¿Es el
intento de suicidarse en el lago el momento idóneo para irrumpir en la vida de
Anders - el personaje principal de “Oslo, 31 de agosto”, película dirigida por
el noruego Joachim Trier (pariente lejano del danés Lars von Trier), que vimos
el jueves en la sesión semanal del cineclub Diòptria? ¿Lo es, igualmente, todo
el itinerario posterior que nos llevará a su segundo y definitivo intento de
suicidio?
De la misma
manera que cuando nos acercamos a la vida de una persona, le preguntamos, como
gesto de respeto: ¿es el momento oportuno, o tienes un minuto, o te va bien que
quedemos mañana, o...?, igualmente no está de más preguntarse como espectador –
como espectador no está de más nunca hacerse preguntas, de hecho es eso lo que
de verdad nos hace espectadores y lectores - si el
director ha elegido el mejor momento de la vida de Anders para contarnos lo que
nos quiere contar. No está de más, en fin, que veamos la película acompañados de
estas u otras preguntas con las que convivimos. Siempre, por ejemplo, ésta: ¿se
podía haber contado la historia de Anders otra manera? Ello no invalida la
historia que vimos, haya o no haya respuesta a esa pregunta. Al contrario, creo
que la engrandece con estos interrogantes. La hace mas compleja e interesante.
Mucho mas que asistir pasivamente a su proyección, o darnos por satisfechos al
confirmar que lo que vimos es lo que, mas o menos, ya
sabíamos.
¿A cuento de
qué este proemio? Para evitar la tentación de buscar en lo propiamente narrativo
lo que no le corresponde, eso que es mas propio, para entendernos, de las
ciencias demostrativas. Dicho de otra manera, para no confundir los símbolos
significativos de la narración con los datos empíricos del estudio demostrativo.
Para no confundir la realidad metafórica droga en la película de Trier, con la
realidad estadística o sociológica droga en la vida en la que sobrevivimos. Para
no confundir el sitio narrativo donde sucede la película que se llama Oslo, con
el lugar geográfico y administrativo de Noruega, que casualmente también se
llama Oslo. Para no confundir a los protagonistas de la película, con los
ciudadanos de la capital noruega. Repito, siempre, para no caer en esta
confunsión nos debemos preguntar, ¿se podría contar
la historia de Anders (o cualquier historia) de otra manera? Los datos
estadísticos y sociológicos no se pueden cambiar, son los que son, y en Noruega
hace mucho frío. Pero la significación de los símbolos están a servicio de la
intención narrativa del director, y sus protagonistas sienten como lo hace todo
el mundo desde siempre. En fin, todo este protocolo es para saber si uno cuando
está delante de una peli o de una novela ejerce de espectador o lector, es
decir, se pone en disposición de tratar con los sentimientos humanos eternos se
manifiesten en cualquiera de las latitudes del planeta que se manifiesten. O
simplemente nos da por ser un aprendiz de brujo coyuntural, tratando de sacar,
como los tecnócratas agujereados de turno, conejos de la chistera. Tratando de
ligar, como sea, la causa con sus efecto.
Como dijo
acertadamente alguien de la tertulia posterior, el protagonismo de la droga en la peli de Trier,
exdrogadicto Anders mediante, por todo lo dicho anteriormente tiene el peligro
de rebajar, ante un espectador poco atento, su fuerza narrativa. Talmente el ala
más conservadora o sociológica de la misma tertulia, que aparcó momentáneamente su
imaginación, y se apuntó a lo de aprendiz de brujo. Veamos. Antes de nada
recordar lo obvio, lo que he dicho muchas veces y que observo cuesta asimilar:
lo que ocurre en la película “Oslo, 31 de agosto” ocurre solo en la película
“Oslo, 31 de agosto”. Es una representación de la realidad, no es una fotografía
de lo que ocurre “realmente en la realidad” en la que sobrevivimos, como me
pareció detectar que pensaban los aprendices de brujo. No hay exactitud en la
película, en todo caso hay rigor expositivo. Y ese rigor lo determinan, y lo
podemos calibrar como espectadores, por la manera de mostrar lo que vemos, que
son símbolos a servicio únicamente de la narración en la película, no son datos
para corroborar una hipótesis previa, pongamos, sobre el mundo de la droga, que
ha de quedar plasmada en un informe o un estudio demostrativo.
Si nos
atenemos a la fuerza simbólica de la película desde el primer y grotesco intento
de suicidio hasta el segundo y definitivo, el relato nos quiere decir algo que
no está explícito. El símbolo sugiere, lo que dice no es igual a
lo que cuenta. El dato sentencia, lo que dice es igual a lo que cuenta. ¿Hacia
dónde apunta, qué nos cuenta la película?: ¿por qué rompemos amarras con lo
real, ese momento donde Ya Nada Duele?, y lo más interesante y misterioso, ¿qué
fuerza oculta en nuestro interior hace que no podamos recuperarlas de nuevo? A
los estudios demostrativos toda esta ambigüedad irresoluble no le interesa, pero
es el motor principal que mueve a Anders en su itinerario dentro de la película.
Ya Nada Duele quiere decir que la realidad no le afecta porque ya no le roza,
quiere decir que mientras hay dolor hay vida (es el significado de la escena del
primer intento de suicidio), hay esperanza de seguir con vida. Sin embargo, la
escena de Anders sentado en la cafetería, tratando de oír lo que dicen quienes
están sentados a su alrededor, representa el momento culminante de esto que
digo. Esa imposibilidad de que Anders se vuelva a relacionar con lo que le
rodea. Lo intenta inútilmente tratando de volver a escuchar por teléfono la voz
de su antigua novia. Lo intenta, fijémonos bien, con quien ya no existe. Otra
imagen simbólica de esa impotencia que Anders con su rostro bello e impávido y
con su deambular sin rumbo por la ciudad, nos está contando. No hay salida, por
tanto, porque a Anders ya nada de lo que le rodea le duele, nada le indica por
donde continua la vida. No hay nada que pueda decirse después con imágenes, ni
con palabras. Lo del jeringuillazo final, supongo, fue para consolar a los
aprendices de sociología.
Por lo demás
la cena y la tertulia discurrió, como no podía ser de otra manera, por cauces
amables, con sus palabras ambiguas y sus silencios explícitos. El caso fue que
las unas junto a los otros nos metieron en las doce y media de la noche. En fin,
puedo dar fe de que fue la manera, con bastantes dosis de sentido, mediante la
que el final de un jueves le dio el relevo al inicio de un viernes. Ojalá la
vida fuera así siempre.