La elección de los años 90 en Buenos Aires, Argentina, debe ser el primer motivo de reflexión del espectador que ve la película “Alemania”, de María Zanetti .Y por extensión, reflexionar sobre la elección de una época para situar en el tiempo y en el espacio lo que el autor quiere contar. ¿Por qué tomar esa decisión previa si también el narrador puede no tomarla? ¿Por qué echar mano de la Historia con mayúsculas para contar una historia con minúsculas? Ya lo he dicho en otras ocasiones: para experimentar la permanencia y la esencia de lo eterno en nuestras vivencias efímeras. ¿Existe lo eterno? Nuestras existencias son un prueba de ello, aunque nuestro afán de inmortalidad lo desmienta porque cada día lo desfigura. Es la profesión del ego digital y adanista posmoderno. Para experimentar la capacidad que tenemos de transcender más allá de la rala y ruidosa actualidad donde vivimos. Solo así, creo yo, se puede captar y experimentar la totalidad de la vida vivida por seres finitos y mortales, tal y como somos los seres humanos.
Vistas así las cosas, Lola, la protagonista adolescente de 16 años de la película, puede ser cualquier adolescente de 16 años de cualquier sitio y en cualquier tiempo perteneciente a eso que narrativamente se llama nuestra realidad compartida contemporánea. Y si digo que Lola es más sociable que su hermana Julieta debido a la enfermedad mental que ésta padece, no estoy hablando de algo que cualquier espectador no sepa cuando se pone delante de la pantalla. Y si luego digo que Lola siente envidia de amistades fuertes cuando la suya se tambalea, ocurre lo mismo. O si digo que a lo largo de la película Lola aprende que algunos vínculos pueden ser más fuertes, pero otros no tanto, que las relaciones cambian y que a pesar de los distanciamientos (geográficos o emocionales) hay muchas formas de estar cerca, etc etc. estoy diciendo que todo es reconocible sin dificultad por cualquier espectador normal, ya que son los parámetros entre los que habitamos los miembros de una familia de clase media actual de cualquier ciudad urbana occidental. Sin embargo, lo que hace diferente e irrepetible a la Lola de la película de todas las Lolas de clase media de cualquier ciudad urbana es que lo que le sucede a la Lola de la película solo le sucede a ella y solo, muy importante, mientras el espectador la está mirando en su deambular por el argumento donde la ha metido la directora. Ni un metro fuera, ni un minuto antes o después. Si el espectador tiene esto en cuenta a la hora de mirar la película, ya tienes enmarcado como algo diferente lo que a todas luces parece algo ya visto. Es decir, que si la actriz Maite Aguilar es una chica de 16 del montón, por decirlo así, Lola se encarna en su figura física y mental de manera única y permanente. Todas las adolescentes, quitando la vestimenta y los inquisidores de turno, sueñan de la misma manera en cualquier época y lugar. Y eso es lo que él espectador mira. Y debe hacer algo con eso que mira y que, a su vez, le mira. Digo todo esto porque al igual que muchos cuentos norteamericanos del mal llamado realismo sucio, Raymond Carver y compañía, en la película “Alemania”, con Lola y su familia a la cabeza, parece que no pasa nada, pero, sin embargo, intuyo que se ha colado de rondón en tu alma la vida, sin adjetivos ni edulcorantes, ni colorantes ni fatuas provocaciones. Y eso me parece bien.
Al final Lola se marcha a Alemania a cumplir su ilusión del intercambio estudiantil. Se despide de sus padres y de sus hermanos, y de la abuela, como si no hubiera pasado nada. Y ha pasado todo y de todo. Así es la vida. La vida pasa mientras nosotros imaginamos como pasa, decía el beatle de Liverpool. Pues si.