Los diálogos en nuestra vida cotidiana, como diría Foster Wallace, están configurados por defecto (hoy más si cabe, favorecidos por la estructura de las conversaciones digitales) como monólogos paralelos. Alguien habla y el otro parece que escucha, pero en verdad esta esperando su turno para hablar él de lo suyo, que es lo único que le importa. A parte del ensimismamiento en que se encierran estérilmente los monologistas, desde un punto de vista ético esto se llama falta de respeto, primer eslabón de la criminalización del otro y de lo otro, como tantas veces ha pasado y sigue pasando en nuestra experiencia diaria. No en balde donde mejor se escenifican los monólogos paralelos es en las asambleas de representación ciudadana (los parlamentos). Es, a partir de todo ese ambiente dominante, por lo que os escribo estas líneas: para justificar el diálogo en la literatura, y en concreto en el cuento que nos ocupa, Regreso a Babilonia, de Francis Scott Fitzgerald. No solo para que sirva de aprendizaje a nuestra condición de lectores, sino también en la de ciudadanos, ya que, como seres hablantes que somos, de forma inevitable mantenemos habituales conversaciones monologistas en nuestras vidas profesionales, familiares y sociales. Con otras palabras, aprender del diálogo en la literatura es una forma de aprender a escuchar al otro, y que esa experiencia nos sirva en los diálogos de la vida. Es también aprender la íntima relación que vincula la realidad con la ficción y viceversa.
La primera pregunta que surge, ya metido en el cuento Regreso a Babilonia, al utilizar un determinado recurso narrativo es por qué ese recurso y no otro. En este caso por qué un diálogo y no la exposición directa de la voz del narrador. La respuesta a esa pregunta no puede ser otra que la más evidente: porque es necesario. Es decir, porque aquello que se quiere contar no puede ser contado de otro modo sin que la total comprensión de lo que se quiere decir se vea afectada. En pocas palabras: lo que el narrador tiene que decir no puede decirlo de otra manera.
No se trata, pues, de una simple decisión más o menos arbitraria, como tantas veces observamos en la vida. No es justificación suficiente el introducir un diálogo con el único fin de dar un respiro a la voz del narrador, o de dotar al texto de mayor agilidad. Tampoco lo es la excusa de presentar a los personajes tal y como son, como si de otra manera se pudiera desconfiar de las intenciones del narrador, que podría querer tergiversar lo que dicen los personajes si no los presenta con sus propias voces. Como habréis observado en vuestra experiencia lectora del cuento de Scott Fitzgerald, un narrador no identificado, como es el caso del que cuenta Regreso a Babilonia (aunque no del todo, fijaros lo cerca que su voz está de la de Charlie Wales, afectando esa proximidad a lo que dice y nuestra manera de oírlo) no es precisamente un narrador que levante sospechas de manipulación, a no ser que esté mintiendo o inventando aquello que no dicen los personajes de su narración, con lo cual dejaría de ser no identificado. Sería un narrador identificado, es decir, un narrador que participa interesadamente en la historia que cuenta. Una aclaración antes de seguir. Los personajes de ficción pueden ser más o menos oportunos, u oportunistas, en lo que dicen, de lo cual es responsable la autoridad de la voz narradora, pero nunca mienten. La mentira es un atributo exclusivo de las personas de carne y hueso.
Sigamos. El diálogo se hace necesario y cobra significación sólo cuando el monólogo o los discursos por separado son insuficientes, cuando la confrontación de dos o más voces se hace imprescindible para la comprensión de algún aspecto de la narración. Los personajes, como las personas, no lo saben todo de sí mismos. Interrogan, afirman, dudan, se iluminan mutuamente con lo que se dicen. Y de su confrontación sale una luz que no podría salir si fueran presentados mediante un monólogo o mediante la voz del narrador. Y ahí tenemos al lector enfrentado directamente a los personajes, a sus palabras y a sus silencios. E igual que cada personaje tiene que hacer algo con lo que el otro le dice, el lector tendrá que hacer algo (interpretar) con la conversación que oye. El sentido y la intención del texto tendrán que ver con esa conjunción de voces que se hablan, con esa luz que únicamente puede desprenderse al poner en contacto los polos de los interlocutores.
¿Puede ser concluyente el diálogo entre dos visiones distintas? Solo en el caso de que una destruya a la otra derrotándola. Pero si observas estaríamos ante un monólogo camuflado, o un monólogo habitual de la vida. La superioridad de una de las opciones equivaldría no a un enfrentamiento, sino a una victoria premeditada. Y no es lo mismo pelear que vencer, ni en literatura ni en la vida. No es lo mismo comprender lo que nos rodea como un sistema de fuerzas que actúan entre sí, que comprenderlo en términos de primacía de unas sobre otras. La comprensión no termina nunca, pero los victoriosos creen que en la victoria esta la última palabra. En todo caso la estructura del diálogo tiene significado en la medida que confronta dos términos absolutamente necesarios para llegar a la comprensión de algo. Son necesarios y ambos mantienen su inteligencia. Fijaros en los diálogos, por ejemplo, entre Marion y Charlie o entre Lorraine y Charlie. Imaginar el contenido de esos momentos dichos solo con la voz del narrador. ¿Al final del diálogo todos conservan su inteligencia y su dignidad? ¿Cual es la luz que proporciona al lector el intercambio de sus palabras?
Como sabéis, es el autor el que escribe la obra. Pero el autor construye un narrador, que es la voz que cuenta la historia. Aceptando esta premisa básica, hay que decir que la decisión de introducir un diálogo es competencia de ese narrador. Es una decisión tomada desde dentro del texto, no desde fuera. Es él, en su intención de ser eficaz, en su propósito de demostrar que puede contar lo que cuenta, el que decide quedarse callado, escuchar a sus personajes y ofrecer sus voces directamente al lector. Y lo hace porque llega un momento en que sabe que es incapaz de decir todo lo que quiere decir (quizás ya no puede saber más) si no lo hace mediante la confrontación de esas voces. No es, pues, una decisión caprichosa, sino una decisión necesaria, tomada en función de la eficacia que pretende al narrar. Y desde ahí, desde ese intento de ser eficaz, puede estar justificada.
En fin, lo que os quiero decir con las palabras anteriores es que lo que sucede en Regreso a Babilonia se parece a lo que sucede en la vida pero no es la vida, es como si fuera la vida pero sucede solo en el cuento y mientras lo lee el lector, no antes ni después. Es, por tanto, necesario y preciso para que obtenga un sentido, es decir, para que produzca un sentimiento en el alma de lector, que es lo mismo que sienta ese sentido. No es arbitrario, ni impertinente, como sucede casi siempre en los sucesos a los que nos enfrentamos en el tumulto diario de la vida.