He tardado tiempo en darme cuenta que la primera y la única metáfora de esta película de Tavernier es el título: un domingo en el campo. O en casa de unos amigos. O en la playa. O en la librería de cabecera. O en la montaña. O en casa solo. O en el cine del barrio. O en casa mal acompañado. O en casa bien acompañado. O en el museo de arte clásico. O en el museo de arte contemporáneo. O en la manifestación sindical o medioambiental. O en la manifestación LGTBIQ. O, como no, un domingo en la taberna del espectador. Desde que el yo moderno autocomplaciente se hizo laico, eso dice, el domingo dejó de tener el aura sagrada de ser la fiesta de guardar, ir a misa de doce y tomar el vermut con gambas en el bar de siempre, y se convirtió en el día de ocio del que se va a apoderando sin remedio el aburrimiento y la depresión propios de la cercanía del lunes productivo. Y es que en el domingo del yo moderno autocomplaciente, y laico, eso dice, nunca pasa nada en su imaginación, aunque las corporaciones del entretenimiento no dejen de ofrecerle propuestas contra el aburrimiento y el envejecimiento, que no se por qué el yo moderno aucomplaciente son palabras que entiende como sinónimas. Y es que nunca pude pasar algo cuando no tienes a alguien delante. O también, no puede pasar nada cuando te crees autosuficiente. Al yo teológico el domingo le pasaba de todo en su imaginación, porque le dedicaba ese tiempo al TodoPoderoso con una Fe y un fervor inusitado. Este fue el error de las vanguardias de todo pelaje, que creyeron y creen poder sustituir el significado ontológico (relativo a lo que somos) de esa majestuosa y divina palabra: TodoPoderoso.
Los primeros que se enfrentaron al aburrimiento del domingo fueron los románticos que optaron por quitarse la vida antes de cumplir los treinta. Marcel Duchamp, más astuto pero no más inteligente, se dio cuenta que el aburrimiento del domingo podía ser una negocio, y le dio la vuelta a un urinario y lo llamo la fuente, inaugurando de esta manera el espectáculo del arte contemporáneo. O de forma más genérica el arte espectáculo. Alguien años más tarde lo rebautizó con el nombre de Evento. Como todos sabemos, hoy la industria de los eventos mueve millones de dinero, de personas, de basura, la cual, dicho sea de paso ha alcanzado la categoría Kantiana de bella: nunca fue tan hermosa la basura. Pero todo esto los espectadores de la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XXI ya lo sabemos. Lo que no sabemos es cómo empezó todo. Mejor dicho si lo sabemos a través de la forma histórica o sociológica, pero no lo sabíamos mediante la forma poética de la narración cinematográfica. Así entiendo porque ha elegido Tavernier el año 1910 para situar en el tiempo histórico la acción de la peli. Faltaban dos años para el hundimiento del Titanic, el barco imaginado como insumergible surcando los mares de un mundo igualmente insumergible, al chocar contar un pedazo de hielo flotando a la deriva. Y faltaban cuatro años para que comenzase la Primera Guerra Mundial, primer capítulo de la destrucción de la civilización occidental que se creía eterna y portadora de los valores más nobles del alma humana; en fin, puede decirse que simbólicamente 1910 fue la última fecha redonda, y fronteriza al mismo tiempo, en la que la humanidad todavía creía, paro ya no tanto, en sus posibilidades de dar sentido al mundo en lugar de Dios, y obtener la plena felicidad durante la vida en la tierra, aunque con reservas, según el lejano mandato ilustrado y moderno. En 1910 se empezaban a ver ya las orejas al lobo del fracaso del progreso ilimitado, pero todo el mundo callaba. Así que Tavernier, de acuerdo con esa creencia llena de grietas invisibles, ha elegido un domingo de ese año como el día de la semana de más irrelevante significación en la vida del yo moderno autocomplaciente, y laico; y ha elegido el campo como espacio donde el yo moderno cree que puede restituir lo que la ciudad le pudiera robar a su aucomplacencia, aunque ahora el dice a eso lucha a favor del medio ambiente, pero esto es ya pura apariencia, y también otra historia. Es decir con todo eso Tavernier “naturaliza”, aunque solo sea por un día, lo que el yo moderno autocomplaciente, y laico, ha desnaturalizado, convirtiendo su alma en una máquina para siempre.
Claro que no ocurre nada en la película de Tavernier, pero para que ocurra algo tiene que haber alguien, y el yo moderno autocomplaciente se ha acabado convirtiendo en un don Nadie, al menos el domingo. Aunque para Tavernier Nadie y Nada no son los opuestos de Alguien y Algo. Eso sería caer en la trampa que tienden los vanguardistas con sus aspavientos. Sin esos aspavientos ni de ningún otro tipo, la sutiliza en el manejo de la cámara hace que Tavernier de forma a algo por otra parte tan escurridizo y refractaria al abuso de las metáforas y los efectos especiales: la falta de trascendencia en el yo autocomplaciente moderno, un ser objetivo o maquinal satisfecho de sus propias opiniones, que se concibe como principio y fin de su propia vida existiendo solo en la superficie o espuma de la realidad, y de todo lo cual un domingo en el campo es el epítome más significativo. En 1910 el hombre masa está en marcha, paradójicamente, en el campo, con un trasfondo urbano y capitalino vía ferroviaria