Este cuento corto de Flannery O’Connor, está narrado por un narrador No Identificado que no participa en la acción, pero donde todo es significativo. Es decir, hay una distancia respecto a lo narrado. Una distancia que es lo que el lector tiene que leer. Lo he propuesto porque es eso lo que podemos compartir los lectores, no la parte mecánica de nuestra vidas profesionales, familiares o sociales políticas, sino su parte simbólica o significativa. Porque es eso lo que nos levanta un estado de ánimo (del alma) que propicia el hecho de compartir, no la mera voluntad de querer hacerlo vía publicitaria o ideológica. Lo que leemos en el cuento no ha sucedido, sucede porque alguien No identificado lo cuenta así. Los estados del ánimo de los personajes hay que contraponerlos al nuestro como lector, propiciado por el acto de la lectura. No lo he propuesto solo porque se adapta a nuestra vida de zascandil de estar siempre ocupados de aquí para allí, sin un respiro o como si no hubiera un mañana. No. Todo lo que aparece en el cuento esta ahí, como he dicho, porque significa algo de forma intensa, no está ahí por capricho o porque el narrador no tenia otra cosa que decir. Por tanto, el lector tiene que poner en el acto de su lectura la máxima atención para activar toda su memoria del pasado y proyectar toda su capacidad de espera del futuro. Atención, memoria y espera. El tiempo de la poesía y de la vida, opuesto al tiempo del reloj el tiempo de la muerte.
Somos seres simbólicos en tanto en cuanto somos seres de palabra y de razón. Se entienda esto o no, es una verdad que nos constituye desde que nacemos hasta que morimos. Siendo entre estos dos símbolos, palabra y razón, entre los que a parte de su función mecánica e instrumental transcurre la significación de nuestra existencia. La literatura (y el arte en general, la ciencia incluida) es el espacio donde se da el tiempo de la significación, a través de las palabras.
Todo el mundo ha tenido, o ha oído a alguien cercano que la ha tenido (experiencia, distinto de biografía) alguna vez en su vida una conversación, al menos una, con su madre o con su padre o con sus hijos, en la que le han dicho: que ya está bien, que tienes que ser alguien en la vida, que tienes que ser una mujer o un hombre de provecho. Casi todo el cuento, menos la última página va de esto. Es, por tanto, perfectamente reconocible para cualquier lector o lectora del siglo XXI. Hagamos primero memoria de ello, porque es ahí donde interpelan o llaman las palabras del narrador del cuento. Ya sabéis que la vida es eso que sucede cuando no tenemos miedo. ¿En que habría cambiado nuestra lectura si en lugar de el texto que encuentra en el baño, la madre de Walter se hubiera encontrado un relato, pongamos, en contra de la discriminación racial? ¿Por qué no lee algo de Martín Luther King, Malcom X, Angela Davis, Rosa Parker,…?
“El amor debe estar lleno de ira”, así dicen las primeras palabras del texto subrayado por el hijo, que se encuentra la madre tirando en el cuarto de baño. ¿Es una buena forma de hacer el bien o de propagar el mal? No tratéis de explicarlo, sino en la medida de vuestras palabras tratar de decir primero lo ha habéis sentido con lo que ahí dentro sucede y lo que se dice y hace con lo que sucede. Y si no sentís nada entonces, ahora si, explicar porque padecéis esa carencia, que puede tener forma de calamidad o de virtud. La ficción une a la madre y al hijo. Pero una ficción que no es del siglo XIX de la madre, ni del siglo XX del hijo. Es una ficción de un pasado remoto, para afrontar un futuro inmediato.
¿De donde saldrá la verdad de este cuento? No de mirarlo como se miran las células a través de un microscopio en el laboratorio, no a través de la lente de una ideología o de una religión, no después de la resolución de una ecuación matemática. No. La verdad es este cuento, como la de todos los cuentos y novelas, saldrá, como dice Javier Gomá, del consenso de los lectores, del consenso, digámoslo así, de su desnuda experiencia lectora con el lenguaje del cuento. Para eso existen, a mi entender, los Club del lectura, ese es su valor fundamental de uso. La creación de consensos sobre esas lecturas. Y sobre esas experiencias que nos dan una promesa de sentido en la vida, que el propio trajín de la vida misma nos niega una y otra vez. Un consenso que es un acorde entre las palabras escritas en el cuento y las palabras habladas de los lectores. Entre la oralidad y la escritura.