Algo va mal,
muy mal, en las aulas de nuestros institutos y universidades. Algo que tiene
que ver con la desaparición del valor simbólico de ese lugar donde se enseña y
se aprende desde hace siglos. Donde la humanidad se hizo humanista. Lo que lo
ha convertido en un sitio físico y literal solo, intercambiable con cualquier
otro, donde la gente fundamentalmente se aburre. La jerarquía docente aprieta
como si de un cuartel se tratara. El estilo siciliano entre los catedráticos y
profesores ha ido en aumento. La añorada creatividad que deberían traer los diseños
curriculares ha sido definitivamente eliminada de cualquier horizonte posible. Y,
para colmo, algunas voces reclaman (con toda la razón), que los maestros de educación
primaria deberían ganar mas dinero que aquellos.
El caso es que
cada vez se ve más a este tipo de funcionarios charlando en tertulias sobre lo
humano y lo divino, pontificando en conferencias, acompañando a lideres
políticos en sus correrías electorales, escribiendo en periódicos sus columnas
o artículos donde les preocupa más
imponer su opinión que proporcionar argumentos a los lectores. En fin, huyendo
de la quema, por unas horas, que está abrasando a las aulas. No hace
falta insistir, sin que su nómina se resienta. El que me ha inducido a escribir
es un catedrático de instituto de filosofía, que ha organizado una tertulia entre lectores adultos sobre sus lecturas de textos filosóficos. El lugar del encuentro es el sótano de una
librería. Al catedrático, llamémosle Alfa.
Enseñar hoy filosofía
en las aulas, quiere decir enseñar la historia de la filosofía a alguien, que está en los inicios de su peripecia vital y que no la sabe, pero que no
necesariamente la quiere saber por el hecho de asistir obligatoriamente a clase, todo amarrado por las bridas del imperativo académico antes señalado. Aprender, voluntariamente, leyendo textos de filosofía en el sótano de una librería, es compartir lo que
han hecho los diferentes lectores, es decir, lo que han escrito, a partir de la
lectura de los textos que el catedrático Alfa les ha propuesto. El sótano
no es el aula. En el sótano, no hay jerarquía que valga. Ahí abajo, todos los
lectores son iguales, aunque lo que hagan con sus lecturas hace que se los distinga
y los individualice. Ahí abajo, el catedrático Alfa debería de saber que es
el lector que está obligado a aprender más que los otros lectores. Nada es
posible sin una declaración previa y explícita de su humildad. Porque es el que
más sabe que no sabe nada, por tanto ha de ponerse en cuestión ante los que
están aprendiendo. Las lagunas, las contradicciones y las diferencias entre los
lectores, son lo que producirán la tensión necesaria para que el conocimiento y
la actitud ante el conocimiento filosófico produzcan alguna especie de
beneficio.
Un lector adulto, sea de filosofía o de lo que sea, no es un alumno de instituto ni de universidad. Y el ahí abajo del sótano simboliza otras cosas que el ahí arriba del aula, y mas ahora que ésta ha perdido toda capacidad simbólica. Un lector adulto no creo que vaya al sótano a sacarse un título para encontrar trabajo. Un lector adulto sabe, sencillamente porque ha vivido. Ha sido atravesado y baqueteado por la experiencia de su existencia. Sabe, pero no sabe que formas tienen lo que sabe, porque se ha olvidado de su ser. Ha tenido que sobrevivir, trabajando. Un lector adulto al leer, y al escribir sobre lo leído, descubrirá que tipo de lenguaje lo aproxima mas acertadamente, según su experiencia, al misterio de ese olvido. Esto es la esencia de la filosofía y de eso debe tratar la vida lectora en el sótano. Y el papel del catedrático Alfa debería ser, libre ya de los corsés y las maledicencias de la enseñanza obligatoria y tediosa en el aula, hacer conjuntamente con los lectores ese recorrido. Que sería también el suyo, descubierto, al fin, de forma verdadera fuera del aula.