viernes, 5 de abril de 2013

NO, de Pablo Larraín


Las sombras de las dictaduras son largas y la de sus caudillos más aún. Sin embargo, hay que salir de ese pozo de dolor, de ese abismo sin fondo, aunque ese deseo no apunte hacia su objeto, aunque las palabras lo desmientan. Querer salir de la dictadura no significa entrar en la senda de la democracia, entre otras cosas porque detestar la dictadura con toda nuestra alma no nos capacita para amar la democracia con idéntica intensidad. Más aún, haber sufrido lo indecible durante la dictadura - como señala con contundencia uno de los protagonistas, que abandona escandalizado la reunión ante la frivolidad que adquiere la campaña del No – no coloca mecánicamente al doliente en la mejor perspectiva desde donde empezar a hacer funcionar la maquinaria democrática. Tendrá que hacer algo con el sufrimiento acumulado para que no se transforme en venganza perpetua, que es su destino natural. Porque la democracia es el ámbito de la libertad y la justicia, no el banco que exige las primas correspondientes a las eternas deudas impagables. No lo es de igual manera el voto (en los regímenes dictatoriales también se acude a las urnas), que a pesar de su importancia, a la larga, no deja de ser una mero trámite administrativo.

La participación electoral en América Latina se encuentra, según las últimas estadísticas, entre el 60% y el 70%. En proporción a esa participación, ¿funciona la democracia en los países de ese continente, asolados durante la década de los setenta y ochenta por terribles dictaduras? ¿Tienen garantizado el sistema democrático de ahora a largo plazo? ¿Existe libertad de expresión en la región? ¿Hay verdadera separación de poderes? ¿Han derrotado definitivamente la plaga de la impunidad? ¿Se han sacudido para siempre la lacra del caudillismo?

Palabras como las anteriores son la que me inspiran la presencia de René Saavedra, auténtico artífice de esta película, que funciona como un adelantado en el tiempo. O de otra manera, es como si volviera hacia atrás desde el actual presente y les dijera, nos dijera: “Se de lo que estoy hablando. Métanse sus odios y resentimientos donde les quepa por mucho que les duela hacerlo. La democracia no puede ser nunca un oficio fúnebre. La alegría ya viene. Claro que sí. ¿Quien se creían que iba a venir después de quince años de abominable tristeza?”

¿Alguien en su sano juicio puede llegar a pensar, después de seguir el enfoque variable de la mirada de Saavedra sobre lo que esta viendo y de escuchar sus elocuentes silencios, y después, también, de todo lo que sabemos, 25 años después, que el logro fundamental de la democracia puede prescindir del ingenio de los publicistas?