Andrzej Wajda, al filmar “Danton”, se desplaza a un remoto pasado, imaginando una música y una puesta en escena muy acorde con la ebriedad del terror político incuestionable que allí se respira y se sufre, para que el espectador de ahora entienda un presente, cualquier presente, - donde se dé el “terror” disfrazado de buenismo político, que lo haga igualmente irrespirable -, que está compuesto de dos cercanías, no necesariamente enfrentadas: una en el inmediato pasado y otra en el próximo futuro. Para ello Wajda nos desglosa el mismo dilema de antaño: Democracia en forma de Monarquía Constitucional. No. República apoyada en la Convención Nacional. No. Revolución con estructura de terror. Sí, a costa de miles de cabezas cortadas. Conclusión: más de doscientos años después la democracia sigue siendo incompatible o no tiene cabida en los procesos revolucionarios, sean sanguinarios o buenistas. La democracia todo lo más es un mal menor que hay que aguantar hasta que llegue su hora absoluta, que solo así es la hora verdadera. Hasta que llegue, por decirlo así, la hora de los Nuestros. La nueva religión está en marcha. Al igual que hace más de doscientos años, los sansculottes de siempre creen más en la revolución que en la democracia, para llegar a resolver sus problemas cotidianos. De hecho, es la palabra revolución la que más utiliza la publicidad, con su barroquismo estético digital, para elevar el valor de sus productos hasta la categoría divina, que es de lo que se trata: convertir a los desarrapados sansculottes en seres como dioses. Ese es el mensaje oculto y etimológico de la palabra revolución para las entendederas de Robespierre y, también, para sus más conspicuos imitadores, los creativos publicitarios y los comerciales de sus productos.
Y es que la mediocridad, como dice un amigo mío, se empoderó para siempre del imaginario popular durante y después del tiempo revolucionario. Dejó de ocupar el lugar que, como potencia o posibilidad, le corresponde, si hay esfuerzo y talento de por medio, para crear el lugar de la excelencia. El dictum “no hay excelencia en el futuro sin tener en cuenta la mediocridad en el presente” - como no hay rosa que no florezca con todo su esplendor, sin hincar sus raíces en el mal olor del abono de la tierra - fue borrado del imaginario popular por el furor sangriento de la guillotina. Tanto fue así, que tuvo que ser un payaso corso el que no tuvo demasiadas dificultades para apropiarse de todas las ruinas y miserias uniformadoras del terror revolucionario, y hacer con ellas la razones de ser de su particular gloria Imperial, ensangrentando de paso al continente europeo con sus guerras durante quince años. De nada sirvió la reivindicación sobre las miserables condiciones de una mayoría, abocada a lo que hoy sería el umbral de la pobreza, porque esa tendencia implacable no cambió ni consiguió acabar con el instinto criminal de su partera, la misma revolución. A saber, con esta varió la concepción del poder, desde luego; la historia de las ideas, quizá; la titularidad de los bienes, muy poco; y el papel de la institución monárquica, para siempre. Pero, los sansculottes de manual siguieron viviendo en el infierno.
¿Y Danton? ¿Quien fue Danton en esta ópera sangrienta y bufa que fue la revolución sangrienta, bajo cuya influencia todavía vivimos? Danton, a mi entender, representa ese tipo medio o estándar de la clase media urbana, entonces incipiente y ahora dominante, que no tiene instinto de clase ni de ciudadanía, que le gusta ser propietario de sus propiedades y disfrutar de sus beneficios, para lo que no tiene empacho, siempre que sea menester y su cuenta de resultados así se lo exija, en presumir de ser amigo de sus amigos. Y tal y tal. El 10 de agosto de 1792, Danton echó a la Monarquía del poder francés y apostó por la República, pero no supo defender la democracia inherente a esa importante decisión. Eso supuso que se podía seguir pensando que matar por conseguir los objetivos que cualquiera que se considere víctima proponga, está legitimado por la razón que le asiste. Ser víctima y tener razón, siempre y en cualquier caso, se matrimonió desde entonces de manera indisoluble. Hasta hoy. Así todo quedó en el aire en ese setiembre de 1792, que fue lo mismo que dejarle la iniciativa a los revolucionarios jacobinos de Robespierre para instalar el terror un año después.
La escena se repitió en el siglo XX en la Rusia zarista, en la Alemania de la república de Weimar y la España de la segunda república. Y todavía en el siglo XXI, el terror revolucionario llama insistentemente a la puerta para alcanzar todo su protagonismo en el montaje de la acción política actual, es decir, para convertirse en el único plano secuencia donde sus mañas aniquiladoras se vayan enseñoreándose por todos los rincones del escenario público y privado. Que la cosa tenga un soporte digital no rebaja un ápice el daño y el dolor que nos produce a todos los ciudadanos.