LO DESÉRTICO
Una de las palabras que determinó los meses y los días anteriores al viaje al lado oeste de los EE. UU. fue el desierto. Durante toda mi vida la palabra desierto me ha sugerido estrabío y el consiguiente miedo que se ha ido nutriendo a su vez de distintos causantes a medida que ha pasado el tiempo sin que pusiera un pie en algún lugar que merezca catalogado como desértico. Mi inclinación a perderme en la geografía queda paliada en parte por mi proverbial memoria de los datos históricos. Y es que el desierto, como el mar, son los únicos espacios geográficos que carecen de memoria de cualquier tipo. Imagino, por tanto, que transitando por sus adentros estoy destinado a perderme y, al fin y al cabo, a morir en el intento. Una secuencia que no se me quita de la cabeza cada vez que pienso o, sobre todo, miro algo que tenga que ver con estos lugares. También se que toda la literatura al respecto me dirá que el desierto es el lugar de la imaginación por excelencia, al menos eso es lo que yo he leído. Hay, por decirlo así, una voluntad pactada de no escribir ni hablar mal del desierto., al contrario, el pacto es de adulación constante. De dejarlo siempre en un lugar irresistible en deseo insaciable de los lectores y espectadores, en un especie de no lugar que, aunque es del todo inhabitable, pueda habitar mejor ningún otro en la imaginación de los seres humanos si de lo que se trata es de de vivir una experiencia radicalmente a la intemperie. Lo cual parece sugerir que habitualmente vivimos encajonados y alineados en edificios en serie, a lo largo y ancho de calles y avenidas. Lo cual es innegable. O que el sedentarismo fue el principio del progreso material, al instaurar el comercio de lo excedentario, pero el final del progreso espiritual que solo avanza verdaderamente en espacios al aire libre. Lo cual es más discutible. Los aduladores del desierto, como no puede ser de otra manera tratándose de este tipo de temperamentos, son en su mayoría comerciales de las agencias de viajes y escritores de las revistas especializadas a ellas asociadas, que utilizan sin escrúpulos la jerga romántica de lo que dejaron por escrito los antiguos viajeros, la mayoría infectados por ese virus del siglo XIX y la mitad del siglo XX, para vender las delicias de pasarse un días bajo la influencia del desierto. Tanto es así que Elon Musk, el magnate norteamericano que está pergeñando organizar el primer viaje turístico espacial a Marte, se inspira en esta herencia que habita en los cerebros de los propietarios de las casas alineadas a lo largo y ancho de calles y avenidas de las ciudades modernas, para hacer deseable e inaplazable lo que no deja de ser algo parecido a darse una vuelta por el desierto del Mohave (camino de Kingman, donde concluía la primera etapa del viaje que estoy contando) aunque con el morbo de que no hay viaje de retorno a casa. No hay en el proyecto de Musk, por expresarlo así, la posibilidad de decir, después de la experiencia desértica marciana, que en casa como en ningún sitio. Lo cual obliga a construirse allí en medio de la nada o el todo marciano (según se mire) y dentro de una burbuja de oxígeno, una nueva urbanización de casas alineadas que darán lugar a nuevas calles y avenidas, y esperar a que algún día la tecnología que pongan en marcha los herederos de Musk (como ya ocurrió con aquellos primeros emigrantes del nuevo mundo americano) haga posible la exportación o explotación de oxígeno en el planeta rojo, y el retorno a la casa terrenal de tales pioneros turístico espaciales. En medio de estas ensoñaciones desérticas que, como podrás comprobar nada tienen que ver con el precepto romántico, lo que sí me aupó a un aspecto de ese ideal del que fervientemente si participo, fueron las idas y venidas constantes de larguísimos convoyes de trenes de mercancías que cruzaban el desierto tirados por dos, tres y hasta cuatro máquinas. Ni que decir tiene que el otro artefacto que enciende mi imaginación romántica, controlada y acotada, de este desierto son las caravanas y las diligencias de pioneros, tirada toda esa pesada carga, en este caso, por la fiebre dorada que arrebataba a sus pasajeros, lo que añadido al calor reinante mantiene en lo más alto en el ranking de los delirios humanos a esta empresa decimonónica del oro californiano muy lejos de la que está imaginando Musk como la más grande odisea del ser humano. Y es que la imaginación humana (y el espíritu inquieto que no puede dejar de vivir, a su pesar, aprisionado en casas alineadas en calles y avenidas) tiene sus límites en el planeta que sostiene la vida corporal de la especie propietaria de aquella imaginación y aquel espíritu. No quiero que se me olvide mencionar a los jinetes solitarios que, sin saber de donde venían y a donde iban, cruzaron una y otra vez el desierto de Mohave huyendo probablemente de las casas alineadas a lo largo de calles y avenidas que comenzaban a proliferar por estos pagos del oeste norteamericano, instalados indistintamente a un lado y otro de la precaria ley existente, pero siempre cabalgando, tal y como nos los han mostrado una y otra vez las películas del oeste, en un espacio de horizontes inabarcables y en un tiempo sin principio ni final, sin un antes ni un después.