miércoles, 10 de abril de 2013

SOBRE LOS PRINCIPIOS


Cuando fallan los principios, lo único que se puede hacer para salvarlos, y de paso salvar la fe, es morir por ellos. Entregar la vida a lo que decidan los principios. Morir y, claro está, matar.

En menos de veinticuatro horas han muerto tres personajes públicos muy distintos, pero cada uno dotado con fuertes principios: Sara Montiel, Margaret Thatcher y Jose Luís Sampedro.

Entre lo que anuncia, o pueda sugerir, la muerte en el primer párrafo y en el segundo han pasado más de doscientos años. Es el tiempo que media entre los parteros de la Revolución Francesa y el nuestro, directo heredero de aquel. ¡Cuanto han cambiado las cosas! Hoy sabemos que nadie de quienes en nuestro entorno pregonan en voz alta sus principios van a morir por ellos, pero no estamos tan seguros de que no puedan llegar a matar, ni de que tampoco vayan a entregar su vida profesional a lo que aquellos decidan. Lo que no nos cabe la menor duda es de que, para tapar la inevitable corrupción de su forma de pensar, van a hablar y hablar mucho sobre sus principios y sobre los principios que nos convienen a los demás. De hecho es lo único que se hace en nuestro raro presente. Todo esto ha sido posible debido a la desaparición en el horizonte de la muerte voluntaria, quiero decir, al desaparecer la inmolación por una causa, como no tenían empacho en manifestar y cumplir aquellos jóvenes revolucionarios. Hoy, al hablar y hablar lo que de verdad consiguen, al menos de forma efímera, es ahuyentar la amenaza de la muerte. Por eso todo consiste en no dejar de hacerlo, veinticuatro horas al día sobre veinticuatro. Y, sin embargo, todos intuimos que, aunque no sepamos de qué modo, siguen siendo necesarios los principios. Mejor dicho, sigue siendo necesario algún tipo de intensidad y de fe en los mismos, que los mantengan en alto de forma permanente. Ardiendo como si fueran una antorcha olímpica.

Llegados aquí, entonces, ¿hemos de restituir en este itinerario el lugar perdido de la muerte? ¿Cómo? Todo dependerá de como aprendamos a enfrentarnos al hecho sospechoso, propio ya de nuestro tiempo, de que si hemos llegado hasta donde hemos llegado es porque lo hemos aceptado todo. Los tres difuntos mencionados fueron longevos y recibieron en vida los honores y reconocimientos de sus seguidores. Lo que los diferenciará, a partir de ahora, es como se desarrollará su ausencia entre quienes nos quedamos. Cómo la imaginemos. Lo cual vendrá a explicar, a dar sentido, al hecho de que no hayan muerto antes de tiempo, debido a que sus principios fueran reincidentemente incumplidos. Los tres tuvieron sobradas razones para quitarse mucho antes de en medio, según el precepto de los padres fundadores de la razón social moderna.

Estar abocado a la muerte es una constatación de la vida. Pero así como los jóvenes revolucionarios franceses sí eran dueños de su muerte, al saber que su cuello podía caer bajo la influencia de la cuchilla de la guillotina cuando su vida quedara vacía de los principios, para nosotros, sus herederos, nuestra vida continua aún cuando la muerte haya aniquilado los ideales que la sustentaban. Yo creo que es esto lo que diferencia a los difuntos mencionados, y a todos los otros difuntos de nuestro ahora. En la forma como acabaron sus días, en como se enfrentaron a la paulatina precariedad de su larga pero mortal existencia física, podremos encontrar alguna línea de sentido, que nos deje ver lo que había de imperecedero en cada uno de ellos. Ya que ahí se encuentra la auténtica fuente del significado de toda existencia. Todo ello será, además, lo que rompa aquella maldición que se ha instalado entre nuestra mirada, tan uniformadora como injusta, de que llegaron a donde lo hicieron porque, cada uno en su campo, lo acabaron aceptando todo. Adaptando, así, a nuestros días el espíritu esencial de nuestros antepasados revolucionarios.