martes, 16 de mayo de 2023

MAUDIE

 La película “Maudie, el color de la vida”, de Aisling Walsh, empieza con la imagen de la protagonista pintando, es decir, utilizando su inteligencia rodeada de dos instintos básicos muy habituales en todo tiempo y lugar: el del hermano depredador y el del asfixiante de la tía protectora. Es decir, la vida y el arte frente a frente, o entremezclados, sin museos ni críticos ni aduladores mediante. La VIDA con mayúsculas, aconteciendo tal cual en medio de la naturaleza. Lo que quiero decir es que, desde el primer fotograma, queda claro ante el espectador que la película está contada desde ese sitio que ocupa el alma de Maudie. Lo que viene a continuación, que es lo que ve el espectador durante las casi dos horas que dura la película, es comprobar donde y como coloca la protagonista su cuerpo maltrecho para poder llevar a cabo sus visiones pictóricas que nacen en aquella. Es entonces, cuando se encuentra con el rústico Everett Lewis - un huraño vendedor de pescado en un pueblo de Nueva Escocia (EE UU), con lo que se gana el salario - que está buscando una criada para que haga las labores domésticas en la cabaña donde vive. Primera prueba para el espectador: cómo tratar con el choque entre sensibilidades que se le echa encima, al trasladarse Maudie a casa de Everett, a vivir y a trabajar como criada.

Dicho así pareciera una prueba fácil de superar, pero a poco que nos fijemos requiere por parte del espectador abandonar por unas horas su comodidad habitual hecha, como sabemos, de tópicos y lugares comunes, envueltos en el mantra del sabelotodismo imperante, y dejarse atravesar por el no saber que acompaña a ese choque de sensibilidades antes mencionado, teniendo como único lenguaje las chispas que saltan de su estrenada convivencia. Las chispas entre los trazos de los pinceles de Maudie, claro está, que se abren paso, estos últimos, rodeados de ese tumulto pero sin dejar de dar forma y consistencia, en los cristales y las paredes de la casa, las tarjetas de felicitación y los cuadros que vemos construir sin parar durante toda la película. Una forma y una consistencia que, al fin y a la postre, otorgan el sentido ante nuestros pacientes ojos, que para entonces ya se han librado de la modorra habitual que mencionaba al principio.


Si esto que digo se hace verdad en el alma del espectador, entonces puede entender mejor la dimensión irónica que acompaña y envuelve a toda la película. Me refiero, como no, a la forma de hablar y de actuar de Maudie en contraste con el estilo rusticano de Everett, y a las apariciones, por decirlo así, de la civilización moderna en la cabaña de cinco estrellas de la pareja de hecho, la pintora y el pescador. Estoy hablando de Sara, la elegante vecina de Nueva York que queda hipnotizada con lo que pinta Maudie y, faltaría más, la sacrosanta televisión metiendo sus narices en la vida de la pareja del momento, para llevarla a los hogares capitalinos de clase media de siempre.