viernes, 4 de noviembre de 2022

SEPTIEMBRE

 Septiembre, de Woody Allen

Pongamos que “encierran” a un puñado de personajes en una casa de 200 metros cuadrados, más o menos, para que empiecen a hablar de por qué están enamorados, o no, en ese momento de su “encierro”. Y Allen pronuncia la palabra acción. Entren y vean.


N dijo en la tertulia del domingo que la peli tenía una estructura parecida a la del programa televisivo “Gran Hermano”, pero desde el punto de vista  sociológico, es decir, diferentes caracteres encerrados entre cuatro paredes, donde tienen que convivir y donde los sentimientos necesitan expresarse sin que las personas que los viven (la propia persona donde se generan o aquellas en las que acaban siendo reflejados) tengan la opción de arrinconarlos en su intimidad. Aunque también le generó una serie de dudas, a saber,  ¿es la razón capaz de controlar nuestros sentimientos? ¿O son los sentimientos imperturbables a la razón? Y lo que aún es más complicado, ¿la solución únicamente es para una de esta dos preguntas o es una red mucho más entrelazada? 

M subrayó la cita de Rilke, que dice que los amantes en su etapa inicial de enamoramiento ocultan su destino futuro; antes se había preguntado:  ¿podríamos dividir a las personas, tal como dice uno de los protagonistas, entre los que sobreviven y miran en positivo hacia el futuro y los que son incapaces de superar los golpes de la vida? Es decir, entre los que dejan de mirarse el ombligo y no necesitan preguntarse más para dejar atrás y los que necesitan, en cambio, entender y asumir los golpes para poder avanzar. ¿Esta dicotomía nos conduce irremediablemente al siquiatra? 

L no acababa de entender la obstinación de Lane (Mia Farrow) contra su madre, al hacerla responsable de todos sus males a esas alturas de su vida.

A se fijó más en el egoísmo de cada uno de los personajes, al no tener en cuenta al otro.

R sufrió, una vez más, con los líos y contradicciones del alma humana, manifestando su desconcierto por no saber la intención del director - del que dijo no ser fan - para hacer esta película. Y no le falta intuición, ya que la casa que construye Allen se va convirtiendo, a medida que pasan los minutos, es una casa tomada: modelo Cortázar pero sazonada con el estilo irónico del director neoyorquino, con su tormenta exterior, su apagón de luz eléctrica en el interior de la casa, sus velas a media luz y sus espíritus por ahí danzando.

Yo me pregunté, si nos enamoramos de alguien por lo que nos falta o para saber lo que nos falta. Y sugerí que, al entrar en la casa tomada, sentir lo que allí está ocurriendo, antes que razonarlo, antes que las ideologías y demás ismos se apoderen de la casa y nos echen a todos fuera. Antes, incluso, que lleguen los compradores a regatear con la dueña Lane.


Pienso que al final no acabamos de entrar en la casa. Dimos vueltas a su alrededor, miramos a través de las ventanas, pero no quisimos o no supimos entrar a la casa por la puerta principal, como nos sugiere Allen. Ni tan siquiera, haciendo los okupas o los gamberros, nos atrevimos a entrar por las ventanas. Bien es verdad que Allen nos tiene acostumbrados a acompañar a sus personajes paseando por las calles de Nueva York. El Nueva York de la clase media formada por los profesionales liberales y otras tribus de creativos, con su forma de vestir, su forma de consumir y, sobre todo, su forma de hablar. Y al “aire libre”, o al menos no todo el tiempo respirando la atmósfera enrarecida de esa casa, las contradicciones de los protagonistas parecen menos que, pongamos, sentados en un restaurante de Brooklyn hablando sobre la infelicidad o el aburrimiento acompañados con un buen vino sobre la mesa, o en una exposición de arte contemporáneo, pongamos, de Willem de Kooning, o simplemente paseando por Madison Avenue. En la casa de la película, en la que Allen nos invita a entrar, aparecen las contradicciones de una clase media adulta de low cost, por decirlo así, surgidas de repente de no se sabe dónde, como una presencia oscura que los empuja sin rumbo de una habitación a otra, hasta echarlos fuera. Al menos, esa es la impresión que se detecta fuera de la casa, a través de los visillos de las ventanas. Todos parecen refugiados polacos, como le dice a Lane su madre. Es cuando la ironía de Allen alcanza el cenit en la intuición creativa de esta película. Y tal vez eso nos haya intimidado o despistado un poco. Hasta que llegan los compradores de la casa y le dicen a la vendedora Lane que por 175000 dólares se lo compara todo, incluidas las contradicciones adultas allí acumuladas. No hay nada que no se limpie con una buena mano de pintura, parecen sugerir. Para entonces, nosotros mentalmente ya nos habíamos ido a nuestros quehaceres cotidianos propios del final del domingo.