El caso es que me invitaron a su fiesta de cumpleaños y yo, contra todo pronóstico, acepté. Entonces, una vez allí, me surgió de nuevo el dilema contemporáneo. La vida no es lo mismo que el mundo. La vida la tenemos en propiedad como cualquier animal, pero existimos como humanos en un mundo heredado. Lo que le quiero decir es que la vida es de cada uno, pero el mundo es de todos y del todo. La diferencia con la época de las catedrales, continuó diciéndole, es que ahora no tenemos mundo, solo vidas solitarias y a la deriva. Me mira con sorpresa y me responde que hoy tenemos otro mundo. Es el argumento de los adanistas posmodernos (el mundo empezó cuando yo nací), le digo, mediante el que esquiváis el denominador común de donde procede nuestra condición humana diversa. No debemos confundir, le digo, vida con mundo. Tu vida puede ser como te mires el ombligo, pero cuando se trata qué decidir con el mundo heredado el ombligo da para poco. No debemos olvidar que solo puede haber mundo si hay deseo, atención, percepción y lenguaje. O dicho con palabras, si quieres más incómodas: orden, jerarquía y disciplina. Las primeras llevan a las segundas y viceversa. Solo así podremos entender y distinguir las figuras del guerrero, el filósofo y el enamorado, que Platon señala en la ciudad ideal de la República. El mito arranca desde el mundo en la noche de los tiempos y, con distinto ropaje, afecta a todas las vidas desde entonces. Ombligos incluidos.