASTELLANO 2

TORDEHUMOS



Nuestros inmediatos antepasados debieron añorar tanto la paz, inmersos como estaban en una guerra terrible, que nosotros hemos heredado ese anhelo de paz, pero no el sufrimiento de la guerra terrible, lo que acarrea un problema en los gastos de herencia. Dicho de otra manera, es como si nuestra paz heredada sin la presencia de una guerra horrible dejara de tener sentido, dejara de ser un anhelo y se convirtiera en un estorbo para esos herederos que lo que les pide el cuerpo, a medida que pasan los años, es volver a las andadas. Es como si el sufrimiento de antaño se transformara en quejas permanentes hogaño, quejas que se van convirtiendo en el caldo de cultivo de un nuevo enfrentamiento con vocación explícita de acabar siendo una nueva guerra. No serán la primera generación de herederos, ni la segunda, pero ya en la tercera se observan los primeros síntomas de la transformación. Como en el cuento largo de Kafka, estos últimos herederos comienzan a convertirse en horribles escarabajos que preludian la que se nos viene encima.


El centro del continente europeo, escenario de las dos guerras mundiales del siglo XX, que lo devastaron hasta hacerlo irreconocible a cualquier visitante que hubiera estado por aquí antes de 1914 y, sobre todo, antes de 1939, lleva casi 80 años sin una guerra oficial que llevarse al coleto. Ha habido guerras periféricas que son producto de las heridas mal cerradas en los tratados de paz, otra vez la palabreja, de la Segunda Guerra Mundial, la última de las grandes, y también las más mortífera. Como he dicho, al igual que aquellos escarabajos que protagonizaron las democracias de los años treinta no supieron parar a Franco, Hitler y Stalin, hoy sus herederos de tercera generación, los escarabajos del siglo XXI agrupados en torno al proyecto político más inspirador y esperanzador de la historia de la humanidad, la Unión Europea, igualmente no saben que hacer con sátrapas como Putin o los que hacen su trabajo en Oriente Medio. Todo este largo proemio es para ilustrar que la paz y la guerra son dos amantes de nombre femenino pero de quehacer masculino, o viceversa, que es como de verdad somos los seres humanos, mucho antes de que feminismo unidimensional y unidireccional de la cuarta ola plantara sus reales en los albores del siglo XXI. Y que también desde mucho antes sabemos que nunca se llevaron bien. Como la copla no pueden vivir la una sin la otra, pero por separado tampoco. La cosa fue así. Dentro de mi periplo por el poniente castellano, cerca de Urueña, cuya crónica he dejado por escrito  en las entrada anterior de este título, se encuentra el pueblo de Tordehumos. En su castillo ruinoso (ver foto adjunta) otra vez el poder evocador de los escombros, ocurrió, trescientos años antes del descubrimiento de America, un episodio que me parece digno de mención porque forma parte del Gran Libro del Mal Amor de la Humanidad entre aquellas dos grandes señoras: Guerra y Paz.


Todo empezó mucho antes, pero tal día como el 20 de abril de 1194, Alfonso IX de León y Alfonso VIII de Castilla firmaban el Tratado de Tordehumos. Lo hacían por mediación del legado Papal Gregorio, cardenal titular de Sant Angelo y sobrino del Papa Celestino III para poner fin a la guerra que ambos reinos mantenían desde hacía tres años. En el Tratado de Tordehumos se acordó que el Rey de Castilla Alfonso VIII devolvería al monarca leonés Alfonso IX las fortalezas que había ocupado durante la guerra que ambos Reinos habían mantenido. Estas eran los castillos de Alba, Luna y Portilla. El resto de fortalezas que habían sido ocupadas por las tropas castellanas serían restituidas al Reino de León tras la muerte de Alfonso VIII de Castilla. El legado Papal confirmó que los castillos que habían constituido la dote matrimonial de la Reina Teresa de Portugal serían considerados propiedad del Reino de León pese a la separación de ambos cónyuges. Además, se dispuso que en caso de conflicto no se retomarían las hostilidades, sino que se recurriría al arbitraje de la Santa Sede.


También se acordó que en caso de que Alfonso IX de León falleciese sin dejar descendencia legítima, el Rey castellano heredaría su Reino. Por su parte, los maestres de la Orden del Temple y de la Orden de Calatrava se comprometieron a cuidar los castillos que fueron entregados por ambos Reinos como garantía de paz, maestres que intervendrían en caso de ser necesario para mantenerla.