Ahora que es verano y podemos disfrutar de las vacaciones pagadas fuera de nuestras casillas habituales, me parece que hay menos disculpas para no fijarse, sin apoyarnos en las muletas del pensamiento común o único, en estas cosas que median entre la vida y la literatura, antes de que todo vuelva a adquirir la tintura y la textura de los días encasillados y fieles a nuestra idea de progreso, al que, por cierto, devotamente veneramos gracias, entre otras cosas, a esta tregua vacacional remunerada.
jueves, 11 de agosto de 2016
¿HEROICIDAD O LOCURA?
¿Cómo es que un narrador de los que visitan las tertulias literarias, o los clubs de lectura, aspira a ser entendido sacando al lector de sus casillas, o de quicio, es decir, aspira a sacar al lector fuera del pensamiento común, o único, que lo apelmaza junto a sus iguales? ¿Qué tipo de heroicidad embarga a ese personaje, construido sólo con palabras, que se parece al lector pero que no es el lector? ¿Qué tipo de miedo indiferente nos enjaula a los lectores que, puestos en la tesitura de tener que entenderlo o no entenderlo, nos conviene pensar hacia adentro o hacia afuera (eso depende del carácter del lector), que lo que padece el narrador, al hablarnos como nos habla, es algún tipo de trastorno o desvarío similar a la locura, pues no sabemos lo que nos cuenta con lo que nos dice?
Ahora que es verano y podemos disfrutar de las vacaciones pagadas fuera de nuestras casillas habituales, me parece que hay menos disculpas para no fijarse, sin apoyarnos en las muletas del pensamiento común o único, en estas cosas que median entre la vida y la literatura, antes de que todo vuelva a adquirir la tintura y la textura de los días encasillados y fieles a nuestra idea de progreso, al que, por cierto, devotamente veneramos gracias, entre otras cosas, a esta tregua vacacional remunerada.
Ahora que es verano y podemos disfrutar de las vacaciones pagadas fuera de nuestras casillas habituales, me parece que hay menos disculpas para no fijarse, sin apoyarnos en las muletas del pensamiento común o único, en estas cosas que median entre la vida y la literatura, antes de que todo vuelva a adquirir la tintura y la textura de los días encasillados y fieles a nuestra idea de progreso, al que, por cierto, devotamente veneramos gracias, entre otras cosas, a esta tregua vacacional remunerada.
miércoles, 10 de agosto de 2016
MOVER Y CONMOVER
"Así, en paralelo a nuestro mundo, estaba el mundo de tío Benny, como un perturbador reflejo distorsionado, que era lo mismo pero sin serlo del todo. En ese mundo la gente podía hundirse en arenas movedizas, ser derrotada por fantasmas o por horribles y vulgares ciudades; la suerte y la maldad eran colosales e impredecibles; nada era merecido, todo podía suceder; las derrotas eran recibidas con demencial satisfacción. Era su gran logro sin él saberlo, hacérnoslo ver.".
"Siempre que la gente dice que tendrás que afrontar algo algún día y te empuja con toda naturalidad hacia el dolor, la obscenidad o la revelación indeseada que te acecha, en sus voces hay una nota de traición, un frío y mal disimulado júbilo, algo ávido de tu dolor. Sí, en los padres también; en los padres sobre todo.".
"Había descartado las ideas de cariño, consuelo y ternura que mi amor por Frank Wales había alimentado; todo eso parecía de pronto insignificante y extraordinariamente pueril. En la violencia secreta del sexo había un reconocimiento que iba más allá de la amabilidad, la buena voluntad o las personas.".
"No se parecía en nada al del David de mármol, y se erguía recto frente a él, tal como había leído que hacía. Tenía una especie de capucha, como un champiñón, y era de un color morado rojizo. Tenía un aspecto embotado y estúpido, comparado, por ejemplo, con los dedos de las manos y de los pies, llenos de inteligente expresividad, incluso con un codo o una rodilla. No me horrorizó, aunque tal vez esa había sido la intención del señor Chamberlain, de pie con su mirada vigilante, abriéndose los pantalones con las manos para enseñarlo. Tosco y embotado, del desagradable color de una herida, me pareció vulnerable, juguetón e inocente como un animal de hocico duro cuyo aspecto simple y grotesco es una especie de garantía de buena voluntad.".
(Alice Munro, "La vida de las mujeres")
"Siempre que la gente dice que tendrás que afrontar algo algún día y te empuja con toda naturalidad hacia el dolor, la obscenidad o la revelación indeseada que te acecha, en sus voces hay una nota de traición, un frío y mal disimulado júbilo, algo ávido de tu dolor. Sí, en los padres también; en los padres sobre todo.".
"Había descartado las ideas de cariño, consuelo y ternura que mi amor por Frank Wales había alimentado; todo eso parecía de pronto insignificante y extraordinariamente pueril. En la violencia secreta del sexo había un reconocimiento que iba más allá de la amabilidad, la buena voluntad o las personas.".
"No se parecía en nada al del David de mármol, y se erguía recto frente a él, tal como había leído que hacía. Tenía una especie de capucha, como un champiñón, y era de un color morado rojizo. Tenía un aspecto embotado y estúpido, comparado, por ejemplo, con los dedos de las manos y de los pies, llenos de inteligente expresividad, incluso con un codo o una rodilla. No me horrorizó, aunque tal vez esa había sido la intención del señor Chamberlain, de pie con su mirada vigilante, abriéndose los pantalones con las manos para enseñarlo. Tosco y embotado, del desagradable color de una herida, me pareció vulnerable, juguetón e inocente como un animal de hocico duro cuyo aspecto simple y grotesco es una especie de garantía de buena voluntad.".
(Alice Munro, "La vida de las mujeres")
martes, 9 de agosto de 2016
A LOS QUE ESTAMOS VIVOS
No es porque sean la mayoría - siempre tentada, como en el caso de los vivos, a transformase en algo indiferenciado - es que su silenciosa pero contundente presencia, en contra de lo podamos pensar los que seguimos aquí, les hace poseedores de la razón. De toda la razón. Los muertos, sencillamente, nos señalan a los vivos nuestro destino irreductible. Y nadie que esté vivo debería, en su sano juicio, llevarles la contraria, o tratar de ignorarlos. Deciden, por tanto, al relacionarnos con ellos por activa o por pasiva, cual es nuestro lenguaje y nuestra mirada. Y también su grado de oxidación. Y a partir de ese lenguaje y esa mirada, deciden el diálogo intermitente con su “apabullante presencia invisible”, que no es otra cosa que ir comprobando lo que ella va haciendo con nuestra vida, hasta que llegue el momento de reunirnos con ellos allí donde se encuentran.
Les dejo tres muertes memorables recogidas en otras tres historias, igualmente, inolvidables.
1. “Ella estaba profundamente dormida. Gabriel, apoyado en el codo, vacío de resentimiento. Miró unos instantes su enmarañado cabello y su boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De modo que había habido aquel romance en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el escaso papel que le había tocado desempeñar, como marido, en su vida. La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus ávidos ojos descansaron en su rostro y en su cabello; y, entonces, pensando en lo que debía de haber sido aquella su primera belleza juvenil, su alma se sintió invadida por una extraña piedad amistosa. No se hubiera dicho ni siquiera a sí mismo que su rostro ya no era hermoso, pero sabía que ya no era el rostro por el que Michael Furey desafío a la muerte. (...)
Unos roces en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado de nuevo a nevar. Contempló somnoliento los copos, plateados y oscuros cayendo oblicuamente contra la luz de la farola. Había llegado el momento de que emprendiera el viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenía razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda. La nieve caía sobre todos los lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el Pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Micahel Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos.” (Los muertos, de James Joyce)
2. “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.El tema de la autocompasión.
Éstas fueron las primeras palabras que escribí después de que sucediera. La fecha en el archivo «Notas sobre el cambio.doc», de Microsoft Word, es «20 de mayo, 2004, 11:11 p.m.», pero tal vez abriera el archivo y al cerrarlo pulsara distraídamente «salvar». En mayo no hice cambios en el archivo. No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en enero del 2004, dos o tres díasdespués del suceso.Durante mucho tiempo no escribí nada más. La vida cambia en un instante. Un instante normal.
Empeñada en recordar lo que parecía más sorprendente de todo lo ocurrido, en algún momento, consideré añadir esas palabras: «un instante normal». Me di cuenta inmediatamente de que no era necesario añadir la palabra «normal» porque no podría olvidarla, pero la palabra jamás se me fue de la cabeza. En realidad, la normalidad de toda la situación anterior al suceso era lo que me impedía creer que hubiera sucedido realmente, asimilarlo, incorporarlo, superarlo. Ahora reconozco que aquello no tenía nada de extraordinario; enfrentados a un desastre repentino, todos señalamos lo normales que eran las circunstancias en las que lo impensable sucede: el cielo azul despejado desde el que se precipitó el avión, el recado rutinario que acabó sobre la espalda con el coche en llamas, los columpios en los que los niños jugaban como de costumbre cuando la cascabel salió de entre la hiedra y atacó. ‘Volvía a casa del trabajo, feliz, triunfador, sano y de repente, se acabó. Y de pronto… se acabó.’ En plena vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más adelante, me di cuenta de que debí de repetir los detalles de lo sucedido a todos los que vinieron a casa en aquellas primeras semanas; a todos aquellos amigos y familiares que traían comida y preparaban bebidas y ponían los platos en la mesa del comedor para los que estaban por allí a la hora de comer o de cenar; a todos aquellos que retiraban los platos, congelaban las sobras, ponían el lavavajillas, llenaban nuestra - todavía no puedo decir «mi» - casa a no ser por ellos vacía, incluso después de que yo me retirara al dormitorio (nuestro dormitorio, en el que, sobre un sofá, aún estaba un albornoz descolorido XL, comprado en los años 70, en Richard Carroll, de Beverly Hills), y que al salir cerraban la puerta. Aquellos momentos en los que el agotamiento se apoderaba bruscamente de mí son lo que recuerdo con más claridad de aquellos primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo porque todos parecía que los conocían. En cierto momento,consideré la posibilidad de que se hubieran contado unos a otros los detalles de la historia, pero la descarté inmediatamente: los pormenores de su historia eran demasiado precisos para haber pasado de boca en boca. Había sido yo.
A grandes rasgos. Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, del 2004. Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente - o realmente - un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer Division del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma.” (El año del pensamiento mágico, de Joan Didion)
3. “Nadie me había dicho nunca que el duelo se parecía tanto al miedo. No tengo miedo pero la sensación es de tenerlo: el mismo movimiento en el estómago, el mismo nerviosismo, los bostezos. No dejo de tragar. Otras veces parece como si estuviera un poco borracho o como si me hubieran aturdido. Hay una especie de sábana entre el mundo y yo. Me cuesta entender lo que dice cualquiera. O quizá me cuesta querer entenderlo. ¡Es tan poco interesante! Pero quiero que los otros estén a mi alrededor. Siento terror en los momentos en que la casa esta vacía. ¡Si al menos pudieran hablar los unos con los otros y no conmigo!" (Una pena en observación, de C.S. Lewis)
Les dejo tres muertes memorables recogidas en otras tres historias, igualmente, inolvidables.
1. “Ella estaba profundamente dormida. Gabriel, apoyado en el codo, vacío de resentimiento. Miró unos instantes su enmarañado cabello y su boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De modo que había habido aquel romance en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el escaso papel que le había tocado desempeñar, como marido, en su vida. La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido juntos como marido y mujer. Sus ávidos ojos descansaron en su rostro y en su cabello; y, entonces, pensando en lo que debía de haber sido aquella su primera belleza juvenil, su alma se sintió invadida por una extraña piedad amistosa. No se hubiera dicho ni siquiera a sí mismo que su rostro ya no era hermoso, pero sabía que ya no era el rostro por el que Michael Furey desafío a la muerte. (...)
Unos roces en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado de nuevo a nevar. Contempló somnoliento los copos, plateados y oscuros cayendo oblicuamente contra la luz de la farola. Había llegado el momento de que emprendiera el viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenía razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda. La nieve caía sobre todos los lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el Pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Micahel Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos.” (Los muertos, de James Joyce)
2. “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.El tema de la autocompasión.
Éstas fueron las primeras palabras que escribí después de que sucediera. La fecha en el archivo «Notas sobre el cambio.doc», de Microsoft Word, es «20 de mayo, 2004, 11:11 p.m.», pero tal vez abriera el archivo y al cerrarlo pulsara distraídamente «salvar». En mayo no hice cambios en el archivo. No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en enero del 2004, dos o tres díasdespués del suceso.Durante mucho tiempo no escribí nada más. La vida cambia en un instante. Un instante normal.
Empeñada en recordar lo que parecía más sorprendente de todo lo ocurrido, en algún momento, consideré añadir esas palabras: «un instante normal». Me di cuenta inmediatamente de que no era necesario añadir la palabra «normal» porque no podría olvidarla, pero la palabra jamás se me fue de la cabeza. En realidad, la normalidad de toda la situación anterior al suceso era lo que me impedía creer que hubiera sucedido realmente, asimilarlo, incorporarlo, superarlo. Ahora reconozco que aquello no tenía nada de extraordinario; enfrentados a un desastre repentino, todos señalamos lo normales que eran las circunstancias en las que lo impensable sucede: el cielo azul despejado desde el que se precipitó el avión, el recado rutinario que acabó sobre la espalda con el coche en llamas, los columpios en los que los niños jugaban como de costumbre cuando la cascabel salió de entre la hiedra y atacó. ‘Volvía a casa del trabajo, feliz, triunfador, sano y de repente, se acabó. Y de pronto… se acabó.’ En plena vida estamos en la muerte, dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más adelante, me di cuenta de que debí de repetir los detalles de lo sucedido a todos los que vinieron a casa en aquellas primeras semanas; a todos aquellos amigos y familiares que traían comida y preparaban bebidas y ponían los platos en la mesa del comedor para los que estaban por allí a la hora de comer o de cenar; a todos aquellos que retiraban los platos, congelaban las sobras, ponían el lavavajillas, llenaban nuestra - todavía no puedo decir «mi» - casa a no ser por ellos vacía, incluso después de que yo me retirara al dormitorio (nuestro dormitorio, en el que, sobre un sofá, aún estaba un albornoz descolorido XL, comprado en los años 70, en Richard Carroll, de Beverly Hills), y que al salir cerraban la puerta. Aquellos momentos en los que el agotamiento se apoderaba bruscamente de mí son lo que recuerdo con más claridad de aquellos primeros días y semanas. No recuerdo haberle contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo porque todos parecía que los conocían. En cierto momento,consideré la posibilidad de que se hubieran contado unos a otros los detalles de la historia, pero la descarté inmediatamente: los pormenores de su historia eran demasiado precisos para haber pasado de boca en boca. Había sido yo.
A grandes rasgos. Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, del 2004. Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente - o realmente - un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer Division del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma.” (El año del pensamiento mágico, de Joan Didion)
3. “Nadie me había dicho nunca que el duelo se parecía tanto al miedo. No tengo miedo pero la sensación es de tenerlo: el mismo movimiento en el estómago, el mismo nerviosismo, los bostezos. No dejo de tragar. Otras veces parece como si estuviera un poco borracho o como si me hubieran aturdido. Hay una especie de sábana entre el mundo y yo. Me cuesta entender lo que dice cualquiera. O quizá me cuesta querer entenderlo. ¡Es tan poco interesante! Pero quiero que los otros estén a mi alrededor. Siento terror en los momentos en que la casa esta vacía. ¡Si al menos pudieran hablar los unos con los otros y no conmigo!" (Una pena en observación, de C.S. Lewis)
sábado, 6 de agosto de 2016
EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO, novela de Marcel Proust
Les dejo este artículo de Félix de Azúa, que escribió para conmemorar el centenario de la obra magna del novelista francés.
JUVENTUD DE UN CENTENARIO
“Sobre Proust se ha escrito ya casi todo, pero sobre la Recherche no, porque es un clásico y lo propio de los clásicos es su misteriosa capacidad para cargarse de nuevos contenidos en cada sucesiva generación. Lo que hoy significa esa obra no es lo que significó en 1913. Ahora hace cien años aparecía la primera parte, Por el camino de Swann, traducido a veces, con mayor exactitud, como Por donde vive Swann.
El inmenso retablo se presentó al juicio de los lectores anteriores a la primera guerra con un fragmento que hacía imposible adivinar el conjunto. Su escala iba a ser desmesurada, más de tres mil páginas y habría sido quimérico predecir que aquellas inaugurales teselas se insertarían años más tarde en un mosaico gigantesco donde jugarían un papel esencial, pero impredecible. Es lo único que justifica el error inmenso de Gide al rechazarlo para la editorial Gallimard.
Y tras aquella primera aparición estalló uno de los más sangrientos conflictos que ha conocido la muy sanguinaria sociedad europea. La guerra del 14/18, como la llaman los franceses, influyó decisivamente en el proyecto de Proust y no hay nada tan estremecedor como El tiempo reencontrado, la última parte de la Recherche, en forma de baile de máscaras o de danza de cadáveres que reúne a los personajes tras la contienda y cierra una vida que había comenzado con la luminosidad gótica de la duquesa de Guermantes. Tras la guerra no hay héroes, los bellos militares, las hermosas damas, los sutiles aristócratas, las seductoras adolescentes de la fureur de vivre son ahora macabros restos de una sociedad difunta. El ciclo de la vida y la muerte se había completado con aquella última y lúgubre escena.
La obra estaba acabada y si bien Proust no alcanzó a corregirla hasta el final, el lector puede hoy leerla sorteando los bloques de mármol aún no esculpidos o inacabados, como La Prisionera o La Fugitiva, los más imperfectos. Eso no quiere decir que deba evitarlos, son de lectura obligada, pero admiten un seguimiento menos atento que el resto del material.
Esta perpetua actualidad de la Recherche se debe, entre otras causas, a que no es exactamente una novela, aunque es una de las más grandes que se hayan escrito, pero es también mucho más. Sus cientos de personajes tienen la realidad verosímil del mejor retrato realista y sin embargo encarnan iconos anímicos de la misma intensidad que Odiseo o don Quijote, es decir, mitos que reúnen en sí un resumen exacto, estremecedor, de los modos de ser del humano contemporáneo y sus distintos destinos. Leer la Recherche no es sólo introducirse en un universo de ficción extremadamente inteligente, es también aprender a reflexionar sobre nuestros vicios y virtudes, modos de amar, creencias falsas, esclavitudes, holgazanerías, o verdades hipócritas. Es una auténtica enciclopedia de la humanidad moderna, de su gloria y de su estupidez.
Víctor Gómez Pin, quien ha dedicado a Proust dos libros en verdad filosóficos, afirma que el único personaje de la Recherche es el lenguaje mismo y que por esta razón va mucho más allá de las peripecias y avatares de la alta burguesía parisina del ochocientos. El lenguaje tal y como lo poseemos nosotros, es decir, nuestra esencia, lo que nos hace humanos, está derivando de un modo universal e inexorable a puro instrumento, a utensilio práctico. A medida que el lenguaje se hace instrumento nosotros nos convertimos en meras herramientas. No obstante, el lenguaje de la Recherche es perfectamente ajeno a toda instrumentalización, incluso aquella que obliga al novelista a respetar la acción o el suspense, de ahí la longitud pertinaz de las frases y esa dificultad que pone nerviosos a los lectores apresurados. Podríamos decir (pero ese sería otro artículo) que el lenguaje de Proust es estrictamente poético en su sentido más riguroso y por eso exige nuestra esforzada colaboración.
Cuando uno busca, como Proust, el lenguaje en su labor poética, entonces el habla, el lenguaje de la gente en su vida corriente, se transforma en un encantamiento que permite llegar a lo más recóndito del hablante. El modo de hablar es una representación fiel del alma de cada individuo y la Recherche es, por encima de todo, un repertorio de modos de hablar. Cada modo de hablar es una posibilidad de vivir.
En una útil antología de pensamientos de Proust, recogida por Jaime Fernández en El almuerzo en la hierba, figura esta frase: 'Las palabras no me informaban sino a condición de interpretarlas como se interpreta una afluencia de sangre al rostro de una persona que se azara, o también un silencio repentino'.
Para Proust las palabras del habla cotidiana, en ocasiones significativas, toman una función mágica capaz de provocar reacciones involuntarias del cuerpo. Esta capacidad enigmática del lenguaje es lo que hace de la Recherche una obra que transforma al que la lee, no sólo anímicamente, sino con frecuencia también físicamente. Si se hace con seriedad, la lectura de la Recherche no es una lectura, sino una transfusión de lenguaje, análoga a las transfusiones de sangre que reviven a un moribundo. Es posible que esa sea, hoy en día, la mejor forma de preparar nuestro cuerpo para la mortalidad.”
JUVENTUD DE UN CENTENARIO
“Sobre Proust se ha escrito ya casi todo, pero sobre la Recherche no, porque es un clásico y lo propio de los clásicos es su misteriosa capacidad para cargarse de nuevos contenidos en cada sucesiva generación. Lo que hoy significa esa obra no es lo que significó en 1913. Ahora hace cien años aparecía la primera parte, Por el camino de Swann, traducido a veces, con mayor exactitud, como Por donde vive Swann.
El inmenso retablo se presentó al juicio de los lectores anteriores a la primera guerra con un fragmento que hacía imposible adivinar el conjunto. Su escala iba a ser desmesurada, más de tres mil páginas y habría sido quimérico predecir que aquellas inaugurales teselas se insertarían años más tarde en un mosaico gigantesco donde jugarían un papel esencial, pero impredecible. Es lo único que justifica el error inmenso de Gide al rechazarlo para la editorial Gallimard.
Y tras aquella primera aparición estalló uno de los más sangrientos conflictos que ha conocido la muy sanguinaria sociedad europea. La guerra del 14/18, como la llaman los franceses, influyó decisivamente en el proyecto de Proust y no hay nada tan estremecedor como El tiempo reencontrado, la última parte de la Recherche, en forma de baile de máscaras o de danza de cadáveres que reúne a los personajes tras la contienda y cierra una vida que había comenzado con la luminosidad gótica de la duquesa de Guermantes. Tras la guerra no hay héroes, los bellos militares, las hermosas damas, los sutiles aristócratas, las seductoras adolescentes de la fureur de vivre son ahora macabros restos de una sociedad difunta. El ciclo de la vida y la muerte se había completado con aquella última y lúgubre escena.
La obra estaba acabada y si bien Proust no alcanzó a corregirla hasta el final, el lector puede hoy leerla sorteando los bloques de mármol aún no esculpidos o inacabados, como La Prisionera o La Fugitiva, los más imperfectos. Eso no quiere decir que deba evitarlos, son de lectura obligada, pero admiten un seguimiento menos atento que el resto del material.
Esta perpetua actualidad de la Recherche se debe, entre otras causas, a que no es exactamente una novela, aunque es una de las más grandes que se hayan escrito, pero es también mucho más. Sus cientos de personajes tienen la realidad verosímil del mejor retrato realista y sin embargo encarnan iconos anímicos de la misma intensidad que Odiseo o don Quijote, es decir, mitos que reúnen en sí un resumen exacto, estremecedor, de los modos de ser del humano contemporáneo y sus distintos destinos. Leer la Recherche no es sólo introducirse en un universo de ficción extremadamente inteligente, es también aprender a reflexionar sobre nuestros vicios y virtudes, modos de amar, creencias falsas, esclavitudes, holgazanerías, o verdades hipócritas. Es una auténtica enciclopedia de la humanidad moderna, de su gloria y de su estupidez.
Víctor Gómez Pin, quien ha dedicado a Proust dos libros en verdad filosóficos, afirma que el único personaje de la Recherche es el lenguaje mismo y que por esta razón va mucho más allá de las peripecias y avatares de la alta burguesía parisina del ochocientos. El lenguaje tal y como lo poseemos nosotros, es decir, nuestra esencia, lo que nos hace humanos, está derivando de un modo universal e inexorable a puro instrumento, a utensilio práctico. A medida que el lenguaje se hace instrumento nosotros nos convertimos en meras herramientas. No obstante, el lenguaje de la Recherche es perfectamente ajeno a toda instrumentalización, incluso aquella que obliga al novelista a respetar la acción o el suspense, de ahí la longitud pertinaz de las frases y esa dificultad que pone nerviosos a los lectores apresurados. Podríamos decir (pero ese sería otro artículo) que el lenguaje de Proust es estrictamente poético en su sentido más riguroso y por eso exige nuestra esforzada colaboración.
Cuando uno busca, como Proust, el lenguaje en su labor poética, entonces el habla, el lenguaje de la gente en su vida corriente, se transforma en un encantamiento que permite llegar a lo más recóndito del hablante. El modo de hablar es una representación fiel del alma de cada individuo y la Recherche es, por encima de todo, un repertorio de modos de hablar. Cada modo de hablar es una posibilidad de vivir.
En una útil antología de pensamientos de Proust, recogida por Jaime Fernández en El almuerzo en la hierba, figura esta frase: 'Las palabras no me informaban sino a condición de interpretarlas como se interpreta una afluencia de sangre al rostro de una persona que se azara, o también un silencio repentino'.
Para Proust las palabras del habla cotidiana, en ocasiones significativas, toman una función mágica capaz de provocar reacciones involuntarias del cuerpo. Esta capacidad enigmática del lenguaje es lo que hace de la Recherche una obra que transforma al que la lee, no sólo anímicamente, sino con frecuencia también físicamente. Si se hace con seriedad, la lectura de la Recherche no es una lectura, sino una transfusión de lenguaje, análoga a las transfusiones de sangre que reviven a un moribundo. Es posible que esa sea, hoy en día, la mejor forma de preparar nuestro cuerpo para la mortalidad.”
viernes, 5 de agosto de 2016
LOS AMIGOS DE EDDIE COYLE, novela de George V. HIggins
La vida es dura, a veces incluso insoportable. Sin piedad, nos oprime el corazón. Pero también es bella, muy bella. Nos esponja y libera. Pero, ¿cómo es nuestra mirada sobre la vida dura i la vida bella? Amplia, debe ser siempre muy amplia, lo más amplia posible, sobre las dos vidas al mismo tiempo. Ya saben sin manías. Paradójicamente vistas así, la vida dura y la vida bella se necesitan. Como lo que se dicen en sus conversaciones los amigos de Eddie Coyle, que tienen vidas duras y bellas al mismo tiempo. ¿Se necesitan porque no lo saben todos e ellos mismos, ni de los otros? ¿Se ponen a hablar por eso? ¿Por qué nos ponemos a hablar nosotros, sea cuando la vida es dura o cuando la vida es bella, o sea cuando sea?
Esta mirada amplia es la no se deja reducir por los imperativos ideológicos, económicos, políticos, psicológicos, etc. Una mirada que no nos da consuelo, ni satisface las prisas innegociables de llegar a algún sitio con un fin o de tener una respuesta para cada pregunta. Pero que nos otorga una perspectiva irreductible i nos protege contra los impostores. La mirada amplia es la del lector adulto. Ese gran espíritu atento, concentrado y paciente.
Que habría pasado si el narrador de "Los Amigos de Eddie Coyle" hubiese tenido la tentación de contar la historia el mismo. Sin participar en ella, se habría dedicado a describir la vida del barrio bostoniano donde viven los amigos de Eddie Coyle. Es decir, que si los que tienen más y los que tienen menos, que si la escuela de los niños, que si la comisaría de la policía con sus líos y sus corrupciones, que si la ley y el orden, que si el desorden que no para, que si un poco de sexo por aquí, que si una pelea por allá. El consuelo. Todo eso guarnecido con una dosis controlada de acción. Las prisas.
¿Saben, imagino, lo qué pensó este narrador? "Callo para que habléis vosotros. Seguro que lo haréis mejor que yo. Los lectores y yo os escucharemos, y además os lo agradeceremos. Los lectores aprenden mucho más escuchando lo que decís vosotros sentados alrededor de una mesa o de pie o en un parque o donde sea, pero quietos, que si lo hago yo. Dando vueltas arriba y abajo".
Esta mirada amplia es la no se deja reducir por los imperativos ideológicos, económicos, políticos, psicológicos, etc. Una mirada que no nos da consuelo, ni satisface las prisas innegociables de llegar a algún sitio con un fin o de tener una respuesta para cada pregunta. Pero que nos otorga una perspectiva irreductible i nos protege contra los impostores. La mirada amplia es la del lector adulto. Ese gran espíritu atento, concentrado y paciente.
Que habría pasado si el narrador de "Los Amigos de Eddie Coyle" hubiese tenido la tentación de contar la historia el mismo. Sin participar en ella, se habría dedicado a describir la vida del barrio bostoniano donde viven los amigos de Eddie Coyle. Es decir, que si los que tienen más y los que tienen menos, que si la escuela de los niños, que si la comisaría de la policía con sus líos y sus corrupciones, que si la ley y el orden, que si el desorden que no para, que si un poco de sexo por aquí, que si una pelea por allá. El consuelo. Todo eso guarnecido con una dosis controlada de acción. Las prisas.
¿Saben, imagino, lo qué pensó este narrador? "Callo para que habléis vosotros. Seguro que lo haréis mejor que yo. Los lectores y yo os escucharemos, y además os lo agradeceremos. Los lectores aprenden mucho más escuchando lo que decís vosotros sentados alrededor de una mesa o de pie o en un parque o donde sea, pero quietos, que si lo hago yo. Dando vueltas arriba y abajo".
jueves, 4 de agosto de 2016
NO SÉ COMO DECIRLO
Si a medida que cumplimos años, y por uno de esos milagros infrecuentes de la vida, alcanzamos esa atalaya que se llama edad adulta, descubrimos con perplejidad, a diferencia de las edades precedentes, lo difícil que es hablar de nosotros mismos de una forma satisfactoria, también, claro está, para quienes han tenido la delicadeza de prestarnos su atención al escucharnos.
Ante este inopinado descubrimiento, una minoría se lo toma muy a pecho, lo que da la medida de su amor propio, y se van por la vía de urgencias a un psicoanalista. Estos profesionales dan buena fe en sus escritos del tono florido y espeso, de la apoteosis barroca que emplean estos pacientes, muchos de ellos imaginarios, para contar sus historias. Lo que demuestra esa dificultad a que me refería al principio. La mayoría, afortunadamente, confían su suerte a lo de siempre, a lo que ha hecho la humanidad desde que recibió este nombre: creen que entregarse a una conversación es más que suficiente. Su frecuencia y duración, y cómo sean los contenidos, cada cual lo tolera según sean sus entendederas. Como no podía ser de otra manera.
A cierta edad uno ya sabe las cosas que tienen importancia y las que no. Es el único favor que nos concede la vida. Lo cual se puede resumir en esa frase tan castiza: “a mi me lo vas a contar”. Es entonces cuando los éxitos y desastres acumulados funcionan aceptablemente como sustitutos y, por tanto, como coartada para no tener que hablar de nosotros mismos. Y así evitar el latazo de tener que autoanalizarnos públicamente. ¡Qué enorme pereza! Es el momento en el que da comienzo ese tiempo final de la vida, en el que adquieren todo su protagonismo y esplendor las entrañables batallitas del abuelo Cebolleta.
Pero lo que funciona así en la vida, no lo hace, ni debería hacerlo, en la literatura. Para quien lee y escribe, para quien se compromete con las palabras de la literatura las cosas empiezan justamente ahí, donde acaba el ámbito de las palabras de la vida. Teniendo en cuenta la inquietante paradoja que supone escribir sobre lo que se lee, que en el fondo no es otra cosa que hablar de uno mismo.
Ante este inopinado descubrimiento, una minoría se lo toma muy a pecho, lo que da la medida de su amor propio, y se van por la vía de urgencias a un psicoanalista. Estos profesionales dan buena fe en sus escritos del tono florido y espeso, de la apoteosis barroca que emplean estos pacientes, muchos de ellos imaginarios, para contar sus historias. Lo que demuestra esa dificultad a que me refería al principio. La mayoría, afortunadamente, confían su suerte a lo de siempre, a lo que ha hecho la humanidad desde que recibió este nombre: creen que entregarse a una conversación es más que suficiente. Su frecuencia y duración, y cómo sean los contenidos, cada cual lo tolera según sean sus entendederas. Como no podía ser de otra manera.
A cierta edad uno ya sabe las cosas que tienen importancia y las que no. Es el único favor que nos concede la vida. Lo cual se puede resumir en esa frase tan castiza: “a mi me lo vas a contar”. Es entonces cuando los éxitos y desastres acumulados funcionan aceptablemente como sustitutos y, por tanto, como coartada para no tener que hablar de nosotros mismos. Y así evitar el latazo de tener que autoanalizarnos públicamente. ¡Qué enorme pereza! Es el momento en el que da comienzo ese tiempo final de la vida, en el que adquieren todo su protagonismo y esplendor las entrañables batallitas del abuelo Cebolleta.
Pero lo que funciona así en la vida, no lo hace, ni debería hacerlo, en la literatura. Para quien lee y escribe, para quien se compromete con las palabras de la literatura las cosas empiezan justamente ahí, donde acaba el ámbito de las palabras de la vida. Teniendo en cuenta la inquietante paradoja que supone escribir sobre lo que se lee, que en el fondo no es otra cosa que hablar de uno mismo.
miércoles, 3 de agosto de 2016
LA CAMPANA DE CRISTAL, novela de Sylvia Plath
Uno escribe sobre lo que lee para ser alguien como lector, luego es razonable pensar que quiera decírselo a los otros lectores que quieran ser, también, alguien leyendo. Porque con el recurrente "no escribo sobre lo que leo ya que no tengo nada que decir", pareciera que lo que se quiere contar es que "yo soy yo soy yo soy, y los demás, llegado el caso, que los aspen”. Sin embargo, cabe deducir, con toda la buena fe de que soy capaz, que el silencio de quienes no escriben sobre lo que leen, también se debe a que prefieren decirlo todo de viva voz. Pero, llegado el día de autos, ¿es así realmente? ¿Que está sucediendo entonces, y a quien le importa de verdad todo esto? Hay que quitarle grasa y hacerle perder altura a ese Yo Lector, Gordo y Encumbrado, ya que es nadie. Es decir, siempre tiene que "partir de cero" delante de cada nuevo narrador, pero, paradójicamente, se deja ver delante de los otros lectores bajo el palio de innumerables falsas modestias o variopintas vanidades.
Antes de empezar a lee yo era un don nadie ante la narradora de "La campana de cristal". Ella ya lo había dicho todo, pero yo no tenía nada que decir, mas allá de lo que se dice siempre, que es como no decir nada. La importancia de escribir sobre lo que se lee radica, también, en esto, en que determina la prioridad y el orden en que se produce. A veces, uno da el primer paso, otras necesita el empujón ajeno para hacerlo. O, sencillamente, lee y escucha lo que otros han escrito anticipadamente y entonces se dispara lo que permanecía oculto de forma timorata o indecisa.
Esos hachazos verbales de final de la adolescencia y primera juventud, como de perdona vidas, con los que la narradora se dirige durante bastantes páginas al lector, me hizo sentirme tan cómodo como resignado. Me dije: no creo que nadie pueda contar eso como Holden Caulfield (el guardián entre el centeno), pero me conformo con que haga algo parecido. Aunque he de confesar que notaba algo inquietante y estremecedor en la insistencia, digamos, matonista de esa prosa, que no era únicamente debida a la zozobra y malestar propios de la juventud, sino que tenía que venir de una edad posterior pero no muy lejana, desde la que Esther nos cuenta. De otra manera - la segunda parte de los manicomios en manicomios, ya lo corrobora sin miramientos - Esther Greenwood nos cuenta sus veinte años porque algo que le importa, y que no va bien, le está sucediendo en un presente cercano desde donde escribe. Uff, de repente todo se había complicado. Y para rematarlo ese final, que me ha dejado el corazón encogido.
No es dolor juvenil, es dolor adulto. No es dolor por falta de experiencia, es dolor por saber y no querer protegerte de sus consecuencias. ¿Vanidad, sabiduría? Yo ya se que el dolor de la vida duele. Y que lo que hacemos los humanos es "tomar analgésicos" para calmarlo. Gente huyendo del dolor para mantener a salvo su estado de bienestar indoloro, es lo que veo cada día. A lo que no estoy habituado es a sentir el sentido del dolor propio cuando se sabe no evitarlo, cuando todavía le quedan a uno fuerzas para darle forma por escrito. Permítanme esta pedantería, si lo quieren llamar así, para decirlo de otra manera: a lo que no estoy habituado es a contemplar una función activa del dolor. No como respuesta a la negación o al vacío, sino por encontrarse en el centro de la vida. Esto es, a mi parecer, lo que alienta a la voz de Esther Greenwood. ¿Dolorida de forma intermitente tanto en la forma de contar sus veinte años, como en el momento personal que vive la narradora que lo cuenta, pocos años mas tarde? ¿Estamos ante un dolor sin tregua? ¿O, mas bien, en su final, en el momento en el que ya nada duele? Preguntas que les propongo, no tanto para responderlas como para que nos pongamos enfrente de ellas, cara a cara. Y comprobar como nos miran e interpelan.
Antes de empezar a lee yo era un don nadie ante la narradora de "La campana de cristal". Ella ya lo había dicho todo, pero yo no tenía nada que decir, mas allá de lo que se dice siempre, que es como no decir nada. La importancia de escribir sobre lo que se lee radica, también, en esto, en que determina la prioridad y el orden en que se produce. A veces, uno da el primer paso, otras necesita el empujón ajeno para hacerlo. O, sencillamente, lee y escucha lo que otros han escrito anticipadamente y entonces se dispara lo que permanecía oculto de forma timorata o indecisa.
Esos hachazos verbales de final de la adolescencia y primera juventud, como de perdona vidas, con los que la narradora se dirige durante bastantes páginas al lector, me hizo sentirme tan cómodo como resignado. Me dije: no creo que nadie pueda contar eso como Holden Caulfield (el guardián entre el centeno), pero me conformo con que haga algo parecido. Aunque he de confesar que notaba algo inquietante y estremecedor en la insistencia, digamos, matonista de esa prosa, que no era únicamente debida a la zozobra y malestar propios de la juventud, sino que tenía que venir de una edad posterior pero no muy lejana, desde la que Esther nos cuenta. De otra manera - la segunda parte de los manicomios en manicomios, ya lo corrobora sin miramientos - Esther Greenwood nos cuenta sus veinte años porque algo que le importa, y que no va bien, le está sucediendo en un presente cercano desde donde escribe. Uff, de repente todo se había complicado. Y para rematarlo ese final, que me ha dejado el corazón encogido.
No es dolor juvenil, es dolor adulto. No es dolor por falta de experiencia, es dolor por saber y no querer protegerte de sus consecuencias. ¿Vanidad, sabiduría? Yo ya se que el dolor de la vida duele. Y que lo que hacemos los humanos es "tomar analgésicos" para calmarlo. Gente huyendo del dolor para mantener a salvo su estado de bienestar indoloro, es lo que veo cada día. A lo que no estoy habituado es a sentir el sentido del dolor propio cuando se sabe no evitarlo, cuando todavía le quedan a uno fuerzas para darle forma por escrito. Permítanme esta pedantería, si lo quieren llamar así, para decirlo de otra manera: a lo que no estoy habituado es a contemplar una función activa del dolor. No como respuesta a la negación o al vacío, sino por encontrarse en el centro de la vida. Esto es, a mi parecer, lo que alienta a la voz de Esther Greenwood. ¿Dolorida de forma intermitente tanto en la forma de contar sus veinte años, como en el momento personal que vive la narradora que lo cuenta, pocos años mas tarde? ¿Estamos ante un dolor sin tregua? ¿O, mas bien, en su final, en el momento en el que ya nada duele? Preguntas que les propongo, no tanto para responderlas como para que nos pongamos enfrente de ellas, cara a cara. Y comprobar como nos miran e interpelan.
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