sábado, 20 de agosto de 2011

El CASTILLO DE KAFKA EN PRAGA

La manera de relacionar la ficción y la realidad tiene que ver con la manera de llevar a la practica el ejercicio de nuestra libertad. Y aquí siempre nos topamos con un fatalismo insalvable: la libertad no resulta ser nunca como la hemos imaginado. Lo que ocurre, y aquí aparece la grieta que acaba por separarlas, es que lo que imaginamos creemos que es lo que nos merecemos. Y si nos lo merecemos es que tiene que ser real porque nosotros así nos sentimos, ya que es lo único que tenemos. Este encadenamiento de suposiciones, que damos por inmutables, es el camino de nuestra perdición. La crisis actual es una buena metáfora de lo que digo.

Al genio de Kafka le daba igual todo eso, no con intención premeditada, sino porque no era motivo de sus preocupaciones. Durante doce años fue un burócrata eficiente en una empresa de seguros, ligada a la administración que el imperio austro-húngaro tenía en la ciudadela periférica que era Praga. Los cronistas de la época dicen que nunca perdió un juicio, ya que se tomaba su trabajo con verdadero celo profesional. El penetrante sentido de las obscenas interioridades del poder que contienen sus textos no proviene, por tanto, de la vía abstracta y raquítica de algún tipo de ideología, si no a través de su propia experiencia como pieza importante de la maquinaria que lo ponía en movimiento cada día.

Subiendo al Castillo de Praga, y habiendo visitado la noche anterior las paginas del libro que lo inspiro, se entiendo mejor lo que le digo. Físicamente subí, como no podía ser de otra manera, como un turista mas, tratando de superar a lomos de mi bici aquellas endemoniadas cuestas. Como un turista sudando y como un turista gozando y maldiciendo, a la vez, la presencia de los demás turistas cuando entre todos nos acercamos peligrosamente a eso que se llama muchedumbre. En la subida al castillo de Praga hay que contar con la muchedumbre, y sentir que se esta dentro del tumulto que genera. Es una de las partes del total de la experiencia. La otra es la de la soledad frente al poder innominado, que me hicieron sentir aquellas empinadas calles que me llevaban a los suntuosos palacios e iglesias, hoy vacíos, pero cuyas paredes no dejan de guardar sus ominosos secretos acumulados durante los años en los que el poder allí se refugiaba. La misma experiencia que experimenta el agrimensor K en su intento infructuoso de entrar en el castillo y llegar a hablar con quien le ha contratado.

Y en medio de toda ese vaivén de la muchedumbre a la soledad y viceversa, el miedo, como una de las más viles estrategias de coacción utilizadas por el poder para someter a sus ciudadanos. Subí entre esa alegría que caracteriza al turisteo, pero aquellas enormes paredes y aquel laberinto de rincones y de calles retorcidas me ayudaron a no olvidar la incapacidad individual que tenemos de comunicar, a pesar del entusiasmo ambiente, la plenitud de nuestra experiencia a los otros. Y que eso, invariablemente, el poder instalado en la memoria de las paredes y las calles, lo seguiría teniendo en cuenta a la hora de volver a alimentar nuestro miedo.

Aparentemente todos sabíamos porque habíamos subido a lo mas alto del castillo, pero al bajar de nuevo a la plaza de la ciudad vieja, cerca de donde nació Kafka, mi creencia en aquellos motivos ya no era la misma.