martes, 19 de enero de 2021

SPINOZA

 La finitud propia del ser humano lo debería convertir en un ser ordenado frente a Lo infinito (bien con el modo geométrico bien con otro semejante), lo cual no significa aceptar servilmente que “Esto es lo que hay.” Significa saber el lugar desde el que uno mismo mira a UNO, es decir, mira a la totalidad del mundo, y aceptar la perplejidad que eso nos produce. Pues para eso nacemos (Jaspers-Arendt), para construir esa mirada con los otros y entre los otros, y para hacer luego en la polis un intercambio generoso de sus resultados. 

Pero, paradójicamente, la modernidad laica nos ha convertido en los seres más desordenados de la historia de la humanidad. Freud con el rigorismo cientifista de su método psicoanalítico ha tratado, en vano, de poner orden en semejante disonancia cognitiva, a saber, ser conscientes de nuestra finitud y mortalidad pero vivir y hablar como un seres infinitos e inmortales, autocomplacientes y autoafírmativos. Tampoco el orden de la industria del entretenimiento (con el rigorismo de su método festivo y performativo) ha tenido efectos solventes sobre esa causa engañosa de la inmortalidad humana, al contrario, la ha reforzado aún más creando su propio Olimpio de infinitud y eternidad. Así, los modernos progresistas surfeamos sobre la cresta de nuestra existencia, al menos desde la revolución francesa hasta hoy, catástrofes naturales y bélicas mediante. Y es que hay mucha fe teológica de matriz medieval en todas estas creencias modernas y progresistas. Mucha fe y escasas, por no decir ninguna, demostraciones y escolios al estilo spinoziano.  Justificaciones, no precisamente de surfista banal, decimos ahora. Así que, entre guerras y pandemias, los modernos progresistas hemos decidido seguir creyendo ciegamente en los sumos sacerdotes de la sospecha (o a cualquiera de sus falsos imitadores), o no creer nada ni en nadie que no sea uno mismo, antes que pensar de forma renovada, en el siglo XXI, lo que Spinoza nos enseñó en el siglo XVII.