ARRIBA Y ABAJO (comprensión o análisis)
Podríamos estar hechos de barro, como durante tantos años nos convenció la imaginación bíblica, pero la imaginación laica y moderna nos dice “que si queremos podemos con todo”, ocultándonos que estamos hechos de miedo. Lo cual nos ha hecho unos cobardes, al contrario de cuando éramos de barro, que era cuando teníamos el suficiente valor y coraje como para enfrentarnos con todo.
Los protagonistas de la peli “Gosford Park” siendo todavía de barro están llenos de miedo. Si exceptuamos a Maggie Smith que vive como un fantasma anclada en el siglo XIX, por lo que no tiene miedo pues se siente bendecida por la gracia de Dios, que es lo que convierte el barro en alma. Maggie Smith es el espíritu cabal de la antigua nobleza, que sobrevive intacta a un par de horas en tren del Londres cosmopolita. Por eso los espectadores que vemos hoy la película, los que sabemos que solo estamos hechos de miedo, los que ya solo somos personajes del “Paradigma económico de Post Guerra”, por eso, digo, la queremos tanto a ella y a lo que representa, porque sabe el lugar que ocupa en el mundo. Aunque para nosotros ese mundo ya no exista, si sabríamos, si no tuviésemos tanto miedo, que esa es la única manera de ocupar un lugar en el mundo, que no es lo mismo que ocupar un cargo una función en la sociedad que nos toca vivir.
Atención a los otros personajes que forman parte del tiempo conocido como el “Paradigma de EntreGuerras”, a saber, con un pie en el mundo de antes de la Primera Guerra Mundial, que ya no existe, y el otro pie en el mundo de después de la Segunda Guerra Mundial, que no existe todavía. Atención a nuestros inmediatos antepasados, que están a punto de impedir que se cumpla el dictum de Bismark: la política es el arte de lo posible para que los niños mayores, que siempre sueñan con lo imposible, no puedan ejercerla. No los queremos como a Maggie Smith, porque ya se parecen a nosotros, son niños mayores, pero tampoco están tan cagados de miedo como para decir que son unos de los nuestros. Si exceptuamos al productor de cine americano, que ha venido a la fiesta a hacer negocios al estilo Hollywood y al inspector de policía que deja la escena del crimen del noble ejecutado y, como buen funcionario, invita a todos los sospechosos a que se pasen por comisaría en Londres; nos viene a decir: el mejor noble es el noble muerto, así que para que perder el tiempo. Ambos, productor e inspector, ya saben disimular el miedo con la maestría y falsedad propias del siglo XXI. En este grupo de Entreguerras, los de arriba son gigantes con pie de barro pero que tienen miedo a perder lo que poseen; los de abajo son enanos con la dignidad por estrenar, pero suspiran por conseguir lo que le falta a las migajas que les dejan los de arriba. No queda claro si estos últimos quieren ser ricos, o solo aspiran a ser dignos. A todos, sin embargo, parece haberlos abandonado la gracia divina que todavía bendice a Maggie Smith. Los de abajo de Entre Guerras suben arriba cuando se paran y piensan o hablan en sus habitaciones; y los de arriba bajan abajo cuando, como los dioses, se aburren y entablan relación con los mortales. Sin embargo, hay algo que iguala a los de arriba con los de abajo de Entreguerras, antes de que los niños mayores se apoderen de la política (y de paso de la democracia): el tiempo que suena la música.
Todo ello ocurre en las afueras y dentro de un edificio, protagonistas indiscutibles de la peli, que conservan la solidez y el esplendor de los paisajes y palacios de la imagen bíblica, por decirlo así, pero que se van deshaciendo con el salir y entrar de sus habitantes; y con la manera incansable de saltar de una habitación a otra a través de los diferentes pasillos, abriendo y cerrando puertas, a veces acertadamente a veces equivocando el camino. Pero siempre actuando como colaboracionistas necesarios del derrumbe que se avecina.