Como en la ciudad de abajo había una exposición para celebrar el aniversario de la llegada del hombre a la luna, en la cantina del castillo, supuso MG, para no ser menos habían puesto el vídeo Apolo XIII, la película de Ron Howard que narra las peripecias para volver a casa de la tripulación de la nave espacial, una vez que no pueden alunizar debido a una avería técnica irreparable. Lo que vio MG, al entrar en la cantina, fue el principio de la escena en la que el capitán Lowell pide a la central de Houston que estabilice el módulo de alunizaje, que a la sazón se había convertido en su bote salvavidas para regresar a la tierra, de tal manera que la imagen del planeta azul quedara encuadrada dentro de la pequeña ventana del módulo. Con esa referencia tendría suficiente para guiarse en la vuelta a casa. La escena le volvió a conmover más, si cabe, que la primera vez que vio la película. Y más aún que cuando lo vio en directo a través de la rudimentaria manera de trasmitir las noticias en la televisión de entonces. La representación que había hecho Howard de la tierra, a ojos de los astronautas del Apolo XIII, le pareció inquietante. Se le ocurrió pensar que debía ser la misma sensación que debería tener el pez fuera del agua. Ese desdoblamiento le pareció a MG el más importante descubrimiento de estirpe no técnica (espiritual si se quiere). Quiso ver en la radicalidad de su acontecer, la imprevista e inopinada importancia que acompañaba a la intención del ayuntamiento al celebrar con tanto cuidado y dedicación la llegada del hombre a la luna. También los Amigos del Castillo, siempre muy atentos a los detalles que crecían a su alrededor, colaboraron con esa iniciativa municipal colocando una gran pancarta del evento en la entrada de la fortaleza. Cuando MG se fijó en la imagen que ocupaba todo el cartelón, al tenerla más de cerca, se dio cuenta que era la misma que acababa de presenciar en la cantina, con la diferencia de que en la ventana del módulo lunar no aparecía la tierra, sino una fotografía a todo color del castillo. También había oído, o leído en algún periódico, que un piloto de una compañía de aviación comercial europea había tratado de pujar por los ojos de Neil Armstrong el día que le hicieron la autopsia, con la intención según declaró de poder volver a ver lo que el astronauta norteamericano tenía guardado en su retina después del alunizaje que hizo aquel mes de julio de 1969. Mientras daba los primeros pasos por el camIno de ronda, MG juntó en su cabeza los cuatro acontecimientos, la película, la exposición de la ciudad de abajo, el cartelón de la entrada del castillo y la noticia del piloto aspirante a los ojos del primer astronauta que pisó la Luna, y creyó detectar en cada de uno de ellos una intencionalidad semejante. Luego cayó en la cuenta que desde entonces nadie había vuelto a poner un pie en la luna, y que la proverbial influencia que, desde siempre, el satélite tuvo sobre las fuerzas de la imaginación que habitaban la tierra, sospechaba que también habían desaparecido. Ahora aquel misterio que el lado oculto de la luna siempre inspiró a los poetas sus más febriles versos y a los correcaminos sus más dislocadas aventuras, le pareció que no estaba entre nosotros, aunque lo más más acertado sería decir, pensó, que probablemente fuera el botín que aquellos astronautas trajeron de su expedición, por lo que el misterio lunar pertenece ahora a la tierra. No como hasta ahora, que cualquiera podía acceder a él por mediación poética, sino que, al igual que aquel piloto que consiguió comprar los ojos de Neil Armstrong, forme parte de la propiedad privada de algún desconocido de los que acuden a las subastas públicas. Al acabar de dar la segunda vuelta al camino de ronda, MG observó que en las garitas de entrada al castillo, donde antaño hubo un centinela de carne y hueso, habían colocado, creyó ver en ello la colaboración entre ayuntamiento y Amigos del Castillo durante el tiempo que durara la exposición, dos muñecos cubiertos con las escafandras que utilizaron en su día los astronautas lunares.