jueves, 4 de agosto de 2016

NO SÉ COMO DECIRLO

Si a medida que cumplimos años, y por uno de esos milagros infrecuentes de la vida, alcanzamos esa atalaya que se llama edad adulta, descubrimos con perplejidad, a diferencia de las edades precedentes, lo difícil que es hablar de nosotros mismos de una forma satisfactoria, también, claro está, para quienes han tenido la delicadeza de prestarnos su atención al escucharnos.

Ante este inopinado descubrimiento, una minoría se lo toma muy a pecho, lo que da la medida de su amor propio, y se van por la vía de urgencias a un psicoanalista. Estos profesionales dan buena fe en sus escritos del tono florido y espeso, de la apoteosis barroca que emplean estos pacientes, muchos de ellos imaginarios, para contar sus historias. Lo que demuestra esa dificultad a que me refería al principio. La mayoría, afortunadamente, confían su suerte a lo de siempre, a lo que ha hecho la humanidad desde que recibió este nombre: creen que entregarse a una conversación es más que suficiente. Su frecuencia y duración, y cómo sean los contenidos, cada cual lo tolera  según sean sus entendederas. Como no podía ser de otra manera.

A cierta edad uno ya sabe las cosas que tienen importancia y las que no. Es el único favor que nos concede la vida. Lo cual se puede resumir en esa frase tan castiza: “a mi me lo vas a contar”. Es entonces cuando los éxitos y desastres acumulados funcionan aceptablemente como sustitutos y, por tanto, como coartada para no tener que hablar de nosotros mismos. Y así evitar el latazo de tener que autoanalizarnos públicamente. ¡Qué enorme pereza! Es el momento en el que da comienzo ese tiempo final de la vida, en el que adquieren todo su protagonismo y esplendor las entrañables batallitas del abuelo Cebolleta.

Pero lo que funciona así en la vida, no lo hace, ni debería hacerlo, en la literatura. Para quien lee y escribe, para quien se compromete con las palabras de la literatura las cosas empiezan justamente ahí, donde acaba el ámbito de las palabras de la vida. Teniendo en cuenta la inquietante paradoja que supone escribir sobre lo que se lee, que en el fondo no es otra cosa que hablar de uno mismo.