Que hace una novicia como tú saliendo del convento - donde vives desde que te metieron allí cuando eras una niña pequeña - dentro de las coordenadas del momento histórico que lo haces (antes de hacer los votos, para conocer a una tía con pasado turbio, y cuando hay un gobierno autoritario polaco, etc) y al hacerlo así te presentas a un espectador mundano y sabelotodo como yo en el momento histórico en que vive (relativismo moral, más grandes dosis de censura y autocensura en el ambiente, es decir, el conflicto como lenguaje de las relaciones humanas). Fíjate en la que te has metido. O mejor, cabría decir, en qué lío me has metido si decido seguir tu peripecia en compañía de tu bohemia tía y todo lo demás que la envuelve, y me envuelve.
Verás, como dice algún que otro espectador de la tertulia que te ha visto como yo, es que resulta muy difícil identificarse con tu aventura extraconventual si siempre vas vestida de uniforme de novicia de los pies a la cabeza. Lo que pasa, ahora que lo pienso le digo a mi colega tertuliano, es que todos los personajes que aparecen en todas las películas van vestidos de uniforme, al igual que los espectadores que las miramos. Tampoco me cuesta mucho intuir que esos espectadores, que no se identifican con Ida por ir disfrazada de novicia, no asistieron a la película que dirige Paweł Pawlikowski disfrazados de cabaretera o algo así. Tampoco los espectadores de estos pagos vivimos en la Polonia soviética, ni tenemos una tía judía que se ha dedicado a juzgar y condenar a los disidentes del régimen totalitario de aquellos lares. Aunque lo de la tía es más común que pueda ser compartido - quien no tiene por ahí oculto un familiar que perteneció a los represores franquistas o a las checas comunistas -, lo que supongo cuesta aceptar a esos espectadores es lo del uniforme de novicia. Si se lo hubiese quitado al salir del convento, vistiéndose como manda el canon civil de una sociedad totalitaria, la cosa habría cambiado a la hora de mirar la peli. Pero Ida sale del convento, no lo olvidemos, para llevar a cabo una misión laica, no evangelizadora, que no es otra que conocer al único pariente que le queda, su tía Wanda hermana de su madre, antes de coger los votos de monja, es decir, antes de ser verdaderamente una religiosa. Y es que con la religión hemos topado. Por más que los filósofos y los antropólogos digan que lo que pensamos y hacemos los laicos y ateos de todo pelaje y condición no es otra cosa que imitar como bellacos el paradigma milenario de la Iglesia católica apostólica y romana. Me refiero al Vaticano para entendernos, claro está. Que la promesa de la vida eterna sea antes o después de la muerte, según mires al cielo o al bolsillo es una minucia no tiene la menor importancia. Pues dentro de cien años, ya sabe, todos calvos.
A mi me pasó lo mismo que a esos espectadores de la tertulia que he mencionado, hasta que apareció el saxofonista en la vida de Ida. Mejor dicho la música del saxofonista. “Me gusta mucho”, es lo primero que dice Ida cuando le pregunta el saxofonista. Anteriormente hemos visto como sus ojos se iban llenando de esa infinito placer para ella desconocido, superando la barrera del uniforme de novicia. Epifanía, asombro, milagro. La música que este hombre consiguió sacarle al instrumento nos puso en contacto y en comunicación a las tres almas. La de Ida con su uniforme, la del saxofonista con el suyo y la mía bajo unos pantalones y una camisa de entre tiempo. Entonces todo cambió en mi vida como espectador de esta película. Todo empezó a encajar de manera inesperada, epifánica me atrevería a decir. Más tarde, lo que le ofrece el novio saxofonista a Ida es tener una vida ocupada y uniformada, no una vida plena, la cual ya la tiene en el convento. Es por ello que no acepta la propuesta del saxofonista, coge la maleta y se vuelve al convento. Al decírselo a Ida el saxofonista se lo dice también al espectador que está a su lado. Es entonces cuánto que tengo que dirimir entre mi vida ocupada y mi vida plena, si acaso la tengo. Entre el tópico tan usado: “no me da la vida”, ocupando el calendario sin contención ni límite y la vida plena a que me lleva a la reflexión y la meditación. En fin, lo que da de sí el cuerpo mientras tengo vacía el alma. Sea como fuere, a Ida en el convento y a mi de vuelta a casa, siempre nos quedará la musica del saxofonista.