Mal acostumbrados.
Las promesas de la modernidad nos ha convertido en unos ciudadanos mimados.
Nuestra principal debilidad son nuestras malas costumbres. Cada ciudadano
tiene a su lado un cabrón que le ha robado el futuro, es decir, la vida. Siempre
estamos metidos de lleno en el vértigo de las deudas impagables. Sin darnos
cuenta del daño que hacen a las relaciones humanas, ya que nunca se sabe como y
con que se pagan, y si llegará algún día el momento de su plena satisfacción. La incansable repetición, ante quien se ponga delante, de
la liturgia que sostiene a las deudas impagadas, llena el vacío de tantas vidas sin
futuro o tantos futuros sin vida. Así nos pastoreamos.
Conviene, por
tanto, que vayamos aceptando que sin reconocer, ante uno mismo y ante quien quiera
oírlo, que no hay futuro, no habrá de verdad futuro. Una deuda es un contrato
en el que se establecen los términos y los plazos. Sus claúsulas, aun las de la
letra pequeña, pertenecen enteramente a su campo de acción. Fuera de éste ya no hay
deuda que valga, ni nada que pagar. Fuera de ese contrato entramos
en otro ámbito, que probablemente coincida con el de la satisfacción de los deseos,
que como todo el mundo sabe no hay dios ni fuerza humana que los satisfaga.
Cegados por la
literalidad de lo que vemos y oimos cada día, creemos que ahí radica unicamente
todo lo que hay que saber sobre las relaciones humanas. Sin querer ver la
agonía que acompaña a lo irracional que anida en ellas. ¿Hay algo más falto de
razón que esperar que algún día nuestros deseos, por el hecho de de ser
nuestros, se cumplan? ¿Hay algo mas irracional que imaginar nuestros deseos como
si fueran pagarés a corto o medio plazo, que siempre nos debe el Otro?