martes, 11 de octubre de 2022

ROJOS

 La palabra Revolución está por todas partes porque la ha hecho suya la publicidad, en la misma proporción, diría yo, que ha ido creciendo la población de espectadores y lectores cansados ante esa marabunta propagandística. Y es que me huele que la omnipresencia de la una en el mercado está relacionada con el tedio inconsolable de los otros como consumidores. Habrá que investigar sobre el asunto. El Yo moderno y la palabra Revolución es un matrimonio de conveniencia que siempre acaba mal. No hay duda de que existe un amor efímero a primera vista, pero todos los intereses a cobrarse durante el resto de la vida a cuenta del enamorado original. ¿Por qué ha ocurrido y ocurre eso? ¿Tiene que ocurrir necesariamente así?

Pasa lo mismo con Santa Teresa de Ávila. Resulta que ahora la propaganda de la ideología “Yo también “ nos permite decir, a progres y reaccionarios, que era una mujer única e irrepetible: “los enamorados de Teresa son inagotables.” Cielo santo, no seré yo quien me niegue a quererla. Aquí le dejo mi amor.


Convengamos que el ser humano es una anomalía en la historia de la evolución, y que desde la muerte de Dios solo la ciencia se encarga de los casos normales dentro de esa anomalía, pero casi nadie se encarga de los casos raros. John Redd, el protagonista de la peli Rojos, que dirige Warren Beatty, es unos de esos casos raros. En la época de Santa Teresa de esos casos se ocupaba El Vaticano, por eso la hicieron doctora y santa. En la modernidad, con Dios ausente, se inventaron la palabra revolucionario para hacerse cargo de los casos raros. John Redd es el más auténtico de los revolucionarios raros del siglo XX, pues es el único norteamericano que está enterrado en el Kremlin. Fíjate. Y además cumplía con la imagen cabal de los dictados teóricos de Karl Marx, a saber, pertenecía a la sociedad urbana neoyorquina que pilotaba la República industrial norteamericana en plena emergencia. Es incomprensible que la intelectualidad europea tenga al “campesino” Che Guevara como icono verdadero de la revolución, a no ser que sea por la razón inconfesable de los propios intelectuales, a saber, que su imagen más conocida parece la viva reencarnación de Jesucristo, con lo cual enlazamos con Santa Teresa, pero es es otra historia.


Volvamos con John Reed. La película representa ese momento del amor efímero con el que la Gran Dama llamada Revolución embruja el alma de los humanos, como las sirenas griegas hicieron Ulises. Es ese lado mítico perdurable de la vida de Reed lo que la hace pertinente al espectador de hoy. Todo tiene que ver, como dijo Harold Bloom, con que los humanos no tenemos un lenguaje apropiado para relacionarnos con lo divino, que es nuestro deseo mas intimo, el de los nihilistas incluidos, al que no renunciaremos jamás. Ese es el ideal de perfección que nos unifica como partes de una humanidad común. El problema surge cuando, en la búsqueda de nuestra identidad individual, una de los caminos es convertir ese ideal común de perfección en la ideología totalitaria de unos pocos, en el ladrillo arrojadizo contra quienes hayan elegido otro camino en la búsqueda de su individualidad. El problema surge cuando la ideología mata al ideal. Así es nuestra biografía.


La fuerza que organiza la peli de “Rojos” no es otra cosa que la falta total de paciencia de John Redd (otra manera de lanzar ladrillos) en su diálogo con el ideal divino de perfección común. Santa Teresa tiene más paciencia y Job la tiene toda, por eso a estos se les llama santos y aquel revolucionario. Podemos deducir, por tanto, que un revolucionario moderno es un impaciente convulso, que no entiende lo que significa la locución de origen romántico: limitarse es extenderse. La historia que se nos muestra en “Rojos” es la de la impaciencia absoluta de un corazón en complicidad con una razón, que abdica de su misión ordenadora y otorgadora de sentido, y se pone a servicio de aquel. ¿No había esperanza suficiente en la joven democracia de los Estados Unidos de America de la segunda década del siglo XX, como para que John Redd se vea obligado a romper todos los equilibrios existentes y marchase a la Rusia zarista en busca del Equilibrio Definitivo en la Historia, a saber, la sociedad sin clases? No señor, John Reed entiende que no, y se va. Karl Marx lo habría suspendido como revolucionario. Redd cree que la revolución se puede dar en la tierra y no en el cielo. Por eso ama a Rusia como tierra prometida, sin haberla pisado nunca, como tierra no pisoteada todavía por la corrupción capitalista. Reed, sin darse cuenta se ha hecho anti marxista. Como Lenin y sus cuates. Se siente un hombre elegido, como Moises, y en su mente todo cuadra y está encuadrado. Rusia no es burguesa, ni industrial, ni urbana. En la Rusia zarista está todo por hacer, hay que ir allí. Es coherente, aunque sea solo un sueño. No hay nada más coherente que los sueños, incluso los sueños delirantes. Así lo representa la película. Y me parece acertado. Nosotros, los espectadores cansados y por cansar, ya lo sabemos, o creemos que lo sabemos, pero entonces Joh Reed no sabía todavía que esa decisión: dejar de trabajar y de pensar en la dirección y con el sentido necesarios para mantener el equilibrio de las cosas y las personas, significa iniciar la tenebrosa andadura cómplice con el mal absoluto. 


El diálogo del revolucionario Redd con la imagen de perfección divina le aleja del ámbito de la política, de lo posible, que es donde están jugando quienes le rodean en Nueva York. Sus compañeros del partido socialista norteamericano y su novia con sus reivindicaciones feministas. Dicho con otras palabras, Redd es un místico urbano, que de entrada no se tira al monte para hacer la revolución, ni está entre pucheros como Santa Teresa, sino entre despachos y reuniones. Redd se ha quedado sin cielo, pero ya no cree en la gran ciudad y sus vaivenes acelerados como lugar donde la revolución se pueda dar. O dicho con otras palabras, Redd no entiende que la tierra prometida sea una metáfora, sino un espacio geográfico con sus coordenadas, un lugar con su localización, diríamos ahora con el móbil en la mano. La oscuridad de la ideología comunista, que ocupa todo su corazón y todo su cerebro, ha desplazado la ilusionante luz original del ideal comunitario, y lo está dejando ciego. El espectador lo comprueba cuando Redd llega a Rusia, y se da cuenta que su libre albedrío, su capacidad de pensar por el mismo, está ahora tutelado por el Partido, como así se lo recuerdan sus camaradas en la escena que muestra la tensa y última reunión con ellos. Reed reacciona como lo que es, un pequeño burgués urbano metido a revolucionario, que diría la ortodoxia leninista. ¡Cómo se puede hacer la revolución sin la libertad de pensamiento individual!, insiste Reed ante sus camaradas. De eso se encarga el Partido, le responden estos sin despeinarse. Y así aparece ante Reed el moho de la burocracia bolchevique, y se inicia, como en una relación de causa y efecto, el calvario hasta la muerte final del héroe por enfermedad de tifus. Aunque todavía, antes de morir, puede abrazar a su novia Louise Bryant (una especie de Penélope impaciente, es decir, moderna), que en un alarde de amor revolucionario, lo digo sin ironía, ha conseguido superar todas los muros bolcheviques y meteorológicos, y presentarse en Rusia para salvar a su amado.