“Algunas veces no queda más remedio que creer que el presente es lo que hay delante de las narices, que Madrid es Madrid, que el presente es lo que hay, que las reuniones son gente que está allí reunida, que los muertos hay que contarlos. No cabe duda de que algunas veces las cosas tienen que ser así. No muchas, mejor que de tarde en tarde. Cuando hay que redactar una instancia o un currículum, por ejemplo. O cuando tratas de entenderte con un guardia de tráfico que acaba de pararte...” (pg 121 del libro Dioses contra microbios, de Alejandro Gándara). O cuando tienes que hablar con el portavoz de seis maderos que vienen a cumplir la orden judicial de desahucio del piso donde estas atrincherado.
En fin, que este desahucio es mostrado en la serie Antidisturbios, de Rodrigo Sorogoyen, como un encuentro entre fuerzas que se repelen, a saber, quienes no se quieren ir del inmueble y quienes llegan para echarlos por imperativo legal. Como lo es el rio que se quiere desbordar y el dique que se lo quiere impedir. Sin mas, de momento. Otra cosa es la legitimidad del asunto, pero de eso no va la escena. Los protagonistas son los maderos en acción (mas un poco antes y un poco después del núcleo central de su trabajo: desalojar). No son protagonistas los gritos, insultos y quejas los que quieren impedir el desahucio, como es la costumbre en estos casos. Esta es la segunda puesta en escena que elige el director para presentar la historia que quiere contar. La primera es donde el espectador conoce a un señorita, que ya no es adolescente pero que se comporta como tal, y que se empeña en que su padre confiese que ha hecho trampas en el juego de mesa en el que participan toda la familia. Aunque en la suma de las dos, que dan los cuarenta y pico minutos que dura el capítulo, debe estar implícito todo lo demás que es el contenido de los otros capítulos. Hay que verlos.
Lo que quiero decir es que sin contar el fondo de otra manera, la forma diferente de contar sus detalles visibles cambia la percepción de lo que siempre es lo mismo y queda oculto: hablar con un funcionario del estado es como hablar con la pared. Sea el funcionario del ministerio de interior o del ministerio de igualdad. Así concebido, la pared de repente cobra vida y significado lo que obliga al espectador a aprender a hablar con las paredes. Pues los números que son los rostros de los maderos, poco a poco, se hacen nombres sensibles ante el espectador, no ocurre así ante los atrincherados que continúan siendo números contables del bando indignado. Los treintas cinco minutos que dura la escena de los maderos en acción están filmados, y montados, desde esa aceptación de los hechos tal y como son. Fuerzas enfrentadas, sin que haya cabida para alguna de las ideologías del mercado actual de las ideologías.
Visto así la actitud de los que querían evitar el desahucio transmiten indiferencia, como si la vida no estuviera con ellos o los hubiese abandonado en su afán de conseguir justicia. Sin embargo el trabajo duro que realizan los policías, como si fueran mineros o soldados en el frente de guerra está lleno de una vitalidad creciente, como si se la hubiesen robado a los resistentes. Una forma de ósmosis entre fuerzas que se pelean, por inesperada no menos verdadera. Ni tan siquiera me vino la imagen de que los maderos fueran funcionarios a sueldo del estado, como de hecho lo son. Así la escena esta llena de este sentimiento vital lleno, a su vez, de miedo y desasosiego, cabalmente conducida por Osorio, el jefe de los maderos. Un armario de tres cuerpos con alma. Y esto que me parece lo más importante, se debe a la puesta en escena que imagina el director, y que edita el montador, que ya se ve que apunta no al problema de los desahucios y tal, sino a las relaciones de poder del sistema (o ministerio) al que pertenecen los maderos o antidisturbios y la señorita de la primera escena.