Siempre debemos hacer lo que nos gusta (hasta aquí la retórica incombustible de la publicidad). Aunque no debemos olvidar que lo que nos gusta no es nada más que el gusto individual, y que de ahí no se mueve se ponga como se ponga lo que de saltimbanqui y feria de barraca eternos tiene la publicidad permanentemente renovada (a partir de aquel comienza el habla persuasiva de la literatura y la filosofía). Comprobamos, entonces, con sorpresa que lo que era antes gusto o libertad de expresión es ahora interés desinteresado. La libertad de expresión empieza a ser algo de trato cansino, algo que acabará muriendo, si algún tipo de ética creativa no lo remedia, de su propio éxito liberticida. Los primeros síntomas ya están aquí. Una libertad de expresión que lo único que ha dado de sí es acabar siguiendo en fila de a uno, hasta auparlos a lo más alto, a los flautistas de Hamelin de toda laya y condición que nos prometen, como siempre ha sido, lo que no pueden dar. Ocupando sin escrúpulos lo que es territorio propio de los afectos, y en particular del más ajeno a la voluntad individual de todos, el enamoramiento. Lo que ahora no funciona con la misma eficacia es echar mano, para justificar y disculpar la evidencia de sus desmanes, del socorrido aborregamiento que padecen los seguidores y de la falta de escrúpulos del flautista de turno. Ahora los seguidores no son tan borregos como la liturgia tradicional los quiere pintar ni los flautistas son tan inescrupulosos. Todo es bastante confuso, pues se han cambiado, digamos, las tornas. Los seguidores, unos tipos perfectamente alfabetizados y continuamente conectados a los avatares pequeños y grandes del mundo local y forastero, practican, apoyados en su colosal currículum nunca antes alcanzado por ninguno de los otros seguidores que en la historia de la humanidad han sido, perfectamente analfabetos y continuamente aislados de todos los avatares del mundo que no fueran los de su aldea local, aquellos practican, digo, la maldad con total desparpajo encubierta bajo el mantra de la libertad de expresión. Pues hoy el mal no tiene nada que ver con la semántica heredada de épocas teologales, a saber, infierno, cuernos y rabos, hoy el mal es nuestra forma de ser hecha a base de aplicar de forma consciente e ilimitada esa libertad de expresión, que no reconoce otra cosa que no sea la voluntad de ejercerla. Por tanto mal y voluntad, y viceversa, siempre han hecho buenas migas en los momentos que la historia se sale de cauce, sobre todo a partir del momento en que se liberalizó la libertad de expresión. Es por ello que los flautistas de Hamelin modernos son un producto del mal, entre otros, que ejercen, en esto la puesta en escena no ha cambiado, quienes practican voluntariamente cada día su libertad de expresión. No es casual, si te fijas con atención, lo sobrevalorado que está el mundo de la infancia y de los animales de compañía, pues la maldad que anida en los adultos, a base de hacer siempre lo que les gusta como manda la publicidad, pretende buscar su redención frecuentando asiduamente el alma de esos mundos sin culpa y llenos de inocencia e irracionalidad. Ni animales de compañía ni niños les van pedir nunca cuentas, pues lo que menos imaginan seres como los mencionados es que los que están a su lado estén pensando en otra cosa que no sea en los niños y los animales mismos. Como puedes comprobar (nada más tienes que asistir a un cumpleaños familiar o a una competición escolar para comprobarlo) la alianza no puede estar mejor construida para que dure. Mediante ese pacto, por un lado, los niños se apropian de todo el protagonismo en las familias, las escuelas, las asociaciones deportivas y culturales, etc., por otro, los adultos descansan por unos instantes de esa monstruosidad en que se han convertido sus vidas, pegadas como una lapa al ejercicio de la libertad de expresión. Ya que uno, si hacemos una lectura atenta de “la metamorfosis” de Kafka, se convierte en un monstruo cuando han dejado de mirarle, o cuando no le han mirado nunca. No otra cosa es lo que hacen (yo conozco amigos y familiares que llevan viviendo así toda su vida) , y en lo que se han convertido, quienes se han dejado embaucar por flautistas de Hamelin de toda laya y condición. “El capitalismo es un concentrado inmaterial destilado a lo largo de 400 años de miedo a la muerte, fe (como respuesta a las penurias y el espanto) y tensión de toda el alma: un fluido que de pronto se vuelve cristalino en todo un pueblo y convierte a las personas en cosas.” Es entonces cuando la invisibilidad de esas cosas se hace tragedia moderna, es decir, maldad pues nos afecta a todos, lo que dificulta concebir el bien. Por ello, la frase con que Max Weber imaginó hace más de cien años el futuro, cobra hoy toda su maliciosa vigencia: toda la familia ejerciendo su libertad de expresión, y de mutua invisibilidad, delante de una pantalla.