¿QUÉ TIENE ESTE PAÍS QUE ES MÁS OSCURO QUE LOS DEMAS, Y DONDE TANTA GENTE SE SIENTE CADA VEZ MÁS OFENDIDA POR CADA VEZ MÁS COSAS?
¿Será por falta de luz? En un país donde el sol brilla con todo su esplendor la mayor parte de los días del año? ¿Será por falta de luces de la ilustración? En un país en el que siempre hemos llegado tarde y mal a los enchufes modernizadores que se habían instalado en Europa con mucha antelación. ¿Será por qué a nosotros sólo nos ha llegado la ilustración oscura? Será.
Son preguntas que me susurra Maxaub al oído, mientras descendemos las escaleras del metro de Noviciado. Justo en el momento en que un señor, con pintas de buenista de última generación, se ofende de forma explícita, gestos exaltados mediante, porque Nuestro Exiliado Mayor reprende a un chico con pintas de extranjero por subir la escalera por el lado que no le corresponde, que en este caso debería ser en línea recta y por su derecha, no dando brincos de cualquier manera y dirección entorpeciendo el paso de los demás viandantes, tanto de los que bajan como de los que suben. El señor buenista se ofende porque, dice en voz muy alta, que Maxaub ha perjudicado la libertad de expresión del viandante extranjero, que además tiene el color de la piel negra.
Después de una cuántas estaciones y un transbordo, subimos por las escaleras de la estación de metro de Núñez de Balboa. Esta vez sin ninguna alteración reseñable, según el orden viario de Maxaub, que me parece el educado. Nuestro primer destino en este barrio de ricos, como me imagino está pensando Nuestro Exiliado, no es otro que volver a recorrer a pie el último recorrido que hizo en su coche oficial el presidente Luis Carrero Blanco, antes del atentado que le costó la vida el día 20 de diciembre de 1973. El quinto magnicidio de la historia de España moderna, pongamos, desde la constitución de 1812. El primero fue en la calle del Turco, hoy calle marqués de Cubas, cien años antes del asesinato del almirante Carrero, como no, me estoy refiriendo al asesinato de Prim, cuya pregunta esencial todavía colea, ¿quien mató a Prim? Una pregunta que acompaña como una herencia fatídica a todos los otros: Canovas del Castillo, Canalejas, Dato. Incluido el de Carrero, por supuesto. El caso fue que - comenzamos el recorrido, le digo a Maxaub - el presidente del gobierno español de 1973 salió, como cada mañana, de su casa en la calle Hermanos Bécquer, 6, en dirección a la cercana parroquia de San Francisco de Borja, sita en la calle Serrano, para oír misa. Al acabar el oficio religioso, se subió de nuevo al coche oficial blindado para volver a su casa a desayunar, e incorporarse después a trabajar a su despacho en el palacete de Presidencia del Gobierno. Rutina de cada día. Mala conducta para un funcionario del Estado de tan alto rango. Al salir de misa, desde la calle Serrano el coche dobló a su izquierda por la calle Maldonado y al llegar a la esquina con la calle Claudio Coello volvió a doblar también a la izquierda. Fue a la altura del número 104 de esta calle, cuando explotó la potente bomba que habían colocado los etarras bajo el asfalto.
¿Hubo conspiración en el atentado?, me pregunta Maxaub, mientras observa la placa conmemorativa del atentado y alza la mirada hacia la cornisa del edificio por donde “saltó” el coche oficial del presidente Carrero, al estallar la bomba bajo sus ruedas. Los magnicidios, sean de la orientación política que sean, suelen estar revestidos de esta aureola conspirativa, que no solo no se resuelve sino que no deja de crecer con el paso del tiempo. Y, como no podía ser de otra manera, el atentado del presidente Carrero Blanco sigue estando envuelto en el misterio respecto a la autoría del mismo. Por supuesto, que siempre hay un chivo expiatorio o brazo ejecutor, ETA en este caso, pero todos los indicios de las investigaciones llevadas a cabo desde entonces apuntan a que el cerebro pensante y favorecedor del atentado, que siempre es colectivo, todavía no se sabe quién fue, ni se sabrá nunca, pues cuanto los investigadores más intentan desenrollar la madeja más se oscurece el objeto de investigación, algo, por otra parte, consustancial a la naturaleza de lo conspirativo. ¿Quien mató a Prim? ¿Quien mató a Martín Luther King? ¿Quien mató a Kennedy? Pues eso.
Nunca sabremos quien mató a Carrero Blanco, pero lo que sí sabemos con toda seguridad, le digo a Maxaub, es que ese mismo día se suspendió el juicio 1001, contra la cúpula dirigente del sindicato clandestino de CC OO, detenida al completo un año antes en el convento de los Oblatos en Pozuelo de Alarcón. Dos acontecimientos el mismo día 20 de diciembre de 1973, aparentemente inconexos, pero que ponían el foco de atención hacia el futuro inmediato, como casi todo lo que ocurría por aquellos años. Nunca sabremos quien mató a Prim, o a Kennedy, o Martín Luther King, o a Carrero Blanco, pero si sabemos cual fue ese futuro inmediato que se quería abrir paso aquel día de diciembre. Nuestro presente, tal y como allí estamos el Exiliado Mayor y un servidor, delante de la placa atornillada y la cornisa restaurada en la fachada del edificio de los jesuitas de la calle Claudio Coello, enfrente del número 104.
Cerca del lugar del atentado, en la calle Castelló 56, se debió oír el estallido de una forma estridente, con rotura de los cristales de las ventanas incluidos. Una rotura de una cañería del gas, fue la primera causa de la explosión que corrió como la pólvora, nunca mejor dicho, entre los alumnos que se incorporaban a sus aulas para iniciar una jornada escolar más. Estamos frente al colegio de Nuestra Señora del Pilar, más conocido por Los Pilaristas. El Harvard español, para entendernos. Por este colegio han pasado algunos de los líderes políticos, sociales y económicos, de las diferentes tendencias ideológicas, que han protagonizado la vida política, social y económica de los últimos sesenta años. Un espacio de convivencia democrática ejemplar, le digo a Maxaub. El sigue todavía bajo los efectos de la explosión de la calle Claudio Coello. Yo soy de bombardeos diarios y masivos, de explosiones sin ton ni son, pero sin pausa. Es inimaginable para quien no lo ha vivido, apunta sin rencor, como puede ser la respiración diaria dentro de esa atmósfera de bombas, humos y edificios en ruinas. Es la primera vez, desde de estamos paseando juntos, que le noto un tono de reconciliación, es decir, que deja la comodidad de su irreversible pasado republicano y se incorpora a la incertidumbre de un futuro democrático indefinible e indefinido. El mismo que señala la bomba, los humos y los escombros de la calle de Claudio Coello, 104, aquel 20 de diciembre de 1973.
En la misma calle Castelló, pero en el número 77, le invito a entrar en la Fundación Juan March, La March, como se conoce en el argot cultural madrileño. Otra contradicción más, le digo. Ya sé, ya sé, responde entre resignado y lúcido. No hace falta que me confiese lo que esta pensando. Juan March fue uno de los banqueros que financió el golpe de estado de los militares republicanos sublevados contra el gobierno legítimo de la Segunda República. De aquellos polvos estos lodos, le digo, tirando de casticismo para desengrasar, al tiempo que le muestro la fachada principal de la Fundación Marchiana, donde consta la variada oferta cultural que se puede visitar gratuitamente en el interior, cuyo presidente es uno de mis filósofos de cabecera. Javier Gomá, el Ortega y Gasset del siglo XXI. Esto último se lo digo, henchido de orgullo, en voz alta.
A lo mejor es un espejismo, pero según nos acercamos a la cárcel de Torrijos, calle Conde de Peñalver 53, tengo la impresión de que la oscuridad que señalaba en la primera línea de este escrito retrocede, y que la indignación por cualquier cosa cada vez afecta a la misma gente. No a más, ni por más cosas distintas. Otra rutina indeseable. Cada vez tengo la impresión de que todo lo expresable es como una gran y belicosa frase hecha. A eso sí somos todos muy aficionados, paradójicamente, en el mejor momento de nuestra historia. ¿Debo negarle mérito al Exiliado Mayor porque piense así? ¿Porque al final del franquismo, no otro es el significado postrero del atentado contra el presidente Carrero Blanco, sea capaz en mi compañía de ver el túnel de salida de la guerra civil prolongada? ¿Debo negarle la mayor al colegio privado de Los Pilaristas por ser un epítome de la concordia cívico educativa, solo porque la educación pública no es capaz de hacer lo mismo, sino todo lo contrario? Allí estudiaron tipos como Juan Luis Cebrián, Jose María Aznar, Luis María Ansón, y algún preboste del antiguo régimen que ahora no me acuerdo (mírese Internet para saber la verdad toda la verdad sobre el asunto) ¿Debo mirar para otro lado ante la brillantez filosófica de Javier Gomá, solo porque es el albacea del banquero franquista Juan March?
Me doy cuenta que le gusta mucho, pero mucho, a mi querido Exiliado Exterior las instalaciones interiores de La March. Casi lo tengo que sacar a empellones para continuar nuestros paseo al siguiente hito que teníamos programado, la Prisión de Torrijos, en la calle Conde Peñalver, 53. Estuve a punto de suspender, sin decirle nada, la visita a ese edificio, ya que era volver a meterlo de coz y hoz en sus recuerdos republicanos de entonces, sobre todo después de comprobar que la realidad democrática del presente, La March mediante, lo había cautivado sin miramientos hacia atrás. Mi fijé con atención en su rostro y en la mirada transparente de sus ojos, que así lo delataban. Se lo comenté y me contestó que él era un exiliado con pase pernocta y que, por tanto, su obligación era dejarse llevar, dijo sonriendo con sorna, hacia donde yo lo condujera. Vamos pues, le respondí. En la Prisión de Torrijos, que hoy es una institución sanitaria y de beneficiencia, estuvieron como inquilinos ilustres Miguel Hernández y Miguel Gila, ambos mígueles republicanos y milicianos del Quinto Regimiento. Durante su estancia en esta cárcel el poeta de Orihuela escribió sus famosas “nanas de la cebolla” en honor de su hijo pequeño. Algo de esto llegó a mis oídos a través de la radio y la prensa del exilio, dijo en voz alta mientras miraba la placa conmemorativa de la estancia de Miguel Hernández en la antigua cárcel. Fue muy triste el destino de este muchacho, concluyó sin sentimiento de ofensa perceptible, antes de emprender la marcha a la busca de un restaurante para picar algo.