miércoles, 7 de septiembre de 2022

MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA

 Digámoslo pronto: hablar o leer no es lo mismo que respirar. Respirar lo hacemos sin pensar, antes de hablar o leer deberíamos pensar lo que decimos o lo que leemos. Sin embargo, a poco que prestemos nuestra atención a las personas de nuestro entorno - empezando por uno mismo, que es el que está más cerca - todo parece indicar que hablamos y leemos con la misma naturalidad y despreocupación que cuando respiramos. O dicho de otra manera: en el uso común la lengua parece como si el hablar o el leer tendiesen a no significar, como el respirar. El que habla o el que lee parece no ser consciente de que habla o de que lee, si me atengo a lo que escucho. Al igual que el que respira. Precisamente porque creemos que el hablar o el leer son hechos naturales. Uno habla y el interlocutor responde. Uno lee literalmente lo que otro ha escrito. Uno respira sin tener que pensar que el que está al lado también respira, con la misma naturalidad que responde el interlocutor o el lector. Precisamente porque creemos que el hablar, el leer y el respirar son actos naturales. Cabe decir, no obstante, que el lenguaje (hablar, leer, escribir) no vive - no se oye, no se lee - en el aire, ni del aire, como si le ocurre al respirar. El lenguaje vive en sociedad. Es un elemento propio y constitutivo de la sociedad, que sanciona según las épocas - mejor dicho, según la velocidad de las épocas - su uso moral y estético. No olvidemos que la nuestra ha decidido vivir a la velocidad de la luz, sin que sepamos todavía que moral y que estética le corresponden a esa velocidad. Simplemente respiramos dentro ese menú rápido.

El mundo que nos cuenta el narrador imaginado por Edgar Allan Poe para su cuento “Manuscrito hallado en una botella”, es todo menos natural. Tiene su velocidad social, su moral y su forma estética. El ambiente de alucinación y pesadilla que trasmite la historia, el carácter intemporal del buque fantasma surgido de la noche oscura, la espectral aparición de su tripulación, ajena por completo a la presencia del narrador protagonista, los personajes carecen de los rasgos propios de la vida natural, de la psicología mundana de lo humano. Todo ello es, por decirlo así, lo contrario del espejo del mundo, tal y como nos muestra la perspectiva con que lo vemos. Pero, ¿cual es ese perspectiva en el momento de nuestra lectura? Escrito en 1831, da la impresión de ser un retrato del lado oscuro del mundo y del alma humana en el  mundo de ayer. ¿Sólo del mundo de ayer? El trabajo de la imaginación del lector de 2022 es comprobar si también lo es del mundo de hoy.

Dice el narrador protagonista del Manuscrito antes de embarcarse, para hacer un crucero al archipiélago de las islas de la Sonda: “Me hice a la mar en calidad de pasajero, sin otro motivo que una especie de inquietud nerviosa que me hostigaba como si fuera un demonio.” ¿Pasajero se puede traducir por turista de crucero, inquietud nerviosa por la ansiedad o angustia paranoide actual?

A la velocidad del mundo de hoy, ¿cuantos personajes espectrales apararen en las historias que consumimos a través de los efectos especiales, en las pantalla o fuera de ellas, que nos proporciona la digitalización de nuestra experiencia cotidiana? ¿Cuántos de esos personajes permanecen ajenos a nuestra presencia? ¿Durante un día logrado a la velocidad deseada, por decirlo así, con cuantos ambientes alucinatorios y pesadillescos tenemos que tratar? ¿Cual es el grado de intemporalidad, del que podamos ser conscientes a esa velocidad de la luz, acompaña a la digitalización de nuestra experiencia cotidiana? En fin, ¿que lector o espectador reconoce, antes de embarcarse a la velocidad de hoy en alguna aventura vital, que lo hace con el único motivo de que lleva el demonio dentro? Aquí está la clave. Hoy nadie habla de sí mismo, de lo que le bulle dentro, si no es delante de su psiquiatra o de su abogado. El alma del mundo y del ser humano moderno es una cuestión de técnicos y de expertos, como los coches, aviones, lavadoras o los dispositivos que utilizamos. Así, el demonio siempre está en los otros, los herejes, como en la Edad Media. Con razón dice Alexander Kluge, que la modernidad laica y desencantada no es otra cosa que una nueva y larga Edad Media dominada por demonios insospechados. El yo moderno mató a Dios, pero su imaginación chulesca dejó vivo y coleando al diablo. Y ahora, como sugiere Poe en su cuento, el diablo viene cuando le peta a pedir los diezmos que le adeudamos como vasallos de su dominio feudal. Dejando claro, que esos diezmos tendrán las formas insospechadas y el valor cambiante que a él le convenga. La velocidad de la luz hace que nosotros llamemos a ese vasallaje Economía, en vez de “al borde mismo de aquel precipicio liquido, se cernía un gigantesco navío de quizá cuatro mil toneladas,” como nos cuenta el narrador del Manuscrito.