Tengo para mí que los expertos son gente que creen tenerse muy seguros,
fijados para siempre y en un mismo lugar. Sea en el aula, en la consulta, en
el bufete, en el estudio, en el laboratorio, sea donde sea, los expertos no
dudan de su posición en el mundo, y no dudan que
desde ahí es donde todo se
ve, y que, por tanto, son los que mejor pueden dar mirada a la ceguera que
ensombrece a los demás mortales. Lo cual hace que si lo que ven no encaja
dentro de sus hipótesis previas, eso tendrá forma de problema que
necesariamente ha de tener una solución, porque sino no es un problema ellos
no podrían ser unos
expertos y no podrían dar la mirada a los ciegos
mortales. Y tal y tal.
Pero yo creo que el verdadero problema de la vida es
el problema de los expertos: solo saben vivir en un mundo. En su mundo. Al
igual que los adolescentes. Lo que ocurre es que son mundos
diferentes, incomunicados e incomunicables. Mundos intransitivos. Por eso no
valen
como intermediarios ni mediadores. El adolescente es un tipo sano
que, de repente, se le aparece la vida tal y como es: una
visión ininteligible, que no tiene solución porque nunca ha sido un
problema. El experto es un tipo enfermo que cada vez tiene mas vida por
detrás
que por delante, y a eso le llama un problema y busca
desesperadamente una solución. Su enfermedad es incurable, ya que se
corresponde con su
obcecación por verlo todo desde el mismo sitio y hablando
siempre de la misma manera. Su propia seguridad lo acabará matando y a
quienes caigan bajo su influencia. Nunca podrá ejercer de intermediario,
ya
que padece una notoria ineptitud para vivir en dos mundos al
mismo tiempo, que es lo que necesita la perplejidad del adolescente ante
lo que se le ha aparecido por delante, detrás, arriba y abajo.
Aunque tengan la misma edad y la misma cara, un alumno no es
exactamente igual a un adolescente. Es menos. Pertencen a espacios y
ámbitos diferentes. La educación reglada y el libre albedrío de la vida
que para él comienza. La jaula frente a la libertad. Lo que puede
valer para un mundo no se entiende en el otro. Son mundos que se chocan y
se aborrecen. De que esos mundos todavía sigan dándose la espalda, y vayan
cada uno a lo suyo, no tiene la culpa el adolescente, la tienen los expertos
que siguen viendo el mundo dividido en celdas compartimentadas e
incomunicadas, y no quieren dejar de verlo así por
razones alimenticias y de
horror pánico al deshonor profesional.
Lo que necesita el adolescente es un
árbitro que le enseñe la tarjeta roja y le sancione si llega el caso, pero
que, sobre todo, le muestre lo necesario para aprender a hilvanar la
infinidad de planos, escenas y secuencias que tiene ese lio que se le ha
puesto delante sin previo aviso. No necesita que le resuelvan un problema que
no siente que padezca. De forma simbólica, lo que necesita un adolescente es
que alguien le de una libreta y un lápiz, y le diga que mire el
mundo durante seis meses. Luego que cuente lo que ha visto. A partir de
ahí hablamos. Un rito de iniciación
semejante al de los antiguos,
cuando tenían que matar un león para entrar en el mundo adulto.
El
caso es que muchos de los expertos son, para mayor número de males, muy
modernos, pacifistas, ecologistas y todo lo demás, y han impuesto su miope
mirada al común de lo mortales, donde todo lo importante y significativo se
aborda de forma en exclusiva contante y sonante, y no
hay manera de que la
peña se desprenda del metro y la calculadora, ya sea para calcular la
declaración de la renta como para leer un libro o mirar un cuadro. Todo es
igual a sí mismo, ergo, en caso de problemas todo tiene la misma solución.
Donde más se nota es en las mal llamadas
“ciencias sociales”: sociología y
psicología, cuyo lenguaje se ha matematizado sin escrúpulos. Los grupos
humanos y el individuo han dejado de ser un misterio colectivo o particular
dentro del gran misterio que es la vida, para convertirse en una incógnita
que hay que resolver dentro de una ecuación de segundo grado o de una
derivada. Dios dejó de ser un artesano, que es como lo concebía Platón, para
con
Descartes convertirse en el ingeniero. Así va el mundo desde
entonces.
En lo del misterio nada cambia desde la adolescencia, lo que cambia
es la forma del abordaje y la tolerancia a la permanente frustración de no
desvelarlo. No otra cosa es el itinerario de la vida. Eso es lo que pide
aprender a gritos, y a hostias, el adolescente, para paliar el sufrimiento
que un día lo atenaza y lo hunde en el infierno, como lo encarama a los
cielos como un soberbio emperador al siguiente. O como
vive sin vivir en
él.
jueves, 25 de abril de 2013
miércoles, 10 de abril de 2013
SOBRE LOS PRINCIPIOS
Cuando
fallan los principios, lo único que se puede hacer para salvarlos, y de paso
salvar la fe, es morir por ellos. Entregar la vida a lo que decidan los
principios. Morir y, claro está, matar.
En
menos de veinticuatro horas han muerto tres personajes públicos muy distintos,
pero cada uno dotado con fuertes principios: Sara Montiel, Margaret Thatcher y Jose Luís Sampedro.
Entre
lo que anuncia, o pueda sugerir, la muerte en el primer párrafo y en el segundo
han pasado más de doscientos años. Es el tiempo que media entre los parteros de
la Revolución Francesa y el nuestro, directo heredero de aquel. ¡Cuanto han
cambiado las cosas! Hoy sabemos que nadie de quienes en nuestro entorno pregonan
en voz alta sus principios van a morir por ellos, pero no estamos tan seguros
de que no puedan llegar a matar, ni de que tampoco vayan a entregar su vida profesional
a lo que aquellos decidan. Lo que no nos cabe la menor duda es de que, para
tapar la inevitable corrupción de su forma de pensar, van a hablar y hablar
mucho sobre sus principios y sobre los principios que nos convienen a los demás.
De hecho es lo único que se hace en nuestro raro presente. Todo esto ha sido posible
debido a la desaparición en el horizonte de la muerte voluntaria, quiero decir,
al desaparecer la inmolación por una causa, como no tenían empacho en
manifestar y cumplir aquellos jóvenes revolucionarios. Hoy, al hablar y hablar
lo que de verdad consiguen, al menos de forma efímera, es ahuyentar la amenaza de
la muerte. Por eso todo consiste en no dejar de hacerlo, veinticuatro horas al día
sobre veinticuatro. Y, sin embargo, todos intuimos que, aunque no sepamos de
qué modo, siguen siendo necesarios los principios. Mejor dicho, sigue siendo
necesario algún tipo de intensidad y de fe en los mismos, que los mantengan en
alto de forma permanente. Ardiendo como si fueran una antorcha olímpica.
Llegados
aquí, entonces, ¿hemos de restituir en este itinerario el lugar perdido de la
muerte? ¿Cómo? Todo dependerá de como aprendamos a enfrentarnos al hecho
sospechoso, propio ya de nuestro tiempo, de que si hemos llegado hasta donde
hemos llegado es porque lo hemos aceptado todo. Los tres difuntos mencionados
fueron longevos y recibieron en vida los honores y reconocimientos de sus seguidores.
Lo que los diferenciará, a partir de ahora, es como se desarrollará su ausencia
entre quienes nos quedamos. Cómo la imaginemos. Lo cual vendrá a explicar, a
dar sentido, al hecho de que no hayan muerto antes de tiempo, debido a que sus
principios fueran reincidentemente incumplidos. Los tres tuvieron sobradas
razones para quitarse mucho antes de en medio, según el precepto de los padres
fundadores de la razón social moderna.
viernes, 5 de abril de 2013
NO, de Pablo Larraín
Las sombras de las dictaduras son largas y la de sus caudillos más aún. Sin embargo, hay que salir de ese pozo de dolor, de ese abismo sin fondo, aunque ese deseo no apunte hacia su objeto, aunque las palabras lo desmientan. Querer salir de la dictadura no significa entrar en la senda de la democracia, entre otras cosas porque detestar la dictadura con toda nuestra alma no nos capacita para amar la democracia con idéntica intensidad. Más aún, haber sufrido lo indecible durante la dictadura - como señala con contundencia uno de los protagonistas, que abandona escandalizado la reunión ante la frivolidad que adquiere la campaña del No – no coloca mecánicamente al doliente en la mejor perspectiva desde donde empezar a hacer funcionar la maquinaria democrática. Tendrá que hacer algo con el sufrimiento acumulado para que no se transforme en venganza perpetua, que es su destino natural. Porque la democracia es el ámbito de la libertad y la justicia, no el banco que exige las primas correspondientes a las eternas deudas impagables. No lo es de igual manera el voto (en los regímenes dictatoriales también se acude a las urnas), que a pesar de su importancia, a la larga, no deja de ser una mero trámite administrativo.
La participación
electoral en América Latina se encuentra, según las últimas estadísticas, entre
el 60% y el 70%. En proporción a esa participación, ¿funciona la democracia en
los países de ese continente, asolados durante la década de los setenta y
ochenta por terribles dictaduras? ¿Tienen garantizado el sistema democrático de
ahora a largo plazo? ¿Existe libertad de expresión en la región? ¿Hay verdadera
separación de poderes? ¿Han derrotado definitivamente la plaga de la impunidad?
¿Se han sacudido para siempre la lacra del caudillismo?
Palabras como las
anteriores son la que me inspiran la presencia de René Saavedra, auténtico
artífice de esta película, que funciona como un adelantado en el tiempo. O de
otra manera, es como si volviera hacia atrás desde el actual presente y les dijera,
nos dijera: “Se de lo que estoy hablando. Métanse sus odios y resentimientos
donde les quepa por mucho que les duela hacerlo. La democracia no puede ser
nunca un oficio fúnebre. La alegría ya viene. Claro que sí. ¿Quien se creían
que iba a venir después de quince años de abominable tristeza?”
¿Alguien en su
sano juicio puede llegar a pensar, después de seguir el enfoque variable de la
mirada de Saavedra sobre lo que esta viendo y de escuchar sus elocuentes silencios,
y después, también, de todo lo que sabemos, 25 años después, que el logro
fundamental de la democracia puede prescindir del ingenio de los publicistas?
miércoles, 3 de abril de 2013
HILOS DE FUGACIDAD
El caso es que antes de que acabara el
invierno fui a ver la versión de Joe Wright sobre Anna Karenina. Días después, entrada ya la
primavera, la fue a ver un amigo. A él no le interesó, o no le gustó. Al
contrastarla con la puesta en escena clásica y con el recuerdo que tenía de
Greta Garbo, la de Wright y la cara de Keira Knightley no superaron la prueba. Lo
cual me hizo pensar a la antigua en el hecho de que empezar a ver una peli o a leer un
libro no coinciden con su inicio, ni acabarlos con su final. La peli o el libro han comenzado antes o después de que nos pongamos a ello. E igualmente acaban antes
o después de que cerremos el libro o nos levantemos de la butaca. Si fueran
coincidentes no habría forma de leer un libro, ni mirar una peli o un cuadro,
etc. En cualquier caso lo que me sigue interesando es leer o mirar sin dar nada
por definitivo, haciendo que la duda se apodere sin remilgos del lenguaje. No
se me ocurre otra forma mas honesta de definir el diálogo.
Todas las personas dichosas se parecen, y las
desgraciadas, lo son cada una a su manera. Me parece que Tolstoi en el inicio
de su novela utiliza las familias en lugar de las personas. Pero yo creo que
leída ahora, a la novela le conviene mas la locución que evoca lo individual
que no la que se refiere a la institución. Sin lugar a dudas, le conviene a la
peli de Joe Wright, que no es la historia de la infelicidad de una mujer que se
adelanta a su tiempo, o dicho de cualquier otra manera que apunte a una misma
intención y sesgo histórico o sociológico, con maravillosos paisajes nevados
incluidos. No va por ahí la peli. Pienso más bien que, sencillamente, el
espectador asiste a otra cosa mas interesante, en tanto en cuenta lo que ve es
únicamente competencia de lenguaje cinematográfico. El espectador asiste a los
efectos deformadores del dolor extremo, en este caso fruto de un desengaño
amoroso, que se va produciendo en la mirada de la protagonista y, claro está,
en todo lo que le rodea y con lo que se relaciona.
He de reconocer que yo iba con una idea previa mas convencional. Quiero decir, que iba con la idea de apoltronarme en la butaca y dejarme llevar por una adaptación más del texto de Tolstoi, resignado de antemano a que las imágenes no pudieran plasmar la complejidad del alma de la protagonista. Pero si lo demás: los vestidos, los paisajes, los bailes, los coches de caballos, la nieve y el sol, los palacios con sus habitaciones, sus comedores, sus salones, sus lamparas y sus visillos, sus cuadros, sus pasillos laberínticos, etc., lo plasmaba con la suficiente belleza daba por buenos los seis euros y medio que me había costado la entrada. Iba dispuesto a ver imágenes, no a escuchar palabras. Tal vez fuera esto lo que me ha ayudado después a sobreponerme del desconcierto. Porque, efectivamente, desde el primer fotograma son las imágenes las protagonistas, pero no las que yo había previsto y, menos aún, como las había previsto.
La imagen que presenta una ciudad devastada por la bombas es muy diferente a la de la misma ciudad vista unos años antes, cuando gozaba y exhibía todo su esplendor. Me refiero a esa combinación que se nos aparece entre lo que ha sido destruido y lo que queda en pie. Lo grotesco. Así llama Sherwood Anderson al aspecto que presenta el alma humana deformada por el bombardeo inmisericorde de sus obsesiones. Cito con frecuencia a Anderson para entender mejor qué significa lo que nos cuenta en su libro “Winesburg, Ohio”, recientemente leído en el club de lectura en el que participo. Yo creo que esta es la impronta dominante que le quiere dar Wright a la puesta en escena de su película. Todo quiere seguir ordenado, pero igualmente todo aparece manga por hombro, a punto de deshacerse bajo la influencia del torbellino del amor atormentado de Anna.
Si nos hubiera mostrado el progresivo deterioro físico de la heroína, rodeado por la indiferencia del mundo social y natural que le rodea, de nuevo como espectador me hubiera quedado fuera de su dolor. Y dependiendo de su linealidad y literalidad, a todo lo mas a que hubiera llegado habría sido sentirme gratamente complacido por un mas que previsto culebrón de época. Pero la heroína llega intacta en su aspecto externo a la pira del sacrificio bajo las ruedas del tren, es el mundo exterior que la rodea el que ha perdido su compostura. Casi todas las escenas están construidas para transmitir esa sensación de descoyuntamiento. Pero la que mejor lo representa, a mi entender, es la escena en la que Anna Karenina, en el estadio último de su desesperación, sentada en el palco del teatro, consigue poner en fila, enfocando hacia ella, a todos los anteojos que en ese momento de encuentran en el recinto. La fuerte atracción que, como un imán, ejerce la figura de Anna sobre todo lo que la rodea, se impone por un instante sobre cada una de las partículas humanas que como virutas esparcidas llenan el teatro.
Anna Karenina muere, pero la sociedad que la rechaza nunca volverá a ser la misma. De alguna manera, también empieza a morir con ella.
lunes, 1 de abril de 2013
MIRAR HACIA ATRÁS
Dado el panorama que me rodea debe ser normal que cambie el catálogo de las cosas en que me fijo, y también el orden de prioridades que le otorgo. El caso es que el otro día me topé sin querer con la película "el río de la vida", de Robert Redford. Un película que había visto a trozos y que siempre, a través de esa forma fragmentada de ponerme delante de ella, me había parecido, digamos lo rápido, ñoña, complaciente con una forma de tratar a la naturaleza, y a los protagonistas dentro de ella, que me evocaba lo peor del paternalismo ecologista. Ese que mira la naturaleza como si fuese un lobo domesticado al que hay proporcionarle protección, incapaz de entender que no hay naturaleza que puede ser llamada así sino se aceptan sus atributos, incluido el mas importante que los engloba a todos: el de ser irreductible a los deseos y caprichos de una de sus especies mas insolente, la humana. Efectivamente, Redford únicamente nos muestra el lado mas amable de la naturaleza, el que mas conviene a nuestros intereses de especie dominante y dominadora, lo cual explica el sentimiento de sospechosa comodidad que me había transmitido.
Pero la escena con la que me topé el otro día me sacó, de repente, de ese ensimismamiento. Es esa en la que, hacia el último tercio de la película, el padre y el hijo mayor, Norman, recitan juntos el famoso poema de William Wordsworth, "Oda a la inmortalidad".
“Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.
Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.”
Intuí, en ese momento, que tenía que volver a ver la película. Esta vez sin interrupciones y con todos los sentidos puestos encima de ella. Una vez que me puse a ello no tuve que esperar mucho, desde el primer fotograma: unas manos de una persona mayor tratando de colocar con torpeza el cebo en una caña de pescar, a la orilla de un río de aguas cristalinas. Y una voz en off, que rápidamente supe que era del mismo propietario que el de las manos dice:
"Hace muchos años, cuando era yo un muchacho, mi padre me dijo:
- Norman, a ti te gusta contar historias.
- Si, me gusta, respondí yo.
Entonces me dio la idea.
- Agún día cuando estés preparado, podrás contar la historia de nuestra familia. Y así podrás entenderlo todo, y por qué".
No se por qué razón había pasado por alto este comienzo y, sobre todo, la poderosa y persuasiva voz de su protagonista, que, a partir de ahora, se convertía ante mí en el narrador de todo lo que iba a ver. Es decir, la peli era su punto de vista. No solo de la historia de su familia como le recomendó el padre, sino de algo que va más allá ya que nos habla desde la etapa final de sus vida, la peli es el testimonio de su forma de ver el mundo. Y lo que yo iba a ver era como se construía visualmente ese mundo. Todo ello demuestra que no se empieza a ver una peli, o a leer un libro, por el principio, ni se acaban al llegar al final. Una peli o un libro comienzan antes de haber empezado o después de haber terminado. Quiero decir, una peli o un libro siempre van por delante o por detrás de uno mismo. Si fueran acompasadas sería imposible mirar o leer.
Ahora sí veía clara aquella intuición que mencionaba al principio, y que yo creo que tiene que ver con la necesidad de aproximarme a esa tradición espiritual que representa la familia McLean, que halla un sentido profundo a la vida a pesar de sus rígidas condiciones de vida, y que queda representada por lo que dice el padre a sus hijos al principio de la peli: la religión y la pesca con cebo de mosca son una misma cosa. Y no necesito aproximarme a esa tradición olvidada para convertirme, ni para alistarme a alguna nueva secta, sino para mantener en forma mi imaginación volviendo sobre antiguas formas de supervivencia. La única herramienta de que dispongo para enfrentarme, repito, a la desolación que reina en nuestro ambiente actual, al que cada vez es mas difícil meterle el diente y sacar algo de provecho.
Pero la escena con la que me topé el otro día me sacó, de repente, de ese ensimismamiento. Es esa en la que, hacia el último tercio de la película, el padre y el hijo mayor, Norman, recitan juntos el famoso poema de William Wordsworth, "Oda a la inmortalidad".
“Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.
Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
En aquella primera
simpatía que habiendo
sido una vez,
habrá de ser por siempre
en los consoladores pensamientos
que brotaron del humano sufrimiento,
y en la fe que mira a través de la
muerte.
Gracias al corazón humano,
por el cual vivimos,
gracias a sus ternuras, a sus
alegrías y a sus temores, la flor más humilde al florecer,
puede inspirarme ideas que, a menudo,
se muestran demasiado profundas
para las lágrimas.”
Intuí, en ese momento, que tenía que volver a ver la película. Esta vez sin interrupciones y con todos los sentidos puestos encima de ella. Una vez que me puse a ello no tuve que esperar mucho, desde el primer fotograma: unas manos de una persona mayor tratando de colocar con torpeza el cebo en una caña de pescar, a la orilla de un río de aguas cristalinas. Y una voz en off, que rápidamente supe que era del mismo propietario que el de las manos dice:
"Hace muchos años, cuando era yo un muchacho, mi padre me dijo:
- Norman, a ti te gusta contar historias.
- Si, me gusta, respondí yo.
Entonces me dio la idea.
- Agún día cuando estés preparado, podrás contar la historia de nuestra familia. Y así podrás entenderlo todo, y por qué".
No se por qué razón había pasado por alto este comienzo y, sobre todo, la poderosa y persuasiva voz de su protagonista, que, a partir de ahora, se convertía ante mí en el narrador de todo lo que iba a ver. Es decir, la peli era su punto de vista. No solo de la historia de su familia como le recomendó el padre, sino de algo que va más allá ya que nos habla desde la etapa final de sus vida, la peli es el testimonio de su forma de ver el mundo. Y lo que yo iba a ver era como se construía visualmente ese mundo. Todo ello demuestra que no se empieza a ver una peli, o a leer un libro, por el principio, ni se acaban al llegar al final. Una peli o un libro comienzan antes de haber empezado o después de haber terminado. Quiero decir, una peli o un libro siempre van por delante o por detrás de uno mismo. Si fueran acompasadas sería imposible mirar o leer.
Ahora sí veía clara aquella intuición que mencionaba al principio, y que yo creo que tiene que ver con la necesidad de aproximarme a esa tradición espiritual que representa la familia McLean, que halla un sentido profundo a la vida a pesar de sus rígidas condiciones de vida, y que queda representada por lo que dice el padre a sus hijos al principio de la peli: la religión y la pesca con cebo de mosca son una misma cosa. Y no necesito aproximarme a esa tradición olvidada para convertirme, ni para alistarme a alguna nueva secta, sino para mantener en forma mi imaginación volviendo sobre antiguas formas de supervivencia. La única herramienta de que dispongo para enfrentarme, repito, a la desolación que reina en nuestro ambiente actual, al que cada vez es mas difícil meterle el diente y sacar algo de provecho.
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