martes, 9 de agosto de 2016

A LOS QUE ESTAMOS VIVOS

No es porque sean la mayoría - siempre tentada, como en el caso de los vivos, a transformase en algo indiferenciado - es que su silenciosa pero contundente presencia, en contra de lo podamos pensar los que seguimos aquí, les hace poseedores de la razón. De toda la razón. Los muertos, sencillamente, nos señalan a los vivos nuestro destino irreductible. Y nadie que esté vivo debería, en su sano juicio, llevarles la contraria, o tratar de ignorarlos. Deciden, por tanto, al relacionarnos con ellos por activa o por pasiva, cual es nuestro lenguaje y nuestra mirada. Y también su grado de oxidación. Y a partir de ese lenguaje y esa mirada, deciden el diálogo intermitente con su “apabullante presencia invisible”, que no es otra cosa que ir comprobando lo que ella va haciendo con nuestra vida, hasta que llegue el momento de reunirnos con ellos allí donde se encuentran.

Les dejo tres muertes memorables recogidas en otras tres historias, igualmente, inolvidables.

1. “Ella estaba profundamente dormida. Gabriel, apoyado en el codo, vacío de resentimiento. Miró unos instantes su enmarañado cabello y su boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De modo que había habido aquel romance en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el escaso papel que le había tocado desempeñar, como marido, en su vida. La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus ávidos ojos descansaron en su rostro y en su cabello; y, entonces, pensando en lo que debía de haber sido aquella su primera belleza juvenil, su alma se sintió invadida por una extraña piedad amistosa. No se hubiera dicho ni siquiera a sí mismo que su rostro ya no era hermoso, pero sabía que ya no era el rostro por el que Michael Furey desafío a la muerte. (...)
            Unos roces en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado de nuevo a nevar. Contempló somnoliento los copos, plateados y oscuros cayendo oblicuamente contra la luz de la farola. Había llegado el momento de que emprendiera el viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenía razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda. La nieve caía sobre todos los lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el Pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Micahel Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos.” (Los muertos, de James Joyce)

2. “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.El tema de la autocompasión.
Éstas fueron las primeras palabras que escribí después de que sucediera. La fecha en el archivo «Notas sobre el cambio.doc», de Microsoft Word, es «20 de mayo, 2004, 11:11 p.m.», pero tal vez abriera el archivo y al cerrarlo pulsara distraídamente «salvar». En mayo no hice cambios en el archivo. No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en enero del 2004, dos o tres díasdespués del suceso.Durante mucho tiempo no escribí nada más. La vida cambia en un instante. Un instante normal. 
Empeñada en recordar lo que parecía más sorprendente de todo lo ocurrido, en algún momento, consideré añadir esas palabras: «un instante normal». Me di cuenta inmediatamente de que no era necesario añadir la palabra «normal» porque no podría olvidarla, pero la palabra jamás se me fue de la cabeza. En realidad, la normalidad de toda la situación anterior al suceso era lo que me impedía creer que hubiera sucedido realmente, asimilarlo, incorporarlo, superarlo. Ahora reconozco que aquello no tenía nada de extraordinario; enfrentados a un desastre repentino, todos señalamos lo normales que eran las circunstancias en las que lo impensable sucede: el cielo azul despejado desde el que se precipitó el avión, el recado rutinario que acabó sobre la espalda con el coche en llamas, los columpios en los que los niños jugaban como de costumbre cuando la cascabel salió de entre la hiedra y atacó. ‘Volvía a casa del trabajo, feliz, triunfador, sano y de repente, se acabó. Y de pronto… se acabó.’ En plena vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más adelante, me di cuenta de que debí de repetir los detalles de lo sucedido a todos los que vinieron a casa en aquellas primeras semanas; a todos aquellos amigos y familiares que traían comida y preparaban bebidas y ponían los platos en la mesa del comedor para los que estaban por allí a la hora de comer o de cenar; a todos aquellos que retiraban los platos, congelaban las sobras, ponían el lavavajillas, llenaban nuestra - todavía no puedo decir «mi» - casa a no ser por ellos vacía, incluso después de que yo me retirara al dormitorio (nuestro dormitorio, en el que, sobre un sofá, aún estaba un albornoz descolorido XL, comprado en los años 70, en Richard Carroll, de Beverly Hills), y que al salir cerraban la puerta. Aquellos momentos en los que el agotamiento se apoderaba bruscamente de mí son lo que recuerdo con más claridad de aquellos primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo porque todos parecía que los conocían. En cierto momento,consideré la posibilidad de que se hubieran contado unos a otros los detalles de la historia, pero la descarté inmediatamente: los pormenores de su historia eran demasiado precisos para haber pasado de boca en boca. Había sido yo. 
A grandes rasgos. Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, del 2004. Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente - o realmente - un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer Division del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma.” (El año del pensamiento mágico, de Joan Didion)

3. “Nadie me había dicho nunca que el duelo se parecía tanto al miedo. No tengo miedo pero la sensación es de tenerlo: el mismo movimiento en el estómago, el mismo nerviosismo, los bostezos. No dejo de tragar. Otras veces parece como si estuviera un poco borracho o como si me hubieran aturdido. Hay una especie de sábana entre el mundo y yo. Me cuesta entender lo que dice cualquiera. O quizá me cuesta querer entenderlo. ¡Es tan poco interesante! Pero quiero que los otros estén a mi alrededor. Siento terror en los momentos en que la casa esta vacía. ¡Si al menos pudieran hablar los unos con los otros y no conmigo!" (Una pena en observación, de C.S. Lewis)