Las dos acepciones de la palabra elegía tienen que ver, la una, con una forma de composición poética del género lírico en la que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otra desgracia, y que no tiene una métrica fija; y la otra, con la posibilidad de elegir entre lo que se nos ofrece ante una situación dada previamente. Vale decir que la película “Hillbilly: una elegía rural”, del director Ron Howard, hace, y lo hace bien, a las exigencias de las dos acepciones antes mencionadas. Es un canto, por parte del narrador, en honor de los muertos de su familia, la abuela especialmente, y es una difícil y arriesgada elección entre el cuidado de su madre drogadicta y el inicio de su carrera profesional en una gabinete de abogados.
Si nos fijamos con atención la dos acepciones de elegía tienen que ver con el dolor. De hecho la película está construida, por un lado, sobre la experiencia del dolor como un mal irrestañable de la naturaleza humana y, por otro, como la base del aprendizaje del protagonista está vinculada a ese dolor. Mal y aprendizaje, no hay que insistir en ello de acuerdo al paradigma de nuestra cultura, dan sentido al sentir de la peripecia del protagonista, desde los primeros años de su adolescencia hasta los primeros años de la edad adulta. Que lo que le acompañe en ese tramo existencial sean siempre las turbulencias de la adicción a las drogas de su madre forma parte del argumento, o de lo contingente de la historia, pero lo que hace a la historia universal es cómo se enfrenta el protagonista, J D Vance, a esa compañía, digamos, omnipresente como una garrapata. Que hace con ella y que hace ella con él. La madurez expositiva que trasmite la voz en off narrativa del protagonista, hace pensar que J D Vance ha decidido ponerse a contar para entender ese periodo de su existencia que intuye ha determinado para siempre el resto de su vida adulta.
¿Donde estoy? Sería la pregunta que se hace el narrador antes de ponerse a contar. Si nos atenemos a las frase finales, que salen en la pantalla después de los títulos de crédito, todo parece indicar que los protagonistas de la peli han alcanzado un buen estado de paz interior, dígale felicidad si quiere. Luego el espectador puede intuir que ese debe ser el estado anímico familiar, digamos de paz interior, desde donde decide contar J D Vance su historia. No antes ni tampoco mucho después. Sino en el punto verdadero que le pide su memoria. Paz interior, memoria y ganas de saber, los ingredientes necesarios de cualquier historia que pretenda construir una sentido de la vida que cuenta. A eso colabora, a mi entender, el buen uso que de la técnica del flachback hace el director Ron Howard, sobre todo al obtener el equilibrio necesario entre los dos momentos que narra. Produciendo así la intensidad de la sintonía o continuidad que se aprecia entre el J D Vance recién entrado en la edad adolescente y el J D Vance recién entrado en la edad adulta. Tanto es así, como dijo una de las tertulianas, que la fisionomía de los dos actores dan muy bien la réplica de esa continuidad en los cambios y aprendizaje que se ven producirse en el protagonista. Lo cual también muestra el cuidado que el director ha tenido a la hora de elegir el casting que su intención narrativa demandaba.