viernes, 24 de marzo de 2023

FELIZ NAVIDAD

 La guerra es a la naturaleza humana, como la cara oculta de la Luna lo es a la naturaleza del satélite de la Tierra. Esta ahí, sabemos que está ahí desde siempre, pero vivimos como si no existiera. ¿No la vemos o no queremos verla? Salvo en los momentos en que se hace visible, como pasa ahora en Ucrania, el resto de los días decimos seguros y enfáticamente: que vivimos en paz. Y sin son años, muchos años viviendo así, como es el caso del continente europeo, nos atrevemos a inventar una categoría ontológica a la que denominamos Pacifismo. Pues, también lo sabemos, que somos muy aficionados a coser de forma inseparable la perfección y omnipotencia propiamente divinas a la imperfección e ignorancia propias de la naturaleza humana, sin darnos cuenta de que somos “seres intermedios” entre los dioses y las bestias. Por decirlo con otras palabras, los seres humanos somos una anomalía prescindible, o sobrevalorada como dicen los pedantes, en la evolución del cosmos. Todo en el cosmos son enfrentamientos desatados y constantes, sin orden ni concierto, de unas fuerzas contra otras. Y ahora resulta que el último que ha llegado a la fiesta cósmica, el ser humano, viene a dar lecciones de urbanidad a los que llevan ahí desde siempre. Una cosa es protegernos, dada nuestra evidente fragilidad, de ese combate cósmico - es lo que hemos llamado civilización -, y otra pensar que con ese gesto somos capaces de civilizarnos de forma absoluta y, de paso, civilizar todo lo que se mueve a nuestro alrededor, haciendo desaparecer cualquier vestigio de animalidad subyacente.

La guerra entre seres hablantes es el fracaso de sus palabras como vehículo de entendimiento y conocimiento. La impotencia de la funcionalidad de aquellas pone en el escenario la apabullante funcionalidad del lenguaje de las armas. Pudiera parecer, así lo predica desde hace años el pacifismo más militante, que palabras y armas son términos opuestos. Pienso, más bien, que son dos caras de la misma moneda, diferentes grados de expresión que elige la mente del mundo en su relación con la naturaleza. Somos guerra y paz, al mismo tiempo, y no podemos elegir. Me explico. La guerra solo se puede entender si abandonamos el marco estrecho de las ideologías - ya sea la pacifista o la militarista - y la percibimos como un fenómeno entreverado de vida y muerte, de sujetos y objetos en constante colisión. Hay un elemento de la fenomenología que resulta valioso para cualquier lector o espectador. Antes que opinar sobre los hechos de la guerra, ser belicista o antimilitarista, el narrador de la novela o de la película debe describir la experiencia de la guerra. El lector y el espectador, por su parte, deben elegir qué hacer con esas descripciones, en qué medida forman parte, aunque sea con otra intensidad, de su vida cotidiana, y no tanto como un fenómeno radicalmente ajeno que les pasa a otros y que un día, sin previo aviso, estalla delante de sus narices. ¿Hasta qué punto el ejercicio irresponsable de nuestra libertad produce un sin fin de injusticias, caldo de cultivo permanente de la violencia que justifica, sí los que mandan lo consideran necesario, el estallido de la guerra? De nada vale, llegados hasta aquí, caer en brazos del victimismo, el hermano gemelo del pacifismo, para echar la culpa de nuestros males a los dioses o a las bestias, esas dos fuerza poderosas que nos rodean.


La película “Feliz Navidad”, del director francés Christian Carion, aspira, según mi parecer, a entender la guerra a través de sus protagonistas que intuye no están donde creen estar, ni siquiera en el tiempo en el que creen estar. La guerra de 1914 facilita este punto de vista, pues fue la última guerra que empezó con el estilo bélico de la vieja usanza romántica, y acabó inaugurando el estilo bélico moderno. Para botón una muestra: en una de las escenas, al principio de la peli, uno de los protagonistas le informa a su hermano que se ha declarado la guerra, lo que significa que, al fin, les ha sucedido algo interesante en sus vidas. El tal hermano se queda paralizado y el otro le presiona diciéndole: te vas a quedar ahí. La escena acaba, como no podía ser de otra manera, viendo el espectador como los dos hermanos salen de su casa y se dirigen a donde se celebra la tan anhelada guerra. Digo celebración de la guerra porque así es como la perciben los protagonistas en esos primeros compases de la contienda. Algo parecido ocurrió, años más tarde, en el inicio de la guerra civil española. Fue cuando se produjeron los bombardeos masivos sobre la población civil inocente, que fue la gran innovación de la Segunda Guerra Mundial, lo que sacó a la Peña Sociológica de ese idealismo guerrero, sumergiéndola en un horror psicológico del que se deriva el eslogan “No a la guerra”, y tantos otros eslóganes performativos que desde entonces no cesan de aparecer sobre éste y otros asuntos afines. Como si ese horror por el hecho de señalarlo con tus palabras, te diera la potestad de hacer real inmediatamente lo dicho: No a la guerra. 


Elegir la navidad de 1914 me parece acertado, desde el lado del guión, pues todavía había en el espíritu de la época un gran fervor religioso que permite entender mejor, al espectador de hoy, la forma y el ritual que adquiere ese alto el fuego al que asistimos. Treguas en los combates, en la postGranGuerra, ha habido siempre, pero ya por motivos meramente tácticos, o humanitarios como les gusta decir a los más cínicos, desde el lado de la trinchera donde no caen bombas. Que sea además la música alemana y las tradiciones musicales escocesas las que protagonizan esa tregua para celebrar la navidad, dejando a los franceses que pongan el champán y se guarden su razón ilustrada para otra ocasión que no volverá nunca, tal y como la imaginaron los padres fundadores de la ilustración. 


Después de hechos los brindis y enterrados los muertos, esparramados entre el breve espacio que había entre las dos trincheras, y que cayeron en combate antes de la tregua, llega el momento de volver al trabajo propio y apropiado de una guerra, que no es otro que matar al enemigo y evitar que te mate. Y este es el momento en el que al espectador de hoy, pacifista y victimista, se le llena el semblante de una extraña sensación de perplejidad, pues las imágenes de la película lo han puesto delante de lo que no quiere mirar, o prefiere mirar para otro lado, no tanto como un gesto por no poder aguantar el horror como por no aguantar lo que oculta su propia voluntariosa ignorancia. Por decirlo de manera breve, ¿cómo es posible que todavía hoy sigamos moralmente como en la época de las cavernas?