Epidemias ha habido siempre, lo que ha ido cambiando ha sido la distancia entre los humanos y los dioses que había en cada momento. Por ejemplo, en la de 1348, que diezmó al continente europeo, Dios estaba hasta en el último pelo. La de 1831 en Berlín se llevó a Hegel, pero el gran pensador ya había puesto a Dios en un sitio menos atosigante, más acorde con los tiempos de la posibilidad revolucionaria de los humanos. En la era digital los dioses han desaparecido y con su ausencia la capacidad de imaginación de los seres humanos. Nunca se debe tratar así a los dioses, porque somos los humanos los que al final salimos perdiendo. Es por eso que, dejada solo en manos de los expertos digitales (los tipos con menos imaginación del planeta), la pandemia actual es ininteligible e inmanejable. Con la desaparición de los dioses ha desparecido la práctica de la distancia, que es lo propio del alma, y lo más saludable para el cuerpo. Cuando los seres humanos quieren suplantar la figura de los dioses, rompiendo esa distancia, empiezan los problemas de amontonamiento corporal en la ciudad. No sabemos quedarnos en casa, como dijo Pascal. Las urbanizaciones de la clase media de extrarradio fue el primer síntoma de que ese amontonamiento era imparable. En caso de alarma pandémica, ya no se pudo leer nunca más en la ciudad la oración fúnebre de Pericles, pues no existen los muertos. Solo quedaba huir de la ciudad. Sin los ideales irrealizables del alma, la ciudad no es habitable, pues solo queda el empirismo recurrente del cuerpo, que más pronto que tarde se convierte en la ventana de entrada de la tristeza del mundo, se expongan como se expongan los trampantojos de la alegría publicitaria y propagandística.
Lo importante no es lo que está sucediendo (la actualidad de los expertos y sus seguidores), sino lo que nos está sucediendo con lo que nos dicen que sucede. Esto está alojado en el alma de cada cual, pero el alma occidental es un concepto que pertenece a la tradición de la religión vaticana, no a la filosófica existencial. Dicho de otra manera, para tratar hoy con el alma hay que creer pasivamente en Dios, no como la posibilidad de pensar activamente para ver el mundo desde otro lugar que el que lo hacen los expertos. Donde ocurren los hechos está el cuerpo, pero para pensar sobre ello hay que coger distancia, hay que echarle imaginación. Hay que tener alma. Se puede decir de muchas maneras. No otro es el mensaje del ataque definitivo del virus de marras, vivimos muy apelotonados, vivimos sin alma y a expensas de los expertos. Mal negocio y pero conversación. Ahí nace la fuente de nuestra incertidumbre y desasosiego. En todo caso, lo que si es imaginable es que el ser humano moderno y digital vive dentro de la resaca posterior a la ebriedad del Dios medieval. No en otra fiesta mejor inventada por los expertos, como nos pretenden hacer creer sus palmeros.
Nos movemos, es decir, existimos entre el límite de lo propio y la existencia de lo que rebasa lo propio. El alma es un espacio y un tiempo intermedio entre que lo que sabemos y lo que no podremos saber nunca. Es ese lugar y ese tiempo que nos pone en relación con lo infinito, desde nuestra propia finitud. Tampoco es tan complicado, si uno acepta su propia finitud, claro está, sin autoengaños y subterfugios. Y el problema está aquí, no en la supuesta supremacía de los expertos y sus imitadores, que no es otra cosa que la impostura que practican e imponen a los otros al no querer relacionarse abiertamente con su propia finitud.
¿Cómo nos persuadimos de todo esto? Si se diera la oportunidad, ¿cómo estaríamos dispuestos a persuadir a los otros de aquella pérdida de Dios y de nuestra