miércoles, 30 de septiembre de 2015

MIEDOS DE OTOÑO

Encuentro al librero del barrio ansioso. Yo diría que a punto de entrar en una recesión. Debería decir depresión, pero recesión me parece mas adecuada. Voy a consultar con él los títulos de unos libros y me recibe entre un montón de facturas que no le cuadran. No se si llegaré a final de año, me confiesa apesadumbrado, no me salen las cuentas. Con la confianza que nos hemos dado después de hablar y hablar sobre la conveniencia de unos libros y no de otros, intento animarle diciéndole que el tiempo no existe, que es la representación que hacemos de las cosas lo que produce la sensación de lo pasado antes, lo que ahora esta pasando y lo que pasará mañana.Tampoco existen los números, a los que se les dio la categoría de realidad primera a causa del equívoco o de la pereza, vaya usted a saber, de que entender el mundo es lo mismo que medirlo, que todo es una cuestión de sumas y restas.

No lo hago para aleccionarlo, ya que es un firme convencido de todo eso que le digo, sino para refrescarle la memoria, para recordarle lo que tantas veces me ha dicho: que es librero a pesar de lo que digan, y cuando lo digan, las estadísticas. “Mira que lo hemos discutido veces”, estoy a punto de espetarle, pero no me atrevo tan averiado lo veo. Doy fe de que no es una forma de resistencia ni de un romanticismo trasnochado. Es librero porque piensa que las palabras, esas otras formas de la inexistencia, se aproximan con más acierto y perspectiva a lo que somos. Eso es todo.

Sea por lo que fuere, lo cierto es que el librero del barrio está atrapado en la misma tela de araña que lo pueda estar un broker de bolsa o un vendedor de automóviles. A la deriva en un mundo flotante y cambiante de inexistencias, está a punto de perder lo que más ama. La profesión que le da la vida. Su propia existencia.

viernes, 25 de septiembre de 2015

EL GATO BAJO LA LLUVIA, cuento de Ernest Hemingway

La lectura del cuento de Hemingway es una enorme experiencia lectora que se adquiere recorriendo un breve camino, cuyos mojones los señalan las cuitas y asuntos de las vidas de los protagonistas, manejadas con maestría temporal y espacial, y gran compasión irónica, por la voz de un director de orquesta impecable en su cometido, el narrador. Me refiero al camino que hay que recorrer entre imaginar, a través de la ventana donde se conoce a la protagonista principal, a un "gatito aterido de frío" y la realidad de tener sobre el regazo de la misma protagonista principal a un gatazo de pedigrí carey. Dicho con otras palabras, el camino a recorrer entre tener un Ferrari en la puerta de casa e imaginar en la pantalla de televisión (la madre de todas las ventanas) a un "Ferrari" compitiendo en el circuito de fórmula 1. 

El cuento "el gato bajo la lluvia" es un itinerario lector "in media res" (en mitad del asunto fundamental de sus protagonistas). Es decir, ni se inicia en el principio ni se acaba en el final. Aprendiendo con ello algo fundamental: no quiero mirar el mundo como lo hace la protagonista principal del cuento. Y aprendí, también, que la compañía lectora para recorrer ese camino es, a parte de necesaria, impagable. Es decir, aprendimos juntos que nuestra existencia también transcurre en mitad del asunto de lo que sea o deje de ser nuestra vida. Y que ésta se encuentra entre las otras vidas afectadas igualmente por el mismo dilema existencial. 

¿Se lee lo mismo si se hace como lector caminante de un camino (el pensar peripatético lo llamó Aristóteles), o como lector analista o consumidor sentados en un laboratorio o en el salón de casa? No es baladí la pregunta, ya que está en el centro de toda la producción y consumo editorial actual, a lo que los lectores de nuestra tertulia no somos ajenos. Ya que afecta a la posición individual que ocupa cada uno de esos lectores, en una sociedad como en la que vivimos que lo es simultánea y febrilmente de masas. La literatura como algo dado, listo para consumir o para analizar y ser evaluado. O la literatura como un camino a recorrer, en el que sólo después de ese misterioso itinerario la escritura y la lectura de un relato se convierten en verdadera literatura. De otra manera, se trata de discernir que entre el camino que hay que recorrer hasta su constitución como literatura y su naturaleza propia como tal literatura, resulta difícil hacer una separación.

Pronto nos dimos cuenta los lectores caminantes de la tertulia de "el gato bajo la lluvia", que la responsabilidad del cuento de Hemingway caía enteramente sobre nuestras conciencias, y que teníamos que mover el culo y la mente si queríamos llegar a algún sitio de interés. Nos dimos cuenta de que éramos nosotros los que teníamos que ir hacia donde se encontraban el narrador y sus personajes. El lector analista o el consumidor nunca se habrían movido, ni tienen conciencia del movimiento que hay que hacer para ese menester. Piensan que es el texto el que viene hacia ellos para analizarlo o consumirlo. El lector analista tiene teorías e ideologías para aplicar de inmediato y el lector consumidor tiene suficiente dinero para comprarse un libro y un deseo urgente de autoafirmación como para leerlo. El lector analista, además, habría sentado a la señora americana en el diván o bajo las lentes del microscopio, según el laboratorio desde donde lea y trabaje, y le habría hecho un chequeo exhaustivo de su vida. El lector analista y el consumidor tienen muy claro que ellos son los sujetos y el relato es el objeto, que está enteramente a su servicio. Los lectores caminantes acabamos sabiendo que no sabíamos nada, o que lo que sabíamos no nos servía de nada si queríamos entender la conducta de la señora americana detrás de la ventana, de su marido en la cama y del hotelero en la habitación oscura. Lo fuimos experimentando poco a poco, intervención a intervención. Los lectores caminantes nos dimos cuenta, como ya he dicho y no sin esfuerzo, que la historia de la señora americana y los otros protagonistas del cuento - como todas las historias - comenzaban en mitad de sus asuntos, que era también el lugar inestable e incierto donde debíamos colocarnos los lectores para poder escucharlos con atención y concentración. El lugar del aprendizaje de la lectura. Los lectores analistas y los consumidores no pueden entender que un cuento tan corto como el de "el gato bajo la lluvia" empiece en mitad del asunto. Por ello, el lector analista habría tratado de cotejar la verificación empírica de las proposiciones del narrador y sus protagonistas, y de si el final encajaba exactamente con el principio. El lector consumidor habría pensado que al cuento le faltaba algo, más bien casi todo. El lector analista le habría exigido a Hemingway que demostrase el por qué de la ficha técnica, o judicial si fuera menester, del narrador que había elegido. ¡A Hemingway! que, como dije, escribir para él era sangrar. El lector consumidor, en fin, se habría aburrido solemnemente, teniendo la sensación de haber perdido su tiempo y, lo que es más importante, su dinero, en el supuesto de que hubiera tenido que pagar una cuota por asistir a la tertulia.

Puede que, al fin y al cabo, el lector analista y el consumidor se sintieran defraudados con el cuento de Hemingway. Sin pensar en ningún momento en la posibilidad de que había sido su manera de leer, la que los había convertido en fuente de su propio fraude. Los lectores caminantes hemos quedado para octubre, para recorrer y experimentar juntos otro itinerario narrativo.

martes, 22 de septiembre de 2015

MENTIRA ROMÁNTICA PARA SALIR DE CASA Y VERDAD DE FICCIÓN PARA VOLVER A CASA

En su libro "Flores en las grietas", Richard Ford resalta un pasaje del cuento "La dama del perrito", de Antón Chéjov. Esta contado por el narrador del relato, que deja por un momento a los amantes protagonistas liados en su intento de mantener en pie la fragilidad de sus sentimientos. Dice así, fijándose en lo que los rodea:
"Las hojas no se movían en los árboles, chirriaban las cigarras, y el monótono y sordo rumor del mar, que llegaba desde abajo, les hablaba de paz, del sueño eterno que nos espera.
Así sonaba el mar allí abajo cuando aún no estaban aquí en Yalta ni Oreanda, así seguía ahora el rumor y así seguiría, igual de indiferente y sordo, cuando no estuviéramos. Y en esa inmutabilidad, en la completa indiferencia hacia la vida y la muerte de cada uno de nosotros se esconde, quizá, el secreto de nuestra salvación eterna, del ininterrumpido movimiento de la vida en la tierra, del constante perfeccionamiento."



Convengamos que doscientos años después de aquel intento de salvación laica republicana contra el oscurantismo religioso el copyright de la mejor definición de lo bello lo sigue teniendo la Iglesia Vaticana: splendor veritias. Traduzco: lo bello es el resplandor de la verdad. Y es que el dios creador estuvo siempre con los que no mentían. Pero también hizo saber, a través de sus inquietantes narradores, que la verdad no era algo cognoscible en términos humanos. Luego, un día se fue y nunca mas volvimos a saber de él. Y es desde entonces, abandonados y solos en el universo, cuando ni al mentir somos capaces de decir la verdad. Tratando de que no se note, faltaría más, vivimos cercados por esa enorme estupefacción.

A partir de tan colosal ausencia divina nos espanta lo indecible, la posibilidad de que nuestras vidas sean teológicamente y teleológicamente vanas, es decir, que no tengan significado ni sentido ni meta discernibles: que todo sea simplemente un accidente sub-atómico, un juego químico, y punto. Para sobreponernos al temblor y temor que nos produce tan espeluznante vacío, salimos de casa para ganarnos la vida con el sudor de la frente. Y volvemos a casa, antes de que el mundo se apropie de nosotros, para ganar nuestra vida con el ímpetu de nuestra imaginación. En ese viaje de ida y vuelta no hacemos otra cosa que inventar y contar historias, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Bien sea para que nos cuadren los principios particulares y sociales, bien para prometer lo que no somos a quien mas amamos. Es decir, mentimos todos y mentimos siempre. Porque callados somos un misterio, pero cuando decidimos hablar corremos el peligro de convertimos en un horror: mentimos.

No mentimos para engañar, mentimos por la necesidad que tenemos de entender lo que nos pasa. Es mas, mentimos para hacer algo con lo que nos pasa. Por eso mentimos. Mentimos para saber algo de la verdad que nos hace falta para seguir vivos, y que aquel dios canalla nos prometió en el paraíso. Mentimos porque lo importante es que, aunque nos seamos tipos fiables, nunca dejemos de ser tipos valiosos, expulsados para siempre del paraíso. Mentimos porque en eso consiste la dignidad de nuestra frágil y finita humanidad. Mentimos, es decir, observamos, hablamos, leemos y escribimos. Sobre el papel o sin el, sobre la pantalla o sin ella. A través de una ventana o desde una oscura habitación o tumbados sobre la cama. Mentimos los días grises y los soleados. Y también mentimos los días lluviosos. Mentimos cuando estamos solos y lo seguimos haciendo en compañía. Mentimos mientras existimos. Y es que la verdad, concluimos después de tanto mentir, no es un atributo de la vida, sino de la ficción. Porque la verdad de la vida es invivible y, por tanto, invisible. En un mundo como el nuestro dominado por la sospecha y la incredulidad, ya de vuelta a casa, ¿qué mejor que la verdad de la ficción para dar cuenta de lo que pasa al otro lado del telón de la mentira de la vida, y de lo que nos pasa a los mentirosos con lo que ahí que pasa?

Acabo con otra cita de Richard Ford, de su libro "Flores en las grietas":
"Es fácil de entender lo que quiero decir: nunca es posible remontar las conexiones verdaderas hasta su origen, porque solo existen en esa turbia y silenciosa, aunque fecunda, noche interestelar en la que reinan el impulso obscuro, la asociación libre, el instinto y el error." (...) "En mi opinión, no creer en la invención, en nuestros poderes de ficción, sino pensar que todo es rastreable hasta sus orígenes, que el conejo debe finalmente estar esperando en la madriguera, es (por irremisiblemente erróneo) una receta segura para acabar en las borrascas de la decepción y un pequeño pero innecesario reproche a la capacidad salvadora de la humanidad para imaginar lo que podía ser mejor y luego, con sana esperanza, buscarlo.

viernes, 18 de septiembre de 2015

CRÓNICAS DEL PADRE RIN: LA CUENCA DEL RUTH

Mencionar la cuencas del Ruth es convocar a todos los peores fantasmas del continente europeo que lo asolaron durante el siglo XX. El Ruth, un pequeño afluente del Rin, guarda en sus entrañas el secreto de todo lo que nos ha pasado en los últimos cien años. Antes de que el silicio se convirtieran en objeto de deseo de todos los traficantes y crimínales, el carbón y el acero cegaron la mente y la inteligencia de quienes deseaban apoderarse del mundo. Resultado, las dos guerras mundiales mas devastadoras que ha conocido la humanidad. Y una tercera guerra fría, mediatizada por el terror nuclear, el cual no se si hace bueno al carbón, o al silicio.

La cuenca del Ruth fue el avispero de Europa, cuando Europa era el ombligo del mundo. Cuando la minas de carbón tapaban el cielo con sus humos. Hoy la cuenca del Ruth - en la época  que domina el silicio - es un parque temático verde y de cielo prístinos, que sirve para que los turistas hagamos fotos con nuestros dispositivos. El silicio tiene algo etéreo y transparente, como la sociedad a la que da forma, que impide captar la gravedad de la vida que alumbraba y calentaba el carbón de entonces. Nos seguimos matando por su propiedad, en eso todo sigue igual, pero el mundo que alumbra y calienta el silicio es otro. Aunque parques temáticos como el de Zollverein, cerca de Essen, tienen una utilidad encomiable. Desvelan el fracaso de la transparencia a que ha llevado el silicio con su historia de inmediatez y aceleración. La generación del carbón siempre luchó y mató por una vida mejor. Eran fantásticos y estremecedores aquellos sueños de la antracita, reflejados en los relatos de las familias que se hicieron millonarios con las minas decimonónicas. Sus herederos de la generación del silicio, al fin y al cabo, solo hemos conseguido una vida más cómoda, aunque también la llamemos mejor. Lo que pueda ser mejor, lo que signifique mejor para los del silicio se ha perdido, sin saber muy bien como, ni por qué, en el trayecto rápido que hemos hecho entre el carbón y el silicio. Hemos perdido el significado de lo mejor, porque nunca hemos tenido la oportunidad de enfrentarnos al significado de lo peor. Dejémoslo, como decía, en más cómodo. Somos mas limpios, sí, pero infinitamente más turbios nadando aceleradamente en el líquido transparencia de nuestra inmediatez.

Wikipedia dixit: El Complejo industrial de la mina de carbón de Zollverein es un antiguo lugar industrial en la ciudad alemana de Essen, en el estado federal de Renania del Norte-Westfalia. Ha sido inscrito por la Unesco en la lista de sitios Patrimonio de la Humanidad desde el 14 de diciembre de 2001 y es uno de los puntos más importantes de la Ruta europea de la Herencia Industrial. La familia Krupp es de Essen; establecieron una industria para producir acero en sus inmediaciones en 1811. Essen fue durante décadas la ciudad minera más grande de Europa gracias al imperio de la industria de armamentos de esta importante familia.

A mi lo de la herencia industrial es lo que menos me convence de esta postal de la nueva primavera minera. La gente del carbón eran pétreos. La amenaza de la mina no era comparable a la de los bancos de hoy en el día día. La amenaza de la mina venia de dentro de la Tierra, que todavía seguía imponiendo sus leyes. En la época minera se sabía que cualquier día en la mina podía ser el último. Temían a la muerte, seguro. Se sentían inmortales, ni pensarlo. Lo único que tenían claro era que  la vida y la muerte iban de la mano. La amenaza del silicio, que es la de los bancos, no se sabe donde está ubicada, y menos cuando darán el zarpazo. Con el carbón no existía el aburrimiento que despliega mediante sus formas la forma de vida que ha creado el silicio. El carbón renovaba la tragedia griega. El silicio despliega un meloso sainete perverso que impide la catarsis. Es decir, la renovación que toda vida necesita. Lo que nos mete en algo desconocido hasta ahora, algo post o infrahumano. No sé. Por eso mas que herencia industrial, yo vi, dentro a de las instalaciones de Zollverein, y con todo el mundo haciendo fotos de un mundo inexistente, la ruptura del ciclo de la industria, que es también el de la vida. Vi otra naturaleza haciendo fotos a lo que quedaba de la Antigua Naturaleza. Sólo el hambre y el miedo, me dije, nos harán a los del silicio volver la vista hacia la "infelicidad" de los del carbón. Mientras tanto, solo tendremos el disfrute de una libertad tan feliz como estéril.

Dentro a de la mina del carbón se conserva la opacidad del mundo y todo depende de las excavaciones. En el silicio todo es transparente, sin posibilidad de oscuridad. O como dice Han, de negatividad. Dentro de la mina está la mugre que mancha al minero y el grisú que lo puede hacer saltar contra la roca oscura, pero al salir de la mina estaban el agua, el jabón  y el oxigeno que lo limpian y lo revitalizaban. En el mundo del silicio no hay excavaciones que valgan, no hay viaje a través de la noche. Todo es luz, todo está limpio y así todo acaba siendo transparente. En decir, el fondo igual a la forma. No hay por tanto rastro de espíritu. Solo materia expuesta permanentemente a la ley de la oferta y la demanda. Trozos de carne con ojos, en fin. Con el carbón un día podían no ser, podían desaparecer. Con la aparente ligereza de la vida que ha creado el silicio, siempre podemos serlo todo. O sea, nada. Me produjo escalofrío ver a unos tipos reírse indiferentes ante el aspecto oscuro y triste que ofrecía el parque temático a los visitantes. Como no veían nada, optaron por hacerse unos selfies, con el telón de fondo negruzco. Al igual que las risas que he visto otras veces en los campos de concentración, la herencia del dolor y el sufrimiento del carbón, la herencia de su mugre, no es la herencia de la industria, es la herencia de su alegría renovada por el florecimiento diario de la vida, la cual se ha roto con el estilo que ha impuesto el silicio a sus consumidores. Entendería cualquier otro gesto de los del silicio, siempre y cuando no dejaramos de revelar el milagro por seguir vivos, pero esa risa perpetua con que sujetan sus dispositivos delante de sus caras, arrastra una trampa invisible: hace la vida, sin peligro de muerte alguno, obligatoria, es decir, sin significado. Una vida de silicio que, al fin y a postre, acabará siendo más pesada que la del carbón y el acero. Una vida de silicio que, a la larga, no mata el dolor, ni el sufrimiento. Únicamente los cataloga y estabula, como a las vacas, para que no molesten y no se distraigan en su cometido: la obligación de vivir riendo. Una vida de silicio que solo le preocupa hacer desaparecer la mugre, pero se amilana ante los hedores que destilan sus inevitables calamidades.

La producción de carbón comenzó a declinar a principios de los años sesenta. Pero antes, la fuerza de su combustión todavía reciente, que había dejado cien millones de muertos, encendió, al fin, la imaginación diplomática de los encarnizados enemigos del continente: Francia y Alemania, formando en 1950 la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, CECA. El embrión de lo que hoy es la Unión Europea.

Por lo demás las ciudades de la cuenca del Ruth - Essen por ejemplo, y a pesar de la lluvia inclemente - es hoy luminosa y magnifica. Aniquilada su angosta antigüedad urbanística,  arquitectónica y minera en un 70 %, por efecto de la segunda carnicería del carbón, aparece hoy ante el turista limpia, museística - el museo de la CECA como espacio simbólico de una gran importancia - amplia en sus avenidas, transparentes desde cualquiera de sus puntos de vista. En fin, aparece dinámica en su nueva máscara cultural y de servicios. Por todo ello, fue nombrada capital cultural europea en 2010. Lo cual me pone delante de los dilemas de la industria del turismo municipal alemán. Destruidas por las bombas casi en su totalidad, a una ciudad alemana ¿qué es lo que mejor le conviene, para que sigan queriéndola sus visitantes? ¿Levantar de nuevo una copia de la ciudad anterior a los grandes bombardeos? O, ¿inventarse una ciudad nueva, que sea testigo de una época, no digamos más humana, digamos solo y sin tanta audacia, post bombardeos con bombas (pues bombardeos los padecemos de mucha clases). A mi me gusta mas la segunda solución, que es la que han elegido los munícipes de casi todas las ciudades alemanas, por cierto, bombardeadas con bombas sin piedad y sin justificación militar por los aliados, oficialmente los liberadores del continente. No me puedo imaginar caminando por la "antigua" ciudad de Essen después de su desaparición. Sería como caminar entre fantasmas. Hitchcock llamó "Vértigo" a ese sentimiento tan melancólicamente humano. Para entendernos, prefiero tener la posibilidad hoy de pasear por la ex bombardeada Berlín y también por el nunca bombardeado París. Son dos paseos, creo yo, que ofrecen mas posibilidades a la mirada de silicio de los ciudadanos, que hoy transitan y negocian sobre el espacio del continente razonablemente en "paz", e imaginan su porvenir inmersos en su tiempo lleno de clarooscuros.

martes, 15 de septiembre de 2015

REFUGIADOS

El problema no es que no sepamos que existe el dolor, el problema es que no sabemos que hacer con el que padecemos cotidianamente. No sabemos que hacer con lo que niega nuestro bienestar, atrapados en el dilema cruel de sospechar que no nos lo merecemos, sino que simplemente es el efecto colateral inducido de que otros no lo podrán disfrutar nunca. Ay, la plaza perpetua. 

¿Hace falta que nos sirvan a los espectadores occidentales, en bandeja catódica, la imagen de un niño de tres años ahogado en las playas turcas, para tomar conciencia de que hay guerras en el mundo, y de que como siempre en todas las guerras las primeras víctimas, a parte de la verdad, son los más frágiles? ¿Hacen falta estas imágenes para saber que la muerte, el dolor y el sufrimiento están a nuestro lado cada día, y cada hora de cada día, y que no es un patrimonio de los países "pobres"? ¿Cuanta pobreza de espíritu tenemos que acumular para saber no reaccionar cada día ante el dolor y sufrimiento ajeno? Pero, ¿sabemos que hacer con el dolor propio, a parte de anestesiarlo de mil maneras insustanciales? 


Convengamos que la empatía del ser humano no alcanza, y menos aún en el rico mundo occidental, más allá de las cuatros paredes de nuestra casa. No es un problema de egoísmo, lo es de la incompetencia intelectual y emocional que nos impone un tipo de vida que nos hace volver a casa cada día sin haber entendido, por ejemplo, el significado profundo de las palabras de Epicúreo: debemos no evitar el dolor.

sábado, 12 de septiembre de 2015

COSAS QUE NOS PUEDEN PASAR AL SALIR DE CASA

No podemos evitarlo, es decir, queremos y sabemos cómo salir de casa - sea por uno, quince, treinta, ciento ochenta o mil quinientos días -, pero nunca sabemos por qué salimos de casa, y, menos aún, por qué un día, de repente, bajo la sorprendente estructura de un aeropuerto o de una estación A mí, en Dusseldorf - ciudad a orillas del padre Rin - la pregunta me abordó al siguiente día de llegar. Volver a casa da miedo, mucho miedo, justo porque un día decidimos salir de casa. ¿A qué? ¿A la busca de sentido? Me temo que no. Miedo en la misma proporción que el coraje que pusimos aquel día para salir de casa. Y, sin embargo, otro día, a pesar del coraje juvenil de entonces y del miedo adulto e inesperado de ahora, que ese mismo día, y solo ese día, conviven juntos, "incomprensiblemente" necesitamos volver a casa. Coraje y miedo se miran como auténticos desconocidos, como si salieran de personas distintas. Es cuando el destino soñado es igual al destino que nos espera en nuestra casa. ¿Queremos volver, por qué ya lo sabemos todo? O, ¿por qué llegamos a la convicción, fuera de casa, de que solo se aprende de verdad dentro de casa?

Al final,  y en cualquier caso, ¿qué significa quedarse en casa?. Pensamos, aupados por el coraje del principio, que estar cerca de la nada. Puede, al principio puede. Pero, más tarde, el miedo nos alerta y nos ilumina. Quedarse en casa es quedarse lejos, sí, pero ¿de dónde?, y ¿protegidos de qué y contra quién?: un misterio en la senda del pensamiento. Sin salir de casa. Un misterio en los tiempos en los que no hay ya que conquistar nada, ni a nadie. En los tiempos del nihilismo absoluto. En los tiempos de volver a empezar.

Cuando uno sale de casa se le presentan, si tiene interés en ello, dos posibilidades. O lo hace como viajero o como turista. Viajar sólo se puede hacer con la imaginación. Empujando el cuerpo sólo se puede hacer como turista, ya sea académico, profesional, cultural, ecológico, aventurero, fotográfico, etc. Lo cierto, sin embargo, es que cuando uno sale de casa, no puede evitar hacer de viajero y de turista al mismo tiempo. Acompañado de las preceptivas guías y asumiendo los ineludibles riesgos. La modernidad romántica del progreso ilimitado, que dura y dura y dura, nos ha hecho así.

Refiriéndome ya a mi caso, me proponía seguir el curso del Rin hasta su desembocadura. Entonces, me dije,  mejor acudir a la guía de Hölderlin, que además de escribir el himno al padre Rin, dejó para todos los que nos atrevemos a salir de nuestra casa una de las citas más implacablemente hermosas de todos los tiempos: soñamos como dioses, pero pensamos como pordioseros. Si pensáramos lo que nuestra imaginación imagina, no habría ninguna razón para salir de casa. Todo sería visible y  visitable desde el salón del comedor de casa, ninguna realidad física podría superarlo. Solo nuestro afán de conquista romántica, de comernos el mundo, nos mete de coz y hoz en esa fatal trampa que es nuestra propia incompetencia existencial. Para sobreponernos, entonces, solo nos queda que, al salir de casa, levantemos el espacio por donde deambulan sin rumbo nuestros pordioseros pensamientos, para soñar el tiempo que algún día habitaron los dioses. La belleza, convulsa, esquiva, retorcida, etc.., sí, tiene por fuerza que habitar ahí. Fue Thomas Mann quien dijo que las cosas andarían mejor en el continente europeo y en el mundo moderno si Marx hubiese leído a Hölderlin. Convengamos que, después de leer al Doctor Faustos, el señor Mann sabía de que hablaba cuando se atrevió a decir afirmaciones de tal empaque.

El caso fue que aterricé en Dusseldorf, capital de Renania-Westfalia del Norte, y ciudad donde había dejado al padre Rin en el anterior viaje. Volar en avión se suma, al salir de casa, a ese afán de conquista que nos impone la modernidad. Volar pertenece al ámbito de los sueños, pero hacerlo en avión te mete de lleno en el peor de los pensamientos pordioseros. El propósito era llegar a la desembocadura del Rin en Rotterdam, Holanda. Aunque razones de índole diversa - como la hipertensión o nuestra presencia en el mundo, todas reales y todas al mismo tiempo enigmáticas - me empujaron a concluir el viaje en la ciudad de Amsterdam. Y es que el Rin, como el origen de nuestra presencia en el mundo, se esparrama por toda la geografía holandesa, hasta hacer de cada canal la impronta de cada ciudad, un testimonio vivo de su desembocadura. Lo que quiero decir es que en su final el Rin, en la voz de Hölderlein, somos todos los que por allí pasan y los que nunca pasaran: soñadores convulsos y pensadores pordioseros y  contumaces a partes iguales.

Lo primero, nada más llegar del aeropuerto al centro de la ciudad de Dusseldorf: la bici. Mi fiel acompañante durante el viaje. Sin ella no hay recorrido, al menos como lo he imaginado. Bici de alquiler y sin retrovisor, lo cual me obligó a aceptar los puntos ciegos que aparecieran en el camino. Partir es morir un poco, pensé, cuando así me la presentaron. Las envestidas del tiempo meteorológico fue otra de las incertidumbres que me acompañaron. Como otras veces, en el verano centroeuropeo las previsiones climáticas ofrecen toda su gama de posibilidades. En Dusseldorf, este primer día amenazaba lluvia. No era el mejor comienzo. La lluvia al lado del Rin no es lo mismo que, pongamos, a orillas del Guadalquivir. Encoge el alma. La amenaza de la lluvia se hizo efectiva y comenzó a caer agua a mansalva. El espacio de los pensamientos pordioseros se humedeció y todavía el tiempo de los dioses no había acudido en mi ayuda.

Antes de que apareciera la lluvia di un paseo a orillas del Rin, que discurría tranquilo, demasiado despreocupado diría yo, al igual que, me dio la impresión, se encontraban las numerosas personas que estaban por allí tumbadas o sentadas. La globalización de la indiferencia es el nombre que han elegido los expertos mediáticos, para nombrar al sentimiento que nos abraza a todos en este tiempo último de conquista o aceleración inusitada. ¿Hubo algún tiempo histórico pasado de menor despreocupación? No sé cómo medirlo. Lo que si hubo fue más lentitud. Es atrevido imaginar que el ser humano sea capaz de preocuparse de verdad - héroes al margen - por algo que se encuentre más allá de las cuatro paredes de su casa. Por eso siempre me ha parecido curioso la clasificación que hacemos de los grupos humanos, y, por ende, de cada individuo que existe fuera de nuestra casa: los andaluces graciosos, los ingleses altivos, los alemanes cuadriculados, los rusos borrachos y violentos. Sin embargo, es común leer en los foros de excursionistas, por ejemplo, que a los hijos y las hijas de Lenin los han encontrado sedosos y elegantes, como los italianos de la Lombardía. Convengamos que la indiferencia es otra manera de conjurar el miedo a lo que hay fuera de nuestra casa, ahí donde no nos conocen y no nos quieren. Es la aceleración moderna la que determina una forma desconocida hasta ahora, que combina por igual las sonrisas de lo conocido y el entrecejo hosco de lo desconocido. Desconcertándonos.

En la plaza del mercado de Dusseldorf había jolgorio. Más de doscientos cientos bares y restaurante trenzan y el casco histórico con ríos de cerveza y demás viandas. De repente un viejo rockero imitando a Jagger me sacó de mi indiferencia, y sus baladas locales me llevaron a los confines de los nibelungos. Los dioses se acercaban a mi lado. El río de cerveza hizo lo suyo en el acercamiento.


De vuelta al padre Rin, la línea del cielo emergió delante de mí, a un centenar de metros, con soberbia insultante. No diré nunca - como si lo hago con las catedrales góticas - enigmática y sobrenatural. Las catedrales góticas fueron las últimas construcciones en la Tierra en las que la técnica honró la gloria de Dios en el Cielo. Toda la arquitectura que se elevó después hacia el firmamento se hizo, paulatinamente, a servicio del insaciable poder humano. Ya en los antiguos muelles del puerto fluvial se encontraban, entre otras las prodigiosas obras de Franz Gehry (Gugenheim), donde la modernidad parece retorcerse contra sus imperativos e imperiosos preceptos, volviendo a evocar e invocar al Supremo. Todos los edificios son distintos, unos al lado de los otros. Pero una extraña fuerza que no salía de ninguna de ellos, los hermanó ante mi mirada mediante una hermosa e inquietante armonía. Ya no tenía dudas, los dioses se habían encariñaron conmigo. El viaje comenzaba a tener sentido.