El término vulgaridad en las sociedades estamentales, o de dominio de la nobleza, estaba reservado para las clases sin derechos de libertad ni de igualdad: el vulgo.
Ahora bien, en las sociedades democráticas la vulgaridad no está vinculada a una clase ni al color de la sangre, sino al ejercicio de la propia voluntad que determina, a su vez, la responsabilidad individual frente a una actitud de pereza mental que no es sinónimo de un defecto ni una carencia irreparables.
Tal actitud (no confundir con aptitud) tiene como efecto inmediato la falta de imaginación en el uso de nuestras facultades verbales y expresivas, que nos son propias como ciudadanos de pleno derecho en el uso de la libertad y de la igualdad.
Por tanto, Vulgaridad hoy no es sinónimo de falta de imaginación - la imaginación es un atributo esencial de todo ser humano libre e igual - sino de la voluntad expresa de no querer desarrollarla y además vanagloriarse de ello en las reuniones sociales, obteniendo a cambio los parabienes y risotadas que convengan al mantenimiento y continuidad de esas formas de socialización en la era digital y sus pantallas.