EL MÁS OPACO DE LOS OBJETOS
Al parecer, Sócrates dijo en una de sus comparecencias en el ágora ateniense, poco antes de morir: “no olvidéis nunca de cultivar esa segura penetración visual capaz de contemplar instantáneamente la idea en el más opaco de los objetos.”
Ni que decir tiene que el más opaco de los objetos es el cuerpo presente de un ser humano, recientemente transformado en cadáver. Más opaco todavía, si cabe, para sus seres queridos que lloran desconsolados la falta de luz y sombra que les deja en herencia su pérdida irreparable. Teniendo en cuenta, cómo dije en la tertulia, que la vida de un ser humano se define por las sucesivas pérdidas que ha tenido en el tiempo, es decir, por las sucesivas muertes a las que ha tenido que enfrentarse a lo largo de su vida, reinventándose una y otra vez siempre con el mismo método, a saber, mediante el autoengaño luminoso y lleno de conocimiento a través del rodeo de la ficción. Siendo la última muerte la que impide, una vez más, otra reinvención, dejando ese colosal vacío a sus allegados y amigos (y enemigos, porque no decirlo), quienes se enfrenten a partir de ese momento a las sucesivas reinvenciones que quepan en el cajón de sus recuerdos, pues quien los ha dejado se ha convertido por primera y única vez en sus vidas en un cadáver. Tal vez en el objeto que, en su evidencia indiscutible, se ha convertido ante sus miradas en el más inaccesible de la historia de sus experiencias.
Ahora bien, esto que he dicho no deja de ser un universal, que cada cultura y cada época lo ha ido leyendo, por decirlo así, de forma diferente. En la cultura de los espectadores que hoy hemos visto la película, la cultura occidental para entendernos, todos estamos informados que la muerte, como describe con acierto el vídeo que nos envío Juan Antonio, no tiene, mejor dicho, no le damos el protagonismo necesario para legislar y legitimar lo que llamamos la realidad, donde vivimos. Cuanto antes, hacer desaparecer al muerto es lo mejor, así dicta el protocolo de los que siguen vivos. En esta nuestra cultura la muerte no existe porque se la oculta, que no es lo mismo que decir que delante de nuestros ojos no podemos evitar que los cadáveres tengan una presencia opaca. La muerte en Occidente es algo que tiene una estructura industrial sin redención posible, como pasó con la última pandemia. Es decir, la muerte en nuestra cultura occidental es algo que tiene que ver con la ciencia estadística, no con la vida humana. Los cadáveres no son los objetos más opacos, son algo mucho más sencillo, entran a formar parte de la luminosa y exacta presencia de lo que es en sí mismo medible y contable. Los cadáveres son los datos de lo ya no cuenta, para hablar con el lenguaje digital dominante que no es otro que el del máximo rendimiento.
Todo lo contrario de lo que vemos en la película “Despedidas”, del director japonés Yõkirõ Takita. Digámoslo rápido, la puesta en escena de esta peli se asienta en la filosofía Wabi-Sabi, que es la esencia de la espiritualidad y estética japonesa. Es la belleza de las cosas imperfectas, mudables e incompletas. Es la belleza de las cosas modestas y humildes. Es la belleza de las cosas no convencionales…Si lo miramos bien, es decir, si somos capaces de mirarlo durante las dos horas que dura la piel con ojos no occidentales, llegaremos no sin dificultad a la conclusión que un ser humano recién muerto es la cosa - eso es precisamente un cadáver: ser vivo cosificado - que mejor recoge todos eso adjetivos antes mencionados. Entonces, ¿por qué esconderlo? ¿Porque no celebrar justamente esa belleza única, antes de que los designios de la putrefacción acaben con ella y la marchiten? Pregúnteselo a los empresarios occidentales de la muerte industrial. Un cadáver visto así tiene el estatus estético de naturaleza muerta efímera. Lo que no es lo mismo que un dato.
La pregunta que me hice - con la intención de salvar el abismo cultural que me separaba de la puesta en escena que había elegido el director Takita - fue por qué el maestro embalsamador le da el trabajo al protagonista Kobayashi en la empresa de la que es encargado, siendo como es, según consta en el currículum que le adjunta, instrumentista musical de violonchelo. Lo que ha visto en la experiencia profesional como violonchelista de Kobayashi, pensé, debe tener algo que ver con las habilidades que requieren en su nueva profesión de embalsamador. Y ese tener que ver es lo que yo como espectador tenía que averiguar, a sabiendas, claro está, que no soy violonchelista ni embalsamador. “Tu estás hecho para esto”, le dice, una vez que lo ha hecho fijo en su puesto, el jefe embalsamador al prota Kobasaky. ¿Será porque ambas habilidades, violonchelista y embalsamador, tienen que ver con el alma que se eleva? ¿Es esa sensibilidad la que descube Kobayashi cuando se inicia en su nuevo trabajo? ¿Será que un músico en el climax de su interpretación nota que su alma se desprende de su cuerpo, al igual que la del cadáver se está separando mientras el embalsamador limpia y viste a quien le ha dado alojo durante toda su vida? En ambos casos, si nos fijamos bien, el cuerpo hace de mediador entre dos realidades contrapuestas pero complementarias: lo visible y lo invisible, lo perfecto y lo imperfecto, lo finito y lo infinito, lo actual contingente y lo que sucede siempre. La proscripción del alma en occidente, ya lo he comentado en otros escritos, nos incapacita para transitar por los caminos donde ella se encuentra y a donde se dirige. Esta película, sin embargo, me levanta el ánimo en ese empeño por volver a colocar el alma en la mente del mundo, antes de que el planeta se vuelva más árido e inhabitable que un desierto de escorpiones.
Es así como cobra sentido el protagonismo de los parientes del muerto en el momento en que Kobayashi lo está embalsamando delante de ellos, como rascaba su violonchelo delante de los oyentes que habían asistido a su concierto. ¿Tocar el violín es semejante a embalsamar un cadáver? ¿Asistir a un un concierto de música es semejante, en términos del protagonismos del alma, a asistir al embalsamamiento del cadáver de un ser querido? Yo diría que si, y el maestro que contrata a Kobayashi también. Luego está la mujer de éste, que en principio no acepta el nuevo trabajo de su marido, y que representa al Japón occidentalizado y a quien los espectadores nos podemos agarrar para no naufragar mientras tratamos de comprender, si es que de verdad queremos comprender, lo que está pasando. Además de los que regentan los baños, con su simbolismo higiénico y purificador, que se añade al simbolismo del propio acto embalsamador. Y, como no, el padre ausente de Kobayashi, cuyo cadáver aparece en su nueva vida laboral, para restañar y, otra vez, embalsamar purificar, la ponzoñosa relación que aquel ha tenido con su padre desconocido. Todos estos seres formas parte de la nueva vida del nuevo embalsamador, sustituyendo a la orquesta de música de la que tuvo que marcharse por qué no había dinero para mantenerla. Otra vez el rendimiento.
Al final entendí la perspicacia y perspectiva del maestro embalsamador que, al igual que el director de la orquesta que vimos al principio dirigiendo la novena sinfonía de Bethoween, es el introductor del espectador común en este mundo entre la vida y la muerte que nos es tan ajeno y tan opaco. Como lo es el mundo sinfónico musical, entre lo humano y lo divino.