viernes, 12 de julio de 2019

TROPIEZO

A los pocos días de la aparición de la pedigüeña delante del monumento en recuerdo de los defensores del castillo, MG leyó en el periódico local, que cada mañana llegaba puntualmente a la cantina, una carta firmada por los Amigos del Castillo en la que se desentendían de todo el revuelo que había producido en la ciudad de abajo semejante episodio. Las palabras escritas desde dentro del castillo tuvieron el efecto de un tropiezo, seria exagerado decir encontronazo, pensó MG, con las palabras que se escribían o que los vecinos de la ciudad de abajo hablaban en su exterior. Y el resultado final de ese tropiezo pareció decantarse del lado de los Amigos del Castillo, que con su carta se apoderaron de nuevo de la verdad de la historia de la fortaleza, el derecho de cuya propiedad se disputaba desde hacía siglos con la ciudad de abajo. Todo lo que MG oyó en la cantina, a partir de la aparición de la carta en la prensa local, dejó de tener un tono, digamos, de noticia de actualidad y empezó a adquirir un aire de relato continuo como si estuviera contado, sin puntos y casi sin comas, desde el origen de la construcción del castillo hasta lo días del presente. La carta de los Amigos del Castillo consiguió devolver a la fortaleza ese aire de permanencia, que la aceleración propia de la historia en que vivían los vecinos de la ciudad de abajo trataban de arrebatarle, incorporándola a los vaivenes de la industria turística, mediante la cual los vecinos creían poder levantar el ánimo decadente de la ciudad de abajo. Antes de ir a dar la vuelta al camino de ronda, MG volvió a leer la carta de los Amigos del Castillo y, por primera vez en muchos meses, sintió una sensación de alivio, en el sentido de no estar caminando por los márgenes sino atravesando el  mismo centro del misterio que envolvía la relación de aquella fortaleza con todo lo que la rodeaba. Notó, por ejemplo, que no le importaba tanto encontrarse con alguien en el camino, notó, en fin, que aquella carta, sin anunciar nada destacable a parte de su no implicación en el caso de la pedigüeña, le había devuelto una parte de la confianza que había perdido, y le había rebajado sus desdén de forma considerable. Poco antes de llegar al monumento a los defensores del castillo, se dio cuenta de que la pedigüeña volvía a estar en su sitio. Pero en esta ocasión no exactamente como pedigüeña, aunque sus vestimentas así la delataran, sino más bien como portera de algo o de alguien, que seguía sin estar definido. Sentada alrededor de una mesa junto al monumento, vendía flores a quien quisiera dejar testimonio de su paso y mostrar el recuerdo y el respeto de los defensores del castillo colocándolas al pie de aquel. Se detuvo unos instantes para observar la escena desde la distancia, y fue entonces cuando le vino a la memoria las palabras exactas de la carta de los Amigos del Castillo en la prensa local, en la que se desentendían del revuelo producido por la aparición de la pedigüeña al lado del monumento en recuerdo de los defensores del castillo, aunque, como lo atestiguaba lo que MG estaba observando en directo en el camino de ronda, no de la pedigüeña vendedora misma.