jueves, 1 de diciembre de 2022

BLUE JAY

Así como otras películas, desde la primera escena no temen ser lo que quieren ser: películas que apelan sin tapujos ni demoras a la emoción básica del espectador, en la película Blue Jay de Alexandre Lehmann, sin embargo, las demoras no se producen a base de tapujos o falsas apariencias. Se producen, a mi entender, a partir de un ejercicio inhabitual de imaginación con el tiempo.

El argumento de representar el reencuentro, muchas años después, con el primer amor de juventud, si fue en el instituto (“insti”) mejor, es un asunto muy querido, debido a su eficiencia narrativa, por el cine y la literatura. El peligro de ello estriba en el proceder mecánico de quien maneja la cámara, a saber, como si volver al tiempo de aquellos años fuera un atributo propio de los seres humanos sin más. Y eso lo da, pienso yo, el hecho de que aquellos años del “insti”, por seguir con esta imagen tan querida, están bendecidos por el espíritu de la época, a saber, con la idea absoluta de que la juventud es eterna además de un divino tesoro incorrupto, como el brazo de Santa Teresa. Por ello los amantes del “insti” que se encuentran de nuevo un día inesperado creen permanecer intactos, como si no hubiera pasado el tiempo, en su proceder como antiguos jóvenes sabelotodo y despreocupados. 


Sin embargo, algo detectan los protagonistas de Blue Jay en su encuentro fortuito en el supermercado de su pueblo natal, Crestline en California, algo que no entienden, que les anima no tanto a recordar de forma mecánica como a representar el recuerdo. Antes muestran sus cartas actuales sobre la mesa de la cafetería, donde han ido a charlar después de la sorpresa del supermercado. Amanda no ha sido madre de sus hijos, sino de los de su marido veinte años mayor que ella, que ahora han abandonado el hogar; está en el pueblo para atender a su hermana embarazada y ella ve su futuro como cuidadora de un marido anciano. John no ha creado una familia, sigue soltero y con un carácter de perros pues dirime sus diferencias profesionales dándole una paliza a su tío; está en el pueblo para hacer algo con la casa de su madre, que acaba de fallecer hace poco. No sabe que hacer con su vida.


Con estos mimbres, van y se ponen manos a la obra. Así representan la continuación de aquella historia del “insti” como si no hubiese pasado el tiempo: una película dentro de otra película, que es lo que el espectador contempla. Dicho de otra manera: prestan durante unas horas toda su atención en el presente a la memoria de un pasado remoto, para en la escena final quedar a la espera, conocidos aquellos mimbres recíprocos, de un futuro diferente a cómo era antes de volver a reencontrarse. Entre medias, ¿qué han aprendido? ¿Que ha aprendido el espectador? Lo que ya he dicho, que no es poco. Juntos hemos aprendido a recordar el pasado, a prestar atención en el presente, a esperar el futuro. En fin, a ver la vida en toda su humana complejidad. Es decir, que para llegar a la felicidad hay atravesar el campo minado del dolor. No está nada mal para unos seres humanos, como todavía somos.