Como yo mira a ellos sobrecogido, los de la tienda del escayolista de enfrente de mi casa miran a quienes entran en la tienda de ultramarinos con parecida intensidad. Es un cruce de miradas verdaderamente habitual, aunque pase desapercibido para el paseante distraído. Todo esto puede parecer increíble pero lo puedo explicar. El escayolista trabaja sobre la importancia de producir el vacío para conseguir la construcción de volúmenes sólidos. El tendero de ultramarinos nos abastecen de los productos que originalmente venían de muy lejos: el bacalao, la sal, el aceite, las galletas y él coñac de garrafa. A estas tiendas también se las conoce como los colmados. Que los colmados miren al vacío no es algo insólito, y viceversa, es más bien una atracción callada pero muy sensual. Todo esto ocurría hace años, como es fácil deducir, en el barrio de San Blas en el que pasé los primeros años de mi infancia. Hoy las cosas han cambiado de forma irreconocible. La tienda de ultramarinos ha desaparecido, y en su lugar han puesto una tienda de todo a un euro, donde ya nadie sabe de donde viene lo que allí se vende. La tienda del escayolista ha sido sustituida por una funeraria, donde la construcción del vacío que daban forma a los volúmenes sólidos ha sido sustituida por la venta de ataúdes para dar cabida a la nada. Y el intercambio sensual de miradas ha sido sustituido por la más cruel de las indiferencias, siguiendo el estilo ruidoso de la época actual.