El hombre
que iba a mi lado en el tren hablaba con tanta corrección, que me transmitía
la sensación de que estaba hablando sobre lo mas duro y repugnante de
la actualidad bajo el palio de la caridad y la bondad humana. Lo chocante era
que así, según sus mismas palabras, pretendía que el mundo fuese a mejor. Iba
hablando con otro que únicamente le interrumpía para decirle que tenía toda la
razón, aunque cada vez fue sustituyendo esas breves palabras por el asentimiento
con la cabeza.
De repente
noté que el cambio, en lugar de pasarme desapercibido, aumentó mi sorpresa.
Hasta el punto, una vez que me fijé con más atención, que el diálogo
improvisado durante ese trayecto de tren me pareció ser la representación cabal de nuestra forma de estar en el mundo. Uno habla con la corrección
que estipulan los cánones civilizados, convencido de que así sus palabras se acercan más al
discernimiento de la verdad. Y también de que son mas persuasivas. Las palabras chulas
y soeces son cosa de los bárbaros. Otro oye embelesado, poniendo en lo que escucha
toda la esperanza de que dispone. Luego, no se a cuento de qué, se desinfla, y
la esperanza deja paso al miedo, y la
atención le afecta a la cabeza. Entonces empieza a decir a todo que sí, de forma
lanar.
En
este vaivén negro sobrevivimos. Y es con los mimbres de su zarandeo con los que
tenemos que encarar el futuro. Antes de que se apearan en su estación me di cuenta que el
de hablar correcto lo seguía haciendo más correctamente, si cabe, pero el otro ya ni siquiera
movía la cabeza.