El caso es que antes de que acabara el
invierno fui a ver la versión de Joe Wright sobre Anna Karenina. Días después, entrada ya la
primavera, la fue a ver un amigo. A él no le interesó, o no le gustó. Al
contrastarla con la puesta en escena clásica y con el recuerdo que tenía de
Greta Garbo, la de Wright y la cara de Keira Knightley no superaron la prueba. Lo
cual me hizo pensar a la antigua en el hecho de que empezar a ver una peli o a leer un
libro no coinciden con su inicio, ni acabarlos con su final. La peli o el libro han comenzado antes o después de que nos pongamos a ello. E igualmente acaban antes
o después de que cerremos el libro o nos levantemos de la butaca. Si fueran
coincidentes no habría forma de leer un libro, ni mirar una peli o un cuadro,
etc. En cualquier caso lo que me sigue interesando es leer o mirar sin dar nada
por definitivo, haciendo que la duda se apodere sin remilgos del lenguaje. No
se me ocurre otra forma mas honesta de definir el diálogo.
Todas las personas dichosas se parecen, y las
desgraciadas, lo son cada una a su manera. Me parece que Tolstoi en el inicio
de su novela utiliza las familias en lugar de las personas. Pero yo creo que
leída ahora, a la novela le conviene mas la locución que evoca lo individual
que no la que se refiere a la institución. Sin lugar a dudas, le conviene a la
peli de Joe Wright, que no es la historia de la infelicidad de una mujer que se
adelanta a su tiempo, o dicho de cualquier otra manera que apunte a una misma
intención y sesgo histórico o sociológico, con maravillosos paisajes nevados
incluidos. No va por ahí la peli. Pienso más bien que, sencillamente, el
espectador asiste a otra cosa mas interesante, en tanto en cuenta lo que ve es
únicamente competencia de lenguaje cinematográfico. El espectador asiste a los
efectos deformadores del dolor extremo, en este caso fruto de un desengaño
amoroso, que se va produciendo en la mirada de la protagonista y, claro está,
en todo lo que le rodea y con lo que se relaciona.
He de reconocer que yo iba con una idea previa mas convencional. Quiero decir, que iba con la idea de apoltronarme en la butaca y dejarme llevar por una adaptación más del texto de Tolstoi, resignado de antemano a que las imágenes no pudieran plasmar la complejidad del alma de la protagonista. Pero si lo demás: los vestidos, los paisajes, los bailes, los coches de caballos, la nieve y el sol, los palacios con sus habitaciones, sus comedores, sus salones, sus lamparas y sus visillos, sus cuadros, sus pasillos laberínticos, etc., lo plasmaba con la suficiente belleza daba por buenos los seis euros y medio que me había costado la entrada. Iba dispuesto a ver imágenes, no a escuchar palabras. Tal vez fuera esto lo que me ha ayudado después a sobreponerme del desconcierto. Porque, efectivamente, desde el primer fotograma son las imágenes las protagonistas, pero no las que yo había previsto y, menos aún, como las había previsto.
La imagen que presenta una ciudad devastada por la bombas es muy diferente a la de la misma ciudad vista unos años antes, cuando gozaba y exhibía todo su esplendor. Me refiero a esa combinación que se nos aparece entre lo que ha sido destruido y lo que queda en pie. Lo grotesco. Así llama Sherwood Anderson al aspecto que presenta el alma humana deformada por el bombardeo inmisericorde de sus obsesiones. Cito con frecuencia a Anderson para entender mejor qué significa lo que nos cuenta en su libro “Winesburg, Ohio”, recientemente leído en el club de lectura en el que participo. Yo creo que esta es la impronta dominante que le quiere dar Wright a la puesta en escena de su película. Todo quiere seguir ordenado, pero igualmente todo aparece manga por hombro, a punto de deshacerse bajo la influencia del torbellino del amor atormentado de Anna.
Si nos hubiera mostrado el progresivo deterioro físico de la heroína, rodeado por la indiferencia del mundo social y natural que le rodea, de nuevo como espectador me hubiera quedado fuera de su dolor. Y dependiendo de su linealidad y literalidad, a todo lo mas a que hubiera llegado habría sido sentirme gratamente complacido por un mas que previsto culebrón de época. Pero la heroína llega intacta en su aspecto externo a la pira del sacrificio bajo las ruedas del tren, es el mundo exterior que la rodea el que ha perdido su compostura. Casi todas las escenas están construidas para transmitir esa sensación de descoyuntamiento. Pero la que mejor lo representa, a mi entender, es la escena en la que Anna Karenina, en el estadio último de su desesperación, sentada en el palco del teatro, consigue poner en fila, enfocando hacia ella, a todos los anteojos que en ese momento de encuentran en el recinto. La fuerte atracción que, como un imán, ejerce la figura de Anna sobre todo lo que la rodea, se impone por un instante sobre cada una de las partículas humanas que como virutas esparcidas llenan el teatro.
Anna Karenina muere, pero la sociedad que la rechaza nunca volverá a ser la misma. De alguna manera, también empieza a morir con ella.