EL RESENTIMIENTO COMO FORMA CULTURAL
Toda persona que padece una injusticia sin reparación alguna cae, si no es asistido por la gracia, en el pozo del resentimiento, del que no podrá salir nunca. Esta apelación a la gracia para el protagonista de “el maestro jardinero” me parece del todo acertada después de haberlo conocido durante las casi dos horas que dura el metraje de la película. La gracia, digámoslo sin demora, es para Narvel Roth la que lo ha convertido en el meticuloso horticultor de Gracewood Gardens, una hermosa finca propiedad de la rica viuda Norma Haverhill, y la que lo ha sacado de su pasado nazi y violento. Digo esto porque desde la primera escena me doy cuenta que no estoy ante un jardín sociológico o botánico, lo cual me obliga como espectador a averiguar el significado estético de ese jardín, que no es un jardín más, para no caer en esa trampa sociológica o botánica. Por eso me es muy útil imaginar el jardín del edén, y la gracia y el pecado que en él se dirimen. Y es pertinente esta imagen pues nuestra cultura occidental se funda ahí, en el jardín del bien y del mal, entre otros lugares de procedencia griega y romana.
La libertad normativa y riqueza en el jardín de Narvel Roth, otorga la posibilidad de imaginar diferentes formas en la finca Gracewood, de hacer nuevas combinaciones antes insospechadas o simplemente imposibles. Ello es debido a la apariencia de la ambigüedad de la puesta en escena que crea Paul Schrader. En la que nada es lo que parece porque todo puede ser otra cosa y se puede hacerse de otra manera, a pesar de las estrictas normas que rigen la vida en el jardín, tal y como confiesa el propio maestro jardinero. Mientras dura está puesta en escena, a través de los personajes del jardín, la mestiza Maya incluida, sobrina nieta de la señora Haverhill, se asiste a una aventura que no siempre depende de su heroísmo o habilidades frente a lo que les pasa en el jardín, ya que es precisamente Maya la que abre la puerta a la selva que hay en el exterior. Esto es lo interesante de la película: que hay que aprender a colocarse como espectador delante de la pantalla.
Como suele ser habitual, en la tertulia que nos convocó alrededor de la película de Schrader, hubo diferentes distancias y llamadas, coordenadas que determinan el lugar, mental por su puesto, desde el que vemos la película. Sigue siendo muy difícil oír la llamada que nos interpela desde el alma de la película, que es a la distancia desde donde está construida. Sea por ello que en el tiempo que duró la tertulia, prevaleció entre los contertulios la idea de que aquello que salía en la pantalla no era un jardín como debe ser, ni que Narvel Roth no era un jardinero como mandan los cánones horticultores. Frente a esta amenaza, por tanto, se exhibieron en las almenas de las fortalezas de cada Yo espectador los misiles de defensa de los apegos y las mentes, sin la menor resistencia, fundieron definitivamente a negro cuando Roth mostró las esvásticas que llevaba tatuadas en su espalda. Todo lo que vino a continuación fue una combinación extraña de toda aquellas amalgama de apegos feroces de cada espectador y el intento por parte de algunos, no de todos, de que no se notara demasiado. De que la paz prevaleciera en el campo narrativo de la tertulia. La película, entonces, dejó de interesar como asunto conversacional entre distintos que intuyen un origen común. Y, sin embargo, a pesar de esta ferocidad no controlada del todo por los espectadores, el maestro jardinero, ahora con su maldito fardo nazi visible en sus espaldas, continuó su camino de perdón y redención de un pasado violento que se le ha echado encima sin previo aviso. Se enamora de la mestiza Maya, un amor que hay que entender en su inicio como un dejar de odiar a los de las razas inferiores, en fin, y por extensión, a los que son distintos de uno. Esa conversión tiene un precio, la destrucción del jardín del edén por parte de los bandoleros que habitan la selva de donde viene la mestiza Maya. Narvel Roth afronta esta misión, reconstruir de nuevo el jardín del edén con la mestiza Maya como amor de su vida, con la visión de la que ha hecho gala en el momento que lo hemos conocido. Momento en el que aquellos espectadores, que su mirada no quedó fundida en negro por la aparición de las esvásticas en la espalda de Roth, entienden el acierto de haber seguido al maestro jardinero, que a partir de ese momento se convierte ante nuestros ojos en un maestro de vida.