miércoles, 17 de agosto de 2011

CON PRAGA EN KAFKA


Lo de visitar la ciudad de Praga y para qué, comenzó pensando en Kafka y acabó con mi pensamiento zambullido entre millones de turistas danzando de una calle para otra de la antigua ciudad imperial. Antes, teniendo en cuenta que ya me habían advertido de lo que me iba a encontrar, intenté imaginarme el trance al revés, pero me fue del todo imposible. El casco viejo de Praga es el espíritu de Kafka junto a los cuerpos afanosos y cansados de millones de turistas, que como oleadas inmensas lo inundan, mezclados de forma inopinada los unos con el otro. Una constante en nuestra líquida existencia. Cada día, una y otra vez, como Kafka los turistas cruzamos la plaza de la ciudad vieja para ir a nuestras obligaciones de turistas. Como Kafka nos disponemos a subir al Castillo de Praga con la intención de recorrer todas las dependencias que nos dejen visitar. Sin perder la esperanza de que el señor Klamn nos conceda audiencia. Como Kafka subimos y bajamos por la plaza de san Wenceslao. En fin, como Kafka damos una y mil vueltas por las retorcidas calles de la ciudad vieja, cubriendo un radio de acción de menos dos kilómetros, que viene a coincidir con el que Kafka eligió para el desarrollo de su poderosa imaginación. Con ese círculo tuvo bastante para construir su mundo y ponerlo por escrito. Un mundo que hoy es el nuestro.

Antes de iniciar el viaje sufrí un cierto colapso al no saber como iba a hacer compatible la figura singular y estilizada del escritor praguense con la presencia abrumadora y sudorosa del gentío. Me parecían del todo incompatible. Y, claro está, Kafka tenia todas las de perder en cualquier roce comparativo que me pudiera imaginar. Pero, igualmente, organizar un viaje a Praga aceptando con resignación la única presencia de los turistas, me era del todo inaceptable. Me habían dicho que, incluso cuando mas arrecia el frío y el hielo en el invierno, no abandonan su alborozo y griterío. Por tanto, no arreglaba nada con aplazar el viaje al invierno. Iba a ser en verano, tal y como lo había previsto. Lo que me obligaba a buscar las concomitancias que debía haber, si era fiel a mi convicción de que vida y literatura no son estancias que vivan en compartimentos estancos, entre Kafka y el turismo de masas. También sabia que tal dilema no lo podría resolver desde el comedor de mi casa, rodeado de libros de Kafka y guías turísticas sobre la ciudad de Praga. Tendría que ser allí mismo, pisando los adoquines que el autor pisó hace ya cien años, y que hoy en día lo hacemos, con total indolencia y despreocupación, millones de turistas cada día. Porque si de verdad quería ser fiel al legado kafkiano no podía olvidar su principal aportación, que consistió en saber conciliar experiencias distintas y contradictorias.

¿Quien no se ha sentido más de una vez un escarabajo y, harto de tal metamorfosis no deseada, ha resuelto marcharse unos días de vacaciones para, eso que se dice, desconectar. Si lee sus textos con detenimiento, fue Kafka quien inventó lo de enchufarse y sus misterios.