miércoles, 3 de agosto de 2016

LA CAMPANA DE CRISTAL, novela de Sylvia Plath

Uno escribe sobre lo que lee para ser alguien como lector, luego es razonable pensar que quiera decírselo a los otros lectores que quieran ser, también, alguien leyendo. Porque con el recurrente "no escribo sobre lo que leo ya que no tengo nada que decir", pareciera que lo que se quiere contar es que "yo soy yo soy yo soy, y los demás, llegado el caso, que los aspen”. Sin embargo, cabe deducir, con toda la buena fe de que soy capaz, que el silencio de quienes no escriben sobre lo que leen, también se debe a que prefieren decirlo todo de viva voz. Pero, llegado el día de autos, ¿es así realmente? ¿Que está sucediendo entonces, y a quien le importa de verdad todo esto? Hay que quitarle grasa y hacerle perder altura a ese Yo Lector, Gordo y Encumbrado, ya que es nadie. Es decir, siempre tiene que "partir de cero" delante de cada nuevo narrador, pero, paradójicamente, se deja ver delante de los otros lectores bajo el palio de innumerables falsas modestias o variopintas vanidades.

Antes de empezar a lee yo era un don nadie ante la narradora de "La campana de cristal". Ella ya lo había dicho todo, pero yo no tenía nada que decir, mas allá de lo que se dice siempre, que es como no decir nada. La importancia de escribir sobre lo que se lee radica, también, en esto, en que determina la prioridad y el orden en que se produce. A veces, uno da el primer paso, otras necesita el empujón ajeno para hacerlo. O, sencillamente, lee y escucha lo que otros han escrito anticipadamente y entonces se dispara lo que permanecía oculto de forma timorata o indecisa.

Esos hachazos verbales de final de la adolescencia y primera juventud, como de perdona vidas, con los que la narradora se dirige durante bastantes páginas al lector, me hizo sentirme tan cómodo como resignado. Me dije: no creo que nadie pueda contar eso como Holden Caulfield (el guardián entre el centeno), pero me conformo con que haga algo parecido. Aunque he de confesar que notaba algo inquietante y estremecedor en la insistencia, digamos, matonista de esa prosa, que no era únicamente debida a la zozobra y malestar propios de la juventud, sino que tenía que venir de una edad posterior pero no muy lejana, desde la que Esther nos cuenta. De otra manera - la segunda parte de los manicomios en manicomios, ya lo corrobora sin miramientos - Esther Greenwood nos cuenta sus veinte años porque algo que le importa, y que no va bien, le está sucediendo en un presente cercano desde donde escribe. Uff, de repente todo se había complicado. Y para rematarlo ese final, que me ha dejado el corazón encogido.

No es dolor juvenil, es dolor adulto. No es dolor por falta de experiencia, es dolor por saber y no querer protegerte de sus consecuencias. ¿Vanidad, sabiduría? Yo ya se que el dolor de la vida duele. Y que lo que hacemos los humanos es "tomar analgésicos" para calmarlo. Gente huyendo del dolor para mantener a salvo su estado de bienestar indoloro, es lo que veo cada día. A lo que no estoy habituado es a sentir el sentido del dolor propio cuando se sabe no evitarlo, cuando todavía le quedan a uno fuerzas para darle forma por escrito. Permítanme esta pedantería, si lo quieren llamar así, para decirlo de otra manera: a lo que no estoy habituado es a contemplar una función activa del dolor. No como respuesta a la negación o al vacío, sino por encontrarse en el centro de la vida. Esto es, a mi parecer, lo que alienta a la voz de Esther Greenwood. ¿Dolorida  de forma intermitente tanto en la forma de contar sus veinte años, como en el momento personal que vive la narradora que lo cuenta, pocos años mas tarde? ¿Estamos ante un dolor sin tregua? ¿O, mas bien, en su final, en el momento en el que ya nada duele? Preguntas que les propongo, no tanto para responderlas como para  que nos pongamos enfrente de ellas, cara a cara. Y comprobar como nos miran e interpelan.