No hace tanto alguien, de cuyo nombre no logro acordarme, dijo, que al ser humano contemporáneo le es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
En medio de toda esta incertidumbre paralizante, en la que como dicen los más conspicuos predicadores del apocalipsis puede ocurrir cualquier cosa menos que logremos entendernos y encontrar un camino común, emerge la esperanza transformadora de la lectura compartida entre ciudadanos, que pelean por sobrevivir en medio de semejante guerra cultural y digital que no deja de amenazarnos. La lectura, como todo arte, nos pone en contacto con representaciones escritas en las cuales tratamos de comprender qué es lo que comprendemos y también lo que no.
Ahora bien, de la misma manera que hay estados fallidos, no es exagerado pensar que haya ciudadanos fallidos y, por extensión, Lectores fallidos. Es el club de lectores uno de esos lugares, o templos, de la democracia preparado para que cada lector se ponga en el lugar del narrador y los personajes de la novela, por la que ha sido convocados junto a los otros lectores, y, como no, también para que se ponga en el lugar de esos otros lectores.
El caso es que la excitante responsabilidad civil de la literatura (Rafael Chirbes), tiene en el Club de Lectorss, a mi entender, a una de sus más genuinas encarnaciones. Un Club de Lectores imaginado como un dique de contención que mantenga a raya las chácharas inacabables de los consumidores de lo real y los negociadores con lo real, permitiendo así que siga siendo posible pensar y dialogar con el mundo. Para que siga siendo posible el diálogo y el pensamiento entre el campo de las experiencias (pasado-presente) y el horizonte de las expectativas (presente-futuro). En fin, para que siga siendo posible la creación de conocimiento.